Andrés Canedo - Aproximación al vacío

 


Si algo lo sobrepasaba, era lo compacto y a la vez mórbido, de los muslos perfectos de ella. Claro, había en ella, muchas cosas más en las que su tacto, su vista, su gusto, su olfato, se exaltaban: el rostro, de ojos de miel y labios carnosos, suaves al contacto; sus pechos suaves y sabrosos como mandarinas que caben exactamente en la palma de la mano y habilitan las sensaciones de ingravidez y éxtasis; las pantorrillas en la suma de sus convexidades y concavidades, donde también navegaba su boca; los pies armoniosos. Hacia todo ello dirigía los ojos, las manos, los labios, la lengua… Y había más, por supuesto, porque el cabello era de negra noche; el cuello era ánfora de sus besos; la cintura estrecha formando dos bahías opuestas donde solían atracar sus brazos; el ombligo, sol oblongo desde donde se nutrió la vida, y así cada detalle de su anatomía presente formando aquel cuerpo de ella que cobijaba un alma luminosa. Desde luego, que el oído de él también disfrutaba con los gemidos de ella, con los ruidos que se volvían música debido a los rozamientos de los cuerpos practicando la entrega.

 

De esa sensualidad disfrutaron intensamente durante los diecinueve meses en que hicieron casi diariamente el amor. Y, por supuesto, todo aquello se colmaba con las conversaciones, con palabras o sin ellas, con el escuchar música, con contemplar amaneceres o atardeceres, en los que la presencia de ella a su lado, le agregaba un color más al cielo incendiado. Cuerpos y almas, vibraban al unísono, y desde ese vibrar se cubrían con ese manto que se llama amor. Él era relativamente culto, le gustaba leer buena (no siempre) literatura, y eso lo había vuelto hipersensible, hasta se diría un poco desquiciado, cuando un autor o un párrafo lo apasionaban; ella, se prodigaba más por las delicias del día a día, en un mundo, que a sus ojos enamorados, aparecía despojado de crueldad y de horrores. Pero él, cuya curiosidad era tan insaciable como diversa, un día leyó que los átomos son un 99.99% de vacío, y que la masa es solo un 0.1%. Entonces, por esos caminos erróneos en que a veces suelen derivar los pensamientos, concluyó que, si estamos hechos de átomos, también somos un 99.99% de vacío, y que la mujer que amaba y con cuyo cuerpo disfrutaba, era, en realidad, casi la nada (así como él mismo) y que el tocarla y penetrarla podía apenas ser una ilusión.

 

La cosa se agravó, cuando con su mente no preparada, intentó ahondar sobre el tema, y supo que, en realidad, no tocamos, sino que las sensaciones de acariciar o de penetrar, son nada más que el rechazo de las cargas electromagnéticas entre los electrones de él y de ella. Que, en definitiva, lo que él creía caricias cuando ambos se tocaban los cuerpos, en realidad eran repulsiones, y que podemos acercarnos, pero jamás tocar. Intentó consolarse razonando que lo importante era lo que él y ella sentían y gozaban, y no aquellas explicaciones cuánticas que podrían ser verdaderas, pero que lo excluían de la felicidad. “Qué puede importarnos toda esa teoría, si lo que vale es cómo nos disfrutamos”, pensó. Esto, a lo que debía haberse aferrado, no le fue suficiente. El conocimiento de ser casi insubstancial, lo empezó a herir hondamente, y empezó a sentir, de manera creciente, que cuando hacía el amor en realidad estaba sujetando el aire, que la hasta hacía unos días dulce y estrecha vagina de ella, era apenas un espacio de vacío. Que cuando sus dedos la apretaban, en realidad estaba en contacto con los campos eléctricos de ella, y no con sus átomos que habían conformado aquella maravillosa anatomía hasta ayer vigente. Que la solidez, que lo compacto de los muslos de ella que aparentemente aprisionaban el cuerpo de él, era en verdad repulsión entre la carga negativa de sus electrones y los de ella, y que esa repulsión es la que le hacía sentir solidez. Pudo saber también, que en realidad los átomos no están vacíos, sino llenos de energía, y que, a nivel cuántico, masa y energía son equivalentes. Pero los átomos, no se pueden tocar.

Sabía que era absurdo el sentir así, pero no pudo evitar que marejadas de desencantamiento y decepción se apoderaran de él. Empezó a obsesionarse con el tema, a sentirse estafado como toda la humanidad y todas las cosas. Sintió que todo el mundo en el que había creído se había construido sobre concepciones falsas. Que la delicia, la suavidad, el calor del cuerpo de ella, que todo aquello macizo y palpable, que el sabor de su saliva, eran en realidad fuerzas que se rechazaban. Que el acariciar o besar los senos de ella, que toda aquella sensación de ayer, son en realidad fuerzas electromagnéticas que se repelen y que el tacto lo transmite al cerebro que lo interpreta erróneamente, y que es apenas una ilusión el rozar las cúpulas de carne celestial que abisman hacia el infinito.

 

Allí empezó su especie de locura privada y particular.  Junto con la decepción y el desencantamiento apareció una creciente depresión que lo fue arrastrando hacia sus honduras. Y esas oquedades lo fueron trastornando. No podía hacerse a la idea de que, en última instancia, los goces del amor con la mujer de su vida, no eran más que expresiones de electrones que se rechazaban. Ella, por su parte, notó, ya que hicieron el amor unas pocas veces más, que el hombre que la poseía, ya no tenía el vigor ni el fuego antiguos, ni tampoco el peso físico habitual, y tuvo la sensación de que lo que pretendía atrapar entre sus brazos y piernas, era apenas como una brisa que se fugaba. Aun más, en el día a día, el compañero de antes, parecía una sombra de sí mismo y sus ojos ausentes, miraban en diagonal hacia la nada. Se preocupó, le preguntó qué le pasaba, y él, todavía desde un resto de amor, le respondió “nada, ya se me pasará”. Ella no tuvo tiempo de intentar otras acciones para rescatarlo, pues a los dos días él se disparó con un revolver en la cabeza. Lo hizo, con un rasgo final de ironía, diciéndose si aquella bala formada por 99.99% de vacío, podría pasar por su cerebro también hecho de 99.99% de vacío y seguir su viaje inocuo, dejándolo a él intacto, en aquel estado que las gentes llamaban vida y a la que él, ya no quería pertenecer. Y así se fue. Quedó su cuerpo íntegro y apagado, sin que los átomos que lo constituían se hubieran separado en una minúscula acumulación. Ella, ya sola, sintió su ser destruido por el dolor, mutilado, y por primera vez su alma, experimentó la horrenda sensación de vacuidad, que se parecía mucho a la nada.

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