Si algo lo sobrepasaba, era lo compacto y a la vez
mórbido, de los muslos perfectos de ella. Claro, había en ella, muchas cosas
más en las que su tacto, su vista, su gusto, su olfato, se exaltaban: el
rostro, de ojos de miel y labios carnosos, suaves al contacto; sus pechos
suaves y sabrosos como mandarinas que caben exactamente en la palma de la mano
y habilitan las sensaciones de ingravidez y éxtasis; las pantorrillas en la
suma de sus convexidades y concavidades, donde también navegaba su boca; los
pies armoniosos. Hacia todo ello dirigía los ojos, las manos, los labios, la
lengua… Y había más, por supuesto, porque el cabello era de negra noche; el
cuello era ánfora de sus besos; la cintura estrecha formando dos bahías
opuestas donde solían atracar sus brazos; el ombligo, sol oblongo desde donde
se nutrió la vida, y así cada detalle de su anatomía presente formando aquel
cuerpo de ella que cobijaba un alma luminosa. Desde luego, que el oído de él
también disfrutaba con los gemidos de ella, con los ruidos que se volvían
música debido a los rozamientos de los cuerpos practicando la entrega.
De esa sensualidad disfrutaron intensamente durante
los diecinueve meses en que hicieron casi diariamente el amor. Y, por supuesto,
todo aquello se colmaba con las conversaciones, con palabras o sin ellas, con
el escuchar música, con contemplar amaneceres o atardeceres, en los que la
presencia de ella a su lado, le agregaba un color más al cielo incendiado.
Cuerpos y almas, vibraban al unísono, y desde ese vibrar se cubrían con ese
manto que se llama amor. Él era relativamente culto, le gustaba leer buena (no
siempre) literatura, y eso lo había vuelto hipersensible, hasta se diría un
poco desquiciado, cuando un autor o un párrafo lo apasionaban; ella, se
prodigaba más por las delicias del día a día, en un mundo, que a sus ojos
enamorados, aparecía despojado de crueldad y de horrores. Pero él, cuya
curiosidad era tan insaciable como diversa, un día leyó que los átomos son un
99.99% de vacío, y que la masa es solo un 0.1%. Entonces, por esos caminos
erróneos en que a veces suelen derivar los pensamientos, concluyó que, si
estamos hechos de átomos, también somos un 99.99% de vacío, y que la mujer que
amaba y con cuyo cuerpo disfrutaba, era, en realidad, casi la nada (así como él
mismo) y que el tocarla y penetrarla podía apenas ser una ilusión.
La cosa se agravó, cuando con su mente no preparada,
intentó ahondar sobre el tema, y supo que, en realidad, no tocamos, sino que
las sensaciones de acariciar o de penetrar, son nada más que el rechazo de las
cargas electromagnéticas entre los electrones de él y de ella. Que, en
definitiva, lo que él creía caricias cuando ambos se tocaban los cuerpos, en
realidad eran repulsiones, y que podemos acercarnos, pero jamás tocar. Intentó
consolarse razonando que lo importante era lo que él y ella sentían y gozaban,
y no aquellas explicaciones cuánticas que podrían ser verdaderas, pero que lo
excluían de la felicidad. “Qué puede importarnos toda esa teoría, si lo que
vale es cómo nos disfrutamos”, pensó. Esto, a lo que debía haberse aferrado, no
le fue suficiente. El conocimiento de ser casi insubstancial, lo empezó a herir
hondamente, y empezó a sentir, de manera creciente, que cuando hacía el amor en
realidad estaba sujetando el aire, que la hasta hacía unos días dulce y
estrecha vagina de ella, era apenas un espacio de vacío. Que cuando sus dedos
la apretaban, en realidad estaba en contacto con los campos eléctricos de ella,
y no con sus átomos que habían conformado aquella maravillosa anatomía hasta
ayer vigente. Que la solidez, que lo compacto de los muslos de ella que
aparentemente aprisionaban el cuerpo de él, era en verdad repulsión entre la
carga negativa de sus electrones y los de ella, y que esa repulsión es la que
le hacía sentir solidez. Pudo saber también, que en realidad los átomos no
están vacíos, sino llenos de energía, y que, a nivel cuántico, masa y energía
son equivalentes. Pero los átomos, no se pueden tocar.
Sabía que era absurdo el sentir así, pero no pudo
evitar que marejadas de desencantamiento y decepción se apoderaran de él.
Empezó a obsesionarse con el tema, a sentirse estafado como toda la humanidad y
todas las cosas. Sintió que todo el mundo en el que había creído se había
construido sobre concepciones falsas. Que la delicia, la suavidad, el calor del
cuerpo de ella, que todo aquello macizo y palpable, que el sabor de su saliva,
eran en realidad fuerzas que se rechazaban. Que el acariciar o besar los senos
de ella, que toda aquella sensación de ayer, son en realidad fuerzas
electromagnéticas que se repelen y que el tacto lo transmite al cerebro que lo
interpreta erróneamente, y que es apenas una ilusión el rozar las cúpulas de
carne celestial que abisman hacia el infinito.
Allí empezó su especie de locura privada y particular. Junto con la decepción y el desencantamiento
apareció una creciente depresión que lo fue arrastrando hacia sus honduras. Y
esas oquedades lo fueron trastornando. No podía hacerse a la idea de que, en
última instancia, los goces del amor con la mujer de su vida, no eran más que
expresiones de electrones que se rechazaban. Ella, por su parte, notó, ya que
hicieron el amor unas pocas veces más, que el hombre que la poseía, ya no tenía
el vigor ni el fuego antiguos, ni tampoco el peso físico habitual, y tuvo la
sensación de que lo que pretendía atrapar entre sus brazos y piernas, era
apenas como una brisa que se fugaba. Aun más, en el día a día, el compañero de
antes, parecía una sombra de sí mismo y sus ojos ausentes, miraban en diagonal
hacia la nada. Se preocupó, le preguntó qué le pasaba, y él, todavía desde un
resto de amor, le respondió “nada, ya se me pasará”. Ella no tuvo tiempo de
intentar otras acciones para rescatarlo, pues a los dos días él se disparó con
un revolver en la cabeza. Lo hizo, con un rasgo final de ironía, diciéndose si
aquella bala formada por 99.99% de vacío, podría pasar por su cerebro también
hecho de 99.99% de vacío y seguir su viaje inocuo, dejándolo a él intacto, en
aquel estado que las gentes llamaban vida y a la que él, ya no quería
pertenecer. Y así se fue. Quedó su cuerpo íntegro y apagado, sin que los átomos
que lo constituían se hubieran separado en una minúscula acumulación. Ella, ya
sola, sintió su ser destruido por el dolor, mutilado, y por primera vez su
alma, experimentó la horrenda sensación de vacuidad, que se parecía mucho a la
nada.
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