El café estaba lleno, de manera que me acerqué a la barra y allí pedí un pocillo. Yo estaba triste, abandonado, solitario y ese ambiente, a pesar de las voces y las risotadas, hacía juego con mi sentimiento. En eso apareció ella, como un desmoronamiento, como una avalancha de sol. Era tan bella que me enceguecía, que me daba miedo mirarla, y sólo me atreví a hacerlo de reojo. Y aunque ya había aprendido que la enormidad de la belleza está en la forma en que miran nuestros ojos, ella, sin duda, era hermosa. No era la aparición sorpresiva de la felicidad, ni siquiera de la alegría. Pero era una serendipia en medio de la tristeza coagulada de aquel atardecer. Había una cierta vacilación en ella cuando ordenó su café, pero entendí, con la contundencia del pragmatismo, que la lindeza, que por sí misma produce alegría, también puede estar acompañada de sombras, de misterio y hasta de pesar. Ella irradiaba luces violentas a mi lado, me quemaba con las llamaradas que se desprendían de su piel, con los ecos de su voz cuando pidió un “espresso”, con la forma peligrosa del moverse de sus labios, que prometían terremotos de carne y de sueños, al pronunciar aquellas dos únicas palabras.
No sé de
dónde cobré el coraje, y casi sin mirarla dije: “Es que hoy hay mucha gente. El
café debe ser así, como al paso, sentados en los taburetes de la barra”. Ella
me miró y me obligó a mirarla. En ese instante comprendí que mirarla de frente,
era, cualquiera de los dos, un acto de condenación o de redención. Es que sus
ojos eran dos tizones encendidos en la intensidad rotunda de su marrón. Fue tan
agudo el momento que me obligó a bajar la vista y recorrer durante una décima
de segundo, lo túrgido de sus pechos, no grandes, pero explotando el vestido y,
más abajo, gracias a la brevedad de su ropa, sus muslos generosos derramándose
en una estética perfecta y cruel, desde el espacio breve del asiento, hacia el
infinito que culminaba en sus pies perfectos calzando sandalias.
─ Sí, me respondió. Y luego agregó─: Es una ciudad multitudinaria, como tantas en este
mundo.
Mientras la
escuchaba me pregunté qué tipo de confabulación muscular y hormonal fabulosa
podía originar ese movimiento tan extrañamente erótico, de sus labios generando
la fonética del idioma, mejor, de su idioma.
─ Pero también tiene sus secretos extraordinarios, sus
ocultos surtidores de belleza, ─le respondí.
─No los he conocido.
Estoy aquí desde hace dos días. Mañana al amanecer, me voy.
El imperativo rotundo de
los impulsos, me obligó a responder.
─Hay muchas horas por
delante. Si quieres, te los muestro. Me llamo, Rafael.
─Muéstramelos. Yo me
llamo, Luna.
La tarde se desgajaba en
violentos arreboles que caían sobre la gente y las cosas, como cubriéndolas con
la sangre del universo. Rojo, todo rojo, como un caudal granate inundando la
ciudad y sus vidas. Avanzamos en el automóvil en silencio, como meditando quién
en realidad era el otro, ella, tal vez preguntándose, si podía confiar en el
extraño que había conocido, a través de escasas palabras, en el café, que dijo
llevarla a conocer alguna supuesta maravilla. Yo preguntándome, por momentos,
si lo que me motivaba a ese paseo con ella, era simplemente la buena intención
de un buen tipo, generalmente triste, o la pretensión, no del todo secreta, de hacerle
el amor. La visión oblicua de su rostro y de sus piernas en el asiento del
acompañante, me permitió corroborar que era realmente hermosa, aunque su gesto
era severo. Intempestivamente, me lanzó la pregunta:
─ ¿Shakespeare o Calderón
de la Barca?
No pude evitar el
sorprenderme. ¿Era esa su manera de decidir quién soy, o cómo soy? ¿Qué hubiera
pasado si el que la acompañaba era un tipo ignorante? No vacilé en contestarle.
─Difícil pregunta. La
poética y el conocimiento del alma humana de Shakespeare son maravillosos. La
poética y el conocimiento del alma humana de Calderón, no lo son menos. Pero
tal vez, por honrar a nuestro idioma, me atrevería a decir que prefiero a
Calderón y a Lope de Vega.
─¿Sabías que la palabra
idioma tiene el mismo origen que idiota? Idiota, porque es aquel que sólo se
preocupa de sus propias necesidades y niega el entorno y sus congéneres;
idioma, porque es el hablar propio de una región, lo que, de alguna manera,
significa también exclusión de los demás.
─No lo sabía, pero me parece
lógico ─le contesté y para retrucarle, añadí─. Y tú, ¿Klimt o Chagall?
─No sé mucho de pintura
─dijo sonriendo por primera vez─. Pero de Klimt me gustan sus mujeres doradas,
bellas y apegadas a la tierra; de Chagall, sus seres voladores. Volar… si pudiéramos
volar… Veo que ambos somos un poco soberbios y también antipáticos, pero, sin
duda, que compartimos el amor por la belleza y eso nos aproxima.
─Belleza eres tú. ─No
hubiera querido haberlo dicho, pero la expresión rompió todos mis bloqueos
lógicos y se convirtió en sonido que quedó flotando en el aire.
Ella sonrió nuevamente e
hizo un mohín como para restarle importancia a mi afirmación.
─No soy bella en el
sentido estricto, tal vez sí, interesante. Te habrás dado cuenta de que estoy
tratando de saber quién es el hombre que me lleva a un sitio desconocido y, por
lo que veo, apartado, y a quien le estoy confiando mi destino.
─Lo mismo me pasa a mí,
pues, aunque no lo parezca, siento que también estoy poniendo mi destino en
juego. No hay razones para que diga eso, pero la vida no siempre está hecha de
razones, sino también de impulsos. Fue un impulso irrefrenable el que me llevó
a invitarte al lugar a donde vamos.
Seguimos hablando,
durante un buen rato de música, de literatura, de escultores. Comprendí que
ella era más culta que yo, y lo corroboré cuando, como de paso, me dijo que
ella era curadora de arte en el principal museo de su ciudad. O sea que, en
realidad, sabía montones sobre pintura. Mientras tanto el automóvil, por
momentos rugía subiendo las pendientes del camino estrecho, mientras la noche y
las estrellas se habían apoderado del cielo y las luces titilando entre la
negra densidad, bañaban con un halo claro nuestros rostros, el mío y el bello e
inquietante de ella. Luego volvió el silencio, pero esta vez más reconcentrado,
más interno, y yo pensaba que a una mujer así, la podría amar para siempre,
aunque ya había aprendido que ese “para siempre” debería ser una expresión
vedada aun en mis más secretos ensueños.
Desde la cima de esa
colina, solitaria y ventosa, se observaba el serpenteo de las luces de la
ciudad lejana. Los árboles que nos rodeaban silbaban la canción del viento y la
penumbra que nos envolvía hacía más punzante el resplandecer de sus ojos y
hasta el silbido de las hojas agitadas fue interrumpido por el fluente suspiro
que ella lanzó a manera de comentario único. Y cuando la luna se abrió paso
entre algunas nubes, la vi como se ven las cosas únicas. Es que Luna alumbrada
por la luna era de una belleza mágica que me atrapaba cual un hechizo. La vi o
la sentí temblar, pero todo su cuerpo vibraba como un xilofón al que de pronto
se le desatan las melodías. Le acerqué mi boca a la suya y nos besamos con los
labios cerrados, brevemente, como el trino del ave nocturna que en ese momento
se proyectó cortando la noche. Ella me separó suavemente y me dijo, como si
fuera una súplica, mientras me miraba a los ojos:
─No sé si debemos hacer
esto, Rafael. Mañana me voy. Y si lo consumamos, podría causarnos dolor.
Pero su boca continuaba
casi pegada a la mía, su respiración fragrante abría caminos de fuego en mi
interior, su cuerpo vibrando frente a mí, me enviaba mensajes de urgencias de
apropiación.
─Sólo tenemos el hoy,
Luna, y no lo debemos dejar pasar. Es un regalo de la vida.
El beso ansiado fue
entonces total. Su boca de hidromiel y de flores, su lengua inquieta
depositándome el alimento dulce de la vida, esa especie de maná que pocas veces
nos es concedido y que no cae del cielo, pero que surge a borbotones de las
bocas amarradas por la pasión. Y la turgencia de sus labios mórbidos, el
intercambio de pulsiones desde esos receptáculos del placer y que habilitaban
la premonición de lo que habría de venir. La tarea de quitarle el breve vestido
y la más leve prenda interior, el armar, con las coberturas que escondían
nuestros cuerpos, un lecho precario pero suficiente sobre la tierra desnuda,
fueron tarea fácil. Y entonces, se dio la suma de revelaciones, de asombros, de
deleites para cada uno de los sentidos. Y finalmente tomarla y dejarme tomar,
la entrega y la posesión despiadadas y urgentes, la luz y la tibieza de su
caverna, guiándome hacia el descubrimiento de verdades que, desde el cuerpo,
los cuerpos, se manifestaban en los espíritus. El desbordamiento y la premura
del deseo, los paroxismos y la culminación salvajes, marcaron ese primer
episodio. Luego hubo otro, otros, marcados por la ternura y la sabiduría que
los cuerpos en su intuición privilegiada, saben construir. Y así pasaron dos o
tres horas, hasta el agotamiento, hasta el vaciamiento de todo, menos de la
supervivencia del deseo. En algún momento de esa caída o elevación, no lo sé,
se me escapó un “te amo” y ella, con la dicción recorriendo caminos tortuosos,
repitió tres veces, “amor, t’amo” y a continuación apretó los labios para no
permitir que emitieran palabras que podrían condenarla, pero sí grititos,
sonidos guturales, explosiones sonoras incomprensibles, pero plenamente
significantes. Es que, pensé, que el decir “te amo”, es siempre peligroso y
comprometedor. Había visto tantos fracasos fundamentados en esas dos palabras.
El mundo, ya no era el mismo.
Había pasado la
medianoche y nos vestimos en silencio, pero sin dejar de mirarnos ni de
agradecernos desde los ojos. Emprendimos el regreso, todavía en silencio, aunque
las ganas de decir miles de palabras que intentaran expresar a cabalidad lo que
sentíamos, se notaba en el impulso ciego y frustrado de los labios sugiriendo
movimientos y pronunciaciones. Lo que se tendría que decir, pero no se dice y
que no sabremos, sino hasta más adelante, si hicimos bien o mal en callar. Un
instante, en que pude salir de esas cavilaciones, le pedí que me diera el
número de su teléfono. Ella me respondió: “No te lo voy dar ni aceptaré que me
des el tuyo. Es mejor no prolongar lo que no conviene ser prolongado. Las
cosas, como son, también nos niegan, a veces, una segunda posibilidad para la
felicidad”.
Ya en la ciudad,
recorrimos sus calles casi vacías durante dos horas, moviéndonos sin rumbo. Es
que no quería dejarla, no quería separarme de ella. Ya me habían invadido la
nostalgia y la sensación de pérdida. Luna, tal vez sintiendo lo mismo, colocó
su mano sobre mi muslo derecho y lo acarició. Pero no dijimos nada. El silencio
continuó hasta que llegamos a su hotel, sin embargo, sabíamos que había una
comunicación íntima y permanente de nuestros cuerpos (y almas) separados dentro
del automóvil. Se iban diciendo todo aquello que las palabras no serían capaces
de expresar. El lenguaje emitido por las vibraciones cálidas de nuestros seres,
generaba una conversación plena, matizada de agradecimientos por lo vivido y de
tristezas por la separación inminente. Nos miramos mientras las luces del hotel
se proyectaban al interior de la cabina, esa luz intensa al final del pasaje
oscuro, como la que dicen que se ve en el momento de la muerte. Y era sí, la
muerte de un sueño intenso y breve que emigraría como las aves ante el
invierno. Nos abrazamos, larga, intensa y profundamente. Sentí su corazón latir
junto al mío. Sentí que ella, así como yo, quería decir algo. Sentí que ella,
también como yo, reprimió las palabras que pugnaban por nacer, y solamente oí:
“Adiós”. Y yo, ya convencido con rotundidad de que en esas breves horas sí se
había jugado mi destino, de que esa mujer quedaría para siempre grabada en mi
recuerdo, en las fuentes de mi alegría y de mi dolor, acepté, como el cobarde
que soy, que el mundo es como es y que nos doblega, y solo atiné a decir
“adiós”.
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