René Antezana Juárez

 

Oruro 1953. Ganador del Primer Premio del concurso nacional de poesía organizado por la UTO en 1987.  Imaginario (1979); Memoria de los cuatro vientos (1986); Viento verbal (1988); El labrador insomne -1990; La flecha del tiempo, Premio ‘Franz Tamayo’ 1992, ed. 1993. Cielo subterráneo (2.007), El círculo del devenir (2017), La fiesta imposible (2019).

 “Su poesía recupera la visión de un mundo en que se tejen la historia y el mito, no sin dejar de explorar las regiones cálidas de lo amoroso y lo entrañable a partir de los signos que confluyen en su universo personal”. (Edwin Guzmán)

El autor en entrevista realizada en 1999, decía: "La poesía es mi manera de estar en el mundo y gracias a su vientre pude conocer gente maravillosa, tener buenos amigos, comprender -obviamente a mi manera- que finalmente el arte 'no sirve para nada' y que por eso es maravillosamente útil". (Elías Blanco Mamani; Diccionario Cultural Boliviano).

El contenido de esta selección es propio del autor:

  • ·         LA PISULINA ME DIJO
  • ·         EL AJAYU                        
  • ·         YA ES MEMORIA           

 

 

LA PISULINA ME DIJO

 

Morir no es nada. Vivir tampoco.

Vivir es todo. Morir también.

Nacer es morir. Morir es nacer.

Un llanto al nacer. Una exhalación al morir.

Ambos son adioses y saludos, y viceversa.

Bajo la sombra del vivir, el tiempo.

Bajo la luz del morir la nada el no-tiempo.

Vivir un intercambio de materia y átomos.

Morir, lo mismo.

No sé para de vivir, tampoco de morir.

La vida es incertidumbre. La muerte una certeza.

El azar nutre nuestras mutaciones.

La muerte las devuelve al juego cósmico.

Yo no estuve aquí sino una estrella rediviva.

Yo estuve aquí montada en un cometa brioso

con su amorosa estela de visita a fugaces cuerpos

a fugaces almas, con las que incendiamos el devenir.

Ahora (¿qué es el ahora?) me voy porque me da la gana.

Morir es un recuerdo.

Vivir una canción.

Morir una fiesta.

Vivir también.

 

EL AJAYU

 

Es una ausencia en la garganta un llanto a medianoche

el cuerpo deshabitando.

(Sonó el celular, vi que era ella, mi hija amada.)

Muy pequeña,

enfermó sin remedio.

(Devolví la llamada pero no respondió.)

Ningún médico ni ciencia.

 

(Luego me envió un mensaje con emojis.)

Semanas, ya desesperados.

(Me alegra saber que se acuerda de mí)

Ultimo socorro, un curandero andino.

(Hablamos casi una hora el otro día)

Una biblia, cartas de tarot, coca.

(Estaba contenta con su trabajo)

Una pequeña campanilla, un vasito de bronce.

(Estamos tan distantes geográficamente pero el internet ayuda)

Una muñeca con las ropas sin lavar de mi niña.

(Hoy me di cuenta que se me parece un montón)

Masticamos coca mientras él rezaba.

(No tanto en la fotografía sino en su manera de ser)

La campanilla estaba en el patio

junto a la muñeca.

(En su actitud frente a la vida)

Sonó. Misterio. No había nadie, ni viento.

(Es corajuda, pero se guarda mucho tiempo el dolor)

El yatiri salió, al regresar sonrió levemente.

(No es rencorosa, es optimista, vital)

Le dio de tomar arcilla.

(Entonces la pienso y me viene toda su infancia)

Repetimos el ritual.

(Toda su adolescencia y ahora joven e independiente)

Sonó dos veces más.

(Es cariñosa y juguetona)

Cuando regresó su sonrisa era amplia.

(Camina por la vida con calma pero determinada)

Nos sujetamos de las manos.

(Ha crecido sin pausa)

“Se sanará”, dijo do Pablito, el yatiri

“su ajayu ha regresado”.

Me crece un nudo en la garganta.

A los dos días mi hija sanó.

El celular resuena mientras escribo.

No hice más que llorar de alegría.

Otro emoji con corazones.

Es ella.

 

  

YA ES MEMORIA

 

Mi abuela se murió con tantos años encima

que nadie en casa sabía su edad.

Encontraron su certificado de bautismo

en la Catedral

-105 años decía el parte de defunción-.

Había vivido un amor tórrido a los 15 años

con una huida al estilo de los grandes amores

se perdió unos cuantos años en las minas

tenía 2 hijos cuando su madre la encontró en su escondite.

La trajo atada a la carreta cruzando montañas hasta la casa

y luego la entregó a mi abuelo enamorado.

De ahí en más, mi abuela vivió otra vida, quien sabe.

Luego de 20 años o más de matrimonio

se divorció, quedó sola con hijos y visitas de vez en cuando.

Sola más de la mitad de su vida

yendo al mercado preparando su sopa de lacayote

hasta que a los 105 se le paralizó el corazón.

La muerte está ahí implacable e inaplazable lo sabemos.

Mi padre se salvó de morir en la guerra del Chaco.

En una emboscada, una ráfaga de ametralladora

le cruzó brazos y pecho.

Cuando el corazón estaba contraído pasó la bala.

Apenas unos milímetros y un instante

la señal de la bala sólo fue herida.

Muchos años después se desbarrancó en Potosí.

Ahí estaba la muerte, en una curva, en un equívoco

muy cerca del río Pilcomayo.

Lloré en seco y lloro hasta ahora.

En cambio, mi madre, mi madre

se apagó de a poco con la memoria en despedida.

El Alzheimer es así, un apagón que desinfla el cerebro

ya las palabras dejan de ser palabras

nunca supe llorarla lo suficiente

y cada día pido perdón por ello.

Es así, la muerte, se lleva historias

mal vividas, bien vividas, maltrechas, breves.

Porque el tiempo es un invento y la memoria un engaño.

El otro día, encontré a una anciana perdida en el mercado

llamé a la policía y mientras esperábamos se aferró a mi brazo

“memoria” repetía, mostrándome el reloj pulsera

“ya es memoria, vámonos”, y miraba a ninguna parte.

Cuando la policía se la llevaba repetía “memoria, ya es memoria”.

He aprendido que morir es quedarse sin palabras.

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