Andrés Indaburu Flores - La abuela que odiaba a los gatos

 


Mi abuela odiaba a los gatos. A mí siempre me han gustado.

Cuando nuestros padres nos trajeron de regreso a un país que éramos demasiado jóvenes para recordar, nadie habló de los motivos de nuestra partida. Pero habíamos vivido cuatro años en México por alguna razón de fuerza mayor y no fue sino hasta que regresamos a Bolivia que escuchamos por primera vez las palabras desaparecido, preso político, represión y dictadura.

La primera en encontrar empleo fue la mamá, y nos pensionamos en un restaurante del Prado. Luego el papá encontró trabajo y pudimos ir al cine los sábados. Después nos mudamos a un piso en la 6 de Agosto junto a un snack que vendía unos donuts y helados de máquina que no estaban nada mal. Pero hasta que eso fue posible, tuvimos que vivir con la abuela en una casa vieja con las paredes pintadas de verde y el piso embaldosado. Un lugar refrescante y sombreado de haber estado en Macondo, pero insoportable para el clima de La Paz.

 

Cuando regresábamos a ese congelador gigante después de haber memorizado fechas de derrotas y nombres de mártires en el colegio, nos pasábamos la tarde contando los minutos para que la mamá regresara de la oficina y correr a envolvernos en los flecos de su ruana, aspirando ansiosamente su perfume a cosa viva.

Siempre nos traía algún regalo. Normalmente papas fritas. Nunca sentí tanta felicidad como cuando recibía una de esas bolsas blancas de plástico grueso decoradas con alguna caricatura que luego recortábamos y guardábamos en una vieja caja de zapatos North Star. ¡Qué lejos estaban los sonidos juguetones y los colores vivos de la Gran Tenochtitlán! Mis padres habían sobrevivido al exilio sin que nos diéramos cuenta de la suerte que habíamos tenido. Pero ahora estábamos obligados a vivir lejos de mi barrio y mi ciudad, y nos habían puesto de niñera a la momia de Guanajuato. Los niños no tienen bagaje ideológico para soportar esas cosas. Simplemente se amargan, se cabrean y lloran cuando nadie les está mirando.

II

Una tarde, en un torpe intento de hacerme un regalo, la abuela me dio una cartuchera que me iba demasiado grande y no iba en la cadera sino debajo de la axila. Sin saberlo, la abuela me había regalado una sobaquera de verdad que algún compañero falangista se dejó olvidada. Porque además de ultra católica, la abuela había sido facha. En su sótano podías encontrar cartuchos vacíos y ejemplares de La Antorcha mordisqueados por ratones. Era imposible mirar el Monstruo Milton en la tele porque siempre tenías un ojo puesto en algún Cristo cuzqueño abierto en canal a latigazos o alguna virgen con el corazón atravesado por siete sables. O en ese pobre Niño Dios de cera que alguien se dejó al sol por accidente, dejándolo desfigurado y temible, como el anticristo sonriente de algún Belén infernal.

Todo ese arsenal de imágenes invadía mis sueños, aunque intentase pensar en algo bonito para no enloquecer de terror: En mis papás, en los domingos en el Laikakota, en la virgen María, en el niño Jesús, en el Chavo del ocho, en el pato Saturnino. Pero nada funcionaba, y los miedos no se evaporaban con el amanecer.

Por las tardes, mi abuela recibía visitas. Casi siempre alguna beata como ella. Enfermas de cataratas, seniles o faltas de yodo con enormes tumores colgándoles del cuello. Con parientes en la cárcel, con problemas de dinero. Daba igual el día que fuera, sentarse a tomar el té con mi abuela y sus protegidas era asistir a la parada de los monstruos.

III

Una tarde, mirando Cajón de Juguetes, esperando a que empezara Sankuokai, vi por la tele a un afable alemán tejiendo un jersey para uno de sus hijos y me entró la curiosidad por aprender a tejer. Ese domingo aproveché para preguntarle a la ahijada de mi abuela si quería enseñarme a tejer y ella me dijo que le pidiera unos palillos prestados a mi abuela y me enseñaría con mucho gusto.

El cabreo de la momia fue monumental.

Me gritó durante casi cuatro horas frente a todo el mundo. Me dijo que esas eran cosas de mujeres. Que los hombres no podían aprender a tejer. Que si lo que quería era convertirme en mujer ya podía empezar a ponerme la ropa de mi hermana. Que lo que me hacía falta era recibir una tanda de correazos para que se me quitaran esas ideas de invertido. Todavía puedo sentir cómo caían mis lágrimas en el ají de fideos que luego tuve que tragarme frío, mientras mi abuela daba rienda suelta a un furor del todo innecesario, sin que uno solo de entre todos mis parientes alzara un dedo para defenderme.

Vieja bruja.

IV

La abuela fue hija natural de una terrateniente paceña de alta cuna y algún hijo de puta alemán que la dejó preñada y luego la abandonó.

Los únicos regalos que recibió durante su niñez fueron un vestido nuevo por navidad y otro por su cumpleaños.

Cuando la bisabuela volvió a casarse y tuvo una hija como Dios manda, mi abuela tuvo que cuidar de su media hermana y verla brillar envuelta en sedas y vestidos nuevos hasta que se la llevó un maravilloso marido con quien partió a Buenos Aires y no se supo más de ellos. Dicen que mi abuela estaba enamorada de él.

Se casó dos veces, y en ambas ocasiones enviudó a los pocos años. A los veinte años ya era viuda de guerra. Sacó adelante a tres hijas dando clases de corte y confección. Fumó dos paquetes al día hasta que perdió los dientes y dejó de fumar gracias a su obstinación y unos ingresos que no le permitían costearse ningún vicio si lo que quería era poner comida en la mesa. Se echó un par de canas al aire. Bailaba tango y charleston y en sus fotos de joven no estaba nada mal.

Una tarde le pregunté, solo por preguntar algo, qué recordaba de la Guerra del Chaco y aunque empezó dándome evasivas, terminó contándome todo lo que le había tocado vivir con un talento de narradora y un virtuosismo de detalles que todavía me ponen la carne de gallina. En esas tres horas aprendí más de historia que en todo un semestre y creo que la abuela se sacó algún peso de encima porque desde entonces me empezó a tratar un poco mejor. Pero su bondad llegó a destiempo. El veneno que había inoculado en mí se había añejado y descubrí que aparte de vengativo, había aprendido a ser un hipócrita.

No estuve ahí cuando se murió, ni asistí a su entierro. Estaba en la Cinemateca, creo que echaban una de Gus Van Sant. De vez en cuando tuve algún ataque de tristeza epidérmica, pero (seamos sinceros) lo primero que leí en una pared cuando llegamos a La Paz era un papel descolorido que proclamaba NI OLVIDO NI PERDÓN, y debo de haber interiorizado esos conceptos demasiado bien.

Ahora me doy cuenta de que la abuela no era más que una mujer difícil que llevó una vida que nunca quiso llevar, y me pregunto si no nos parecíamos mucho más de lo que nos habría gustado aceptar y por eso íbamos siempre a la greña. Pero ni soy ni he sido realmente un buen tipo y ni ella ni yo tuvimos la grandeza de alma para mejorar con el sufrimiento. Solo fuimos buenas personas cuando fuimos felices. Que en el caso de mi abuela no fue mucho. Y en mi caso fue un poco más, pero uno nunca es lo suficientemente feliz cuando el vaso está medio vacío.

Todavía tengo pendiente esto de aprender a tejer. Lo haré cuando el knitting deje de estar de moda. Por alguna razón, últimamente me ronda por la cabeza la idea de tejer una bufanda enorme y lanuda con la mejor lana de angora que pueda encontrar para ponerla en su tumba cuando vaya a visitarla. Incluso puede que me siente un rato a conversar con ella y le pida que no dé demasiada guerra donde quiera que esté.

Pero para eso tendré que pedirle direcciones a alguien, porque nunca he sabido donde queda su tumba.

Y no me molestaré en averiguarlo hasta que haya aprendido a tejer.

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Reseña biográfica

Andrés Indaburu, La Paz 1975, poeta y narrador, tiene publicados los libros “Poemas y tres cuentos” (Ed. Libros Indie, 2020) y “Charro de oro” (Ed. Prime Seven Media), novela gráfica. Radica en Barcelona, España.

 

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