Mi abuela odiaba a los gatos. A mí siempre me han gustado.
Cuando nuestros padres nos trajeron de regreso a un país que éramos
demasiado jóvenes para recordar, nadie habló de los motivos de nuestra partida.
Pero habíamos vivido cuatro años en México por alguna razón de fuerza mayor y
no fue sino hasta que regresamos a Bolivia que escuchamos por primera vez las
palabras desaparecido, preso político, represión y dictadura.
La primera en
encontrar empleo fue la mamá, y nos pensionamos en un restaurante del Prado.
Luego el papá encontró trabajo y pudimos ir al cine los sábados. Después nos
mudamos a un piso en la 6 de Agosto junto a un snack que vendía unos donuts y helados de máquina
que no estaban nada mal. Pero hasta que eso fue posible, tuvimos que vivir con
la abuela en una casa vieja con las paredes pintadas de verde y el piso
embaldosado. Un lugar refrescante y sombreado de haber estado en Macondo, pero
insoportable para el clima de La Paz.
Cuando regresábamos a ese congelador gigante después de haber
memorizado fechas de derrotas y nombres de mártires en el colegio, nos
pasábamos la tarde contando los minutos para que la mamá regresara de la
oficina y correr a envolvernos en los flecos de su ruana, aspirando
ansiosamente su perfume a cosa viva.
Siempre nos traía algún regalo. Normalmente papas fritas. Nunca
sentí tanta felicidad como cuando recibía una de esas bolsas blancas de
plástico grueso decoradas con alguna caricatura que luego recortábamos y
guardábamos en una vieja caja de zapatos North Star. ¡Qué lejos estaban los
sonidos juguetones y los colores vivos de la Gran Tenochtitlán! Mis padres
habían sobrevivido al exilio sin que nos diéramos cuenta de la suerte que
habíamos tenido. Pero ahora estábamos obligados a vivir lejos de mi barrio y mi
ciudad, y nos habían puesto de niñera a la momia de Guanajuato. Los niños no
tienen bagaje ideológico para soportar esas cosas. Simplemente se amargan, se
cabrean y lloran cuando nadie les está mirando.
II
Una tarde, en un torpe intento de hacerme un regalo, la abuela
me dio una cartuchera que me iba demasiado grande y no iba en la cadera
sino debajo de la axila. Sin saberlo, la abuela me había regalado una sobaquera
de verdad que algún compañero falangista se dejó olvidada. Porque además de
ultra católica, la abuela había sido facha. En su sótano podías encontrar
cartuchos vacíos y ejemplares de La Antorcha mordisqueados por ratones. Era
imposible mirar el Monstruo Milton en la tele porque siempre tenías un ojo
puesto en algún Cristo cuzqueño abierto en canal a latigazos o alguna virgen
con el corazón atravesado por siete sables. O en ese pobre Niño Dios de cera
que alguien se dejó al sol por accidente, dejándolo desfigurado y temible, como
el anticristo sonriente de algún Belén infernal.
Todo ese arsenal de imágenes invadía mis sueños, aunque
intentase pensar en algo bonito para no enloquecer de terror: En mis papás, en
los domingos en el Laikakota, en la virgen María, en el niño Jesús, en el Chavo
del ocho, en el pato Saturnino. Pero nada funcionaba, y los miedos no se
evaporaban con el amanecer.
Por las tardes, mi abuela recibía visitas. Casi siempre alguna
beata como ella. Enfermas de cataratas, seniles o faltas de yodo con enormes
tumores colgándoles del cuello. Con parientes en la cárcel, con problemas de
dinero. Daba igual el día que fuera, sentarse a tomar el té con mi abuela y sus
protegidas era asistir a la parada de los monstruos.
III
Una tarde, mirando Cajón de Juguetes, esperando a que empezara
Sankuokai, vi por la tele a un afable alemán tejiendo un jersey para uno de sus
hijos y me entró la curiosidad por aprender a tejer. Ese domingo aproveché para
preguntarle a la ahijada de mi abuela si quería enseñarme a tejer y ella me
dijo que le pidiera unos palillos prestados a mi abuela y me enseñaría con
mucho gusto.
El cabreo de la momia fue monumental.
Me gritó durante casi cuatro horas frente a todo el mundo. Me
dijo que esas eran cosas de mujeres. Que los hombres no podían aprender a
tejer. Que si lo que quería era convertirme en mujer ya podía empezar a ponerme
la ropa de mi hermana. Que lo que me hacía falta era recibir una tanda de
correazos para que se me quitaran esas ideas de invertido. Todavía puedo sentir
cómo caían mis lágrimas en el ají de fideos que luego tuve que tragarme frío,
mientras mi abuela daba rienda suelta a un furor del todo innecesario, sin que
uno solo de entre todos mis parientes alzara un dedo para defenderme.
Vieja bruja.
IV
La abuela fue hija natural de una terrateniente paceña de alta
cuna y algún hijo de puta alemán que la dejó preñada y luego la abandonó.
Los únicos regalos que recibió durante su niñez fueron un
vestido nuevo por navidad y otro por su cumpleaños.
Cuando la bisabuela volvió a casarse y tuvo una hija como Dios
manda, mi abuela tuvo que cuidar de su media hermana y verla brillar envuelta
en sedas y vestidos nuevos hasta que se la llevó un maravilloso marido con
quien partió a Buenos Aires y no se supo más de ellos. Dicen que mi abuela
estaba enamorada de él.
Se casó dos veces, y en ambas ocasiones enviudó a los pocos
años. A los veinte años ya era viuda de guerra. Sacó adelante a tres hijas
dando clases de corte y confección. Fumó dos paquetes al día hasta que perdió
los dientes y dejó de fumar gracias a su obstinación y unos ingresos que no le
permitían costearse ningún vicio si lo que quería era poner comida en la mesa.
Se echó un par de canas al aire. Bailaba tango y charleston y en sus fotos de
joven no estaba nada mal.
Una tarde le pregunté, solo por preguntar algo, qué recordaba de
la Guerra del Chaco y aunque empezó dándome evasivas, terminó contándome todo
lo que le había tocado vivir con un talento de narradora y un virtuosismo de
detalles que todavía me ponen la carne de gallina. En esas tres horas aprendí
más de historia que en todo un semestre y creo que la abuela se sacó algún peso
de encima porque desde entonces me empezó a tratar un poco mejor. Pero su
bondad llegó a destiempo. El veneno que había inoculado en mí se había añejado
y descubrí que aparte de vengativo, había aprendido a ser un hipócrita.
No estuve ahí cuando se murió, ni asistí a su entierro. Estaba
en la Cinemateca, creo que echaban una de Gus Van Sant. De vez en cuando tuve
algún ataque de tristeza epidérmica, pero (seamos sinceros) lo primero que leí
en una pared cuando llegamos a La Paz era un papel descolorido que proclamaba
NI OLVIDO NI PERDÓN, y debo de haber interiorizado esos conceptos demasiado
bien.
Ahora me doy cuenta de que la abuela no era más que una mujer
difícil que llevó una vida que nunca quiso llevar, y me pregunto si no nos
parecíamos mucho más de lo que nos habría gustado aceptar y por eso íbamos
siempre a la greña. Pero ni soy ni he sido realmente un buen tipo y ni ella ni
yo tuvimos la grandeza de alma para mejorar con el sufrimiento. Solo fuimos
buenas personas cuando fuimos felices. Que en el caso de mi abuela no fue
mucho. Y en mi caso fue un poco más, pero uno nunca es lo suficientemente feliz
cuando el vaso está medio vacío.
Todavía tengo pendiente esto de aprender a tejer. Lo haré cuando
el knitting deje de estar de moda. Por alguna razón, últimamente me ronda por
la cabeza la idea de tejer una bufanda enorme y lanuda con la mejor lana de
angora que pueda encontrar para ponerla en su tumba cuando vaya a visitarla.
Incluso puede que me siente un rato a conversar con ella y le pida que no dé
demasiada guerra donde quiera que esté.
Pero para eso tendré que pedirle direcciones a alguien, porque
nunca he sabido donde queda su tumba.
Y no me molestaré en averiguarlo hasta que haya aprendido a
tejer.
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Reseña biográfica
Andrés Indaburu, La Paz 1975, poeta y narrador, tiene publicados los libros “Poemas y tres cuentos” (Ed. Libros Indie, 2020) y “Charro de oro” (Ed. Prime Seven Media), novela gráfica. Radica en Barcelona, España.
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