Cuando se dice tiempo
Fabricio Callapa - Ramirez
Abi y un Café Internet que no tiene nada de Café y solo es Internet. A
Dos la hora y temporalmente vacío. Descuida, ya llegarán los viciosos. Dáme media. Aumentáme quince. Dáme sin
tiempo. El servidor encendido. El panel de control, una ventana más en el
Windows. Los números encasillados y los valores del tiempo... si acaso hubieran
pasado más de tres minutos en media hora, ya se cobran de tres cuartos de hora,
cuarenta y cinco minutos. Se imprime una hoja en blanco y negro por un
boliviano, y a colores por dos... no importa la cantidad e intensidad de
colores que use la imagen, a dos, ese es el precio. Un día vino una chica que
imprimió una imagen tan y tan cargada de tinta que la hoja debía secarse para
quedar totalmente clara. Al ver aquello: ¿Cuánto
es? Dosss... ¡Y qué más da! ¡Qué importa si el dueño de ese Internet es un
mezquino cabrón! No moderniza las computadoras y las mantiene casi muertas,
cubriéndolas de scotch y sobresaturándolas con programas y juegos pesados que
al iniciarse funcionan ralentizados, y ni siquiera permite un poco de compañía
para Abi. El dueño pone su cara de pocos amigos cuando el Dos Catorce lo
interrumpe mientras se consume en los clientes el tiempo y, por si fuera poco,
la última de ese mezquino cabrón: ha desactivado la tarjeta de sonido y ya...
ya ni música se puede oír. A escondidas, Abi maneja la máquina Cuatro para
descargar archivos. Es raro, siempre ha
estado vacía, por su asiento tal vez, como todas tienen su espaldar, decía
a Fabobo que escuchaba mirando los monitores apagados. Y el vacío pronto de la
sala ya no era tan sentido, se aproximaban unos lustrabotas rápidamente, como
en competencia, corriendo. ¿A medias me
das? ¿Vice City me lo pones? Encienden los monitores de dos máquinas.
Fabobo aprovecha para sacar del congelador una botella de Fanta. Creerás que hace un mes, esos changos no
podían hablar bien, venían a pedirme limosnas y no entendía nada de lo que
querían decirme, pero ahora... quince Vice City dame y encima se saben las
claves del juego. Están de a dos en ambas máquinas, fluidamente uno de
ellos desglosa palabras en quechua y a veces se trastrueca al castellano,
risillas de por medio. Parece grave.
¿No?, Fabobo concluye diciendo mientras bebe de la botella de Fanta. Bien que le hayas dicho al dueño que pida
mandarina, es más rica. Un estudiante de universidad, ¿carrera...? Ni la
más remota idea. Seguro viene a copiar algún trabajo del Rincón del Vago, se
delata con el gesto cansino y de resaca... revisa ventana a ventana los
resultados de su búsqueda, una vez encontradas las páginas, las copia a un documento
de Word y adapta los diversos modelos de letra unificándolos en tipo y tamaño.
Luego: Oye, ¿me lo imprimes? El
contador automático avisa a los niños que ya no quedan más de dos minutos para
que el equipo se bloquee y se reinicie. Pedíle
quince más. Aproximándose paga cincuenta con moneditas de a diez y veinte. Quince más a la Quince. La Dieciséis se
bloquea... no hay más plata, se ha quedado con ganas de más, justo cuando
estaban manejando el tanque y disparaban contra la policía y los demás autos de
la ciudad. Muy bien se sabe que es un truco —en pleno juego debes escribir panzer— y que en Vice City es inusual que
un tanque se aparezca por mero capricho del sol poligonal, pero ahí está, caído
del cielo. El tipo de la camisa playera espera a que presiones Enter y robes el
tanque... pero lástima, ya es tiempo. Mi mano así es, como pistola, piensa el
niño. Mantiene el índice parado y el resto de sus dedos replegados hacia las
líneas de su mano, a excepción del pulgar. Su mirada cruz certera de rifle
cazador. ¿Qué más puede haber aquí? No quiere quedarse como mirón, no quiere
ser como su cuate, quedarse elevado ahí, lo mejor será conseguirse plata para
jugar de más rato o tal vez mañana, si no... ¿cómo llegaría a su casa diciendo
que no había ganado nada? Tal vez... alguno de los chicos terminaría diciendo
que se perdió toda la mañana en el Internet y se había gastado todo. La sola
imagen de ver a su padre empuñando un cinturón le producía escalofríos. Entre
el gentío de una plazuela aledaña fue buscado clientes: ¿Te lustro? Uno cincuentita nomás es. No, gracias. No, no son zapatos.
Y sin embargo parecían, esos diseños modernos y engañosos. Ese sí que es claro,
cuerina blanca, zapatos de doctor o practicante de Medicina... uhm... grave,
apenas compraste crema color café aparte de la negra. ¿Y aquél? ¿El de ese
señor lleno de tierra? No... tiene cara de bancarrota. ¿Y ese que parece
universitario, de zapatos planos y puntiagudos? ¿Te lustro? Ya pues, un ruego cómplice al sujeto, pero a él...
aquel andrajoso y desaseado aspecto del niño lo repele, le provoca una serie de
sinsabores y asco... ¿asco?, ¿enserio?, ¿de cuál?, uno incluido con el olor de
la tierra y el sol labrado en las abarcas, el simétrico de su pelo despeinado,
un importado del campo con la chompita de los Chicago Bulls en un negro tan
despintado que ya es café. El universitario en sus morenas muecas, y el
aguileño encurvamiento de su nariz, acepta desganado, levantando el pie,
ubicándolo sobre la caja de lustrar. El niño ordena el cepillo, el betún, y
expande la crema en el zapato. ¿Ya está?
Sí, pero mal, mal le ha salido... si lo observas alcanzarás a notar que no es
brillo, sino se trata de una opacidad extendida por el betún, un negro más
profundo a comparación de los desportillados bordes del zapato, nada
distinto... ¿y por eso te van a pagar? De paso, con toda tu malagana has pasado
el cepillo y ni trapo has usado, solamente un áspero papel higiénico rosado
pasaste. ¿Mereces que saque de su billetera tu paga? Es entonces que, debajo de
la quijada, el frío tamaño del zapato se frota contra tu rostro, como no usaste
el trapo, tu piel es como trapo, manchando la huella del betún y su casi
fangosa consistencia. El niño reprime el llanto y esnifa los mocos en un
prolongado chorrear, carga su arma como en el Vice City y... y... y... y...
¡pa-pam!, disparo, ¡pa-pam!, disparo, uno que resuena en el oído del
universitario, uno que lo atraviesa como una ráfaga perforando su interior,
abriendo un orificio desde el pecho y saliendo con un radio más grande por la
espalda. El universitario examina desesperado su cuerpo, extendiendo sus manos
y golpeándose el pecho, pero la ropa no ha sufrido ningún susto, se marea, y en
cada parpadeo el espacio va tornándose borroso. ¿Qué hay allí? ¿Solo
proyecciones de sombras? Solo son contornos. Alrededor se arma un gran círculo
de espectadores, el niño lo rodea y da vueltas de buitre carroñero... el sol
resplandece, es una luz blanca que borra los rostros, puede escuchar algo, son
risas y una voz. Ese chico me ha hecho
daño, me ha pegado, cara de betún me ha puesto, negro... negro como el betún
eres, me ha dicho. Ya parece uno de esos comediantes callejeros, la gente
ríe y se va amontonando. ¡Pa-pam!, voy a
decir y vos ahora te vas a morir... señora... señor, el niño da una ronda
hacia la gente con una latita que el tintineo de las monedas va llenando. El universitario
no responde, su cabeza se bambolea como gelatina. Una niña, con el uniforme del
jardín de infantes, jala de uno de los dedos a su padre. No recibe respuesta.
El señor permanece más atento a seguir riendo. ¡Pa-Pam! Al piso. Apoteosis.
(2009)
Del libro: “Ahora que el
espejo ya no recuerda mi forma & Años que reúnen instantes”, 4 Nombres
Cartonera, 2020.
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Fabricio Callapa Ramírez (1987, Sucre
- Bolivia), licenciado en Comunicación y Lenguajes de la Escuela Superior de
Formación de Maestros “Mariscal Sucre”, miembro del extinto Taller de
Literatura Creativa de la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca.
Realizó algunos cursos sobre producción audiovisual y guion. Publicó los libros
de cuentos “Ahora que el espejo ya no recuerda mi forma” y “El fin de
los días que conocimos”, de manera conjunta, el poemario “Next-Gen”.
Participó en el Festival Internacional “Días de Poesía”, la antología de
cuentos bolivianos de terror “Gritos Demenciales”, el concurso “Sucre en
Micro”, el libro “Sed y Sangre: Antología de Relatos de la Guerra del Chaco”,
“Bolivia: Cuentos Fuera de Serie” y “Caspa de ángel: Antología de
cuentos, crónicas y testimonios sobre el narcotráfico”, algunos textos
suyos aparecieron en sitios webs de Bolivia y el Exterior. Actualmente es
miembro de la revista artesanal de narrativa “Lluvia Inversa”.
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