Pedro, regresó de la Guerra del Chaco, pleno de rencor,
con la ira anidando en su alma. Allí había aprendido del miedo y del coraje; de
la sed, profunda, atenazante; del hambre perenne; había aprendido del horror de
las trincheras, del terror de los ataques; del sol cruel que lo quemaba
impiadoso durante todas las horas del día; de las alimañas mortales, tanto o
más que las balas enemigas… Había aprendido la gama completa de las
injusticias, cuando muchos de sus compañeros quechuas, aymaras y guaraníes, no entendían
por qué patria los habían traído a luchar y morir; había aprendido de la
solidaridad que se da entre los más desamparados. Había aprendido también a
aceptar la posibilidad de la muerte, y había aprendido a matar sin vacilar.
Tenía 24 años, y aquello era casi toda su cultura. Era blanco, se podría decir
que hasta era lindo, privilegiado en principio, pero era pobre y eso lo
nivelaba en el fondo del pozo de los soldados rasos. Se había criado, los
primeros años de su vida, en la pequeña finca de su familia. Allí, en casa, le
enseñaron a leer y escribir, pero nunca le interesaron los libros. Al morir su
padre, hubo que malvender la tierra. Su madre, aguantó durante algunos meses
con ese hijo único las estrenadas penurias, hasta que la muerte, algo en los
pulmones, se la llevó. No conoció familiares y los pocos amigos fueron los de
su niñez, que se perdieron con el tiempo y la distancia. Entonces, aprendió el
duro oficio de vivir, o más bien, de sobrevivir.
Los rigores de la vida en el frente, los afrontó con
coraje, pero no aquel ciego, sino que una noción de lo justo y de lo injusto,
del bien y del mal, como él los entendía, se fueron abriendo paso en su
conciencia. Por eso, empezó a odiar al teniente que los comandaba cuando este
no se atrevió a realizar un ataque ventajoso contra una patrulla enemiga, y los
dejó pasar. El odio se volvió definitivo, en la ocasión en que el teniente, por
el contrario, ordenó un ataque en situación desfavorable, y que le costó la
vida a la mayoría de sus compañeros, entre ellos, Juan, su amigo de largas
charlas que en medio de su insustancialidad, iban develando trozos del alma de
cada uno. Él lloró a Juan. Lo había visto caer con el cuerpo partido por la
metralla; intentó, jugándose la vida, arrastrarlo hasta su propia trinchera,
pero no pudo lograrlo. Entonces, el rostro apenas asombrado, de Juan muerto,
fue la lámpara que le alumbraba cada noche y le hacía confirmar lo absurdo de
ese ataque que se convirtió en un picadero de carne. Al regresar, con los pocos
que se salvaron, no pudo evitar el gritarle al teniente, que era un imbécil
hijo de puta. El teniente, también agotado por las visiones de la muerte, lo
miró con un poco de conmiseración, y no lo castigó. El rencor de Pedro al jefe,
fue creciendo como una raíz venenosa en su alma, alimentada por esa visión de
los ojos claros, en un gesto final de sorpresa, del amigo caído.
El teniente, que era de la misma ciudad que él, fue luego
trasladado a otra ubicación, pero en la memoria ardiente de Pedro, quedó como
una brasa siempre viva y le hizo saber que, si la vida le brindaba la
oportunidad, se lo haría pagar. Pedro, permaneció durante toda la campaña
combatiendo, y estuvo, casi al final, en la defensa exitosa de Villamontes y en
el avance fulgurante de las tropas bolivianas, ante un ejército enemigo agotado
y muy alejado de sus bases. Él pensó, que la hora de la victoria había llegado,
pero de pronto, las negociaciones de los políticos y la participación de países
extranjeros, declararon el armisticio y el final de la guerra, cuando él
pensaba, sentía, que era el tiempo de vencer. Se sintió engañado, frustrado, y
aunque no tenía la amplitud de luces para determinar los verdaderos culpables
de esa paz que le parecía injusta, traidora, sintió que debía buscar, si todavía
estuviera vivo, al teniente de aquellos tiempos. Este era la síntesis y el
compendio de todo su resentimiento.
Así, desmovilizado, llegó a su ciudad donde debió ganarse
la vida en múltiples oficios transitorios. Había regresado, como había vivido
antes: sin nada. Su única ganancia era una pistola que había arrebatado al
cadáver de un oficial caído. El país, estaba casi en bancarrota, los trabajos,
eran escasos y difíciles. En sus horas libres, él cultivaba su odio y su
frustración, los cuidaba como a un bien muy preciado. Eso lo sostenía. También
asistía a bares en los que, no obstante, bebía poco, porque no quería perder la
lucidez, no quería confundir el camino que se había trazado: encontrar al
teniente, humillarlo, hacerle pagar su dolor. Sin embargo, pasaron casi dos
meses en que no había ningún rastro de su enemigo.
Un día, fue contratado para realizar unos trabajos de
albañilería en casa de una familia de clase media, venida a menos. Allí,
conoció a Cristina. Rubia, de ojos claros, de bello cuerpo, de rostro hermoso.
Contra de lo que era de suponer, ella, acostumbrada a pretendientes más
encumbrados, se fijó en él, guapo, fuerte, casi de su misma edad. Al principio,
para Cristina, fue curiosidad, pues no era posible que un hombre así tuviera
ese trabajo reservado para indígenas. Pedro notó las miradas de ella, pero no
les prestó atención, refugiado en esa especie de misantropía en que vivía. Más
bien, sintió algo de desprecio hacia ella, sumado a los ramalazos de
conciencia, que le decían que ese tipo de mujeres no podían ser para él. Para
él eran, únicamente, las putas más baratas, de las cuales había conocido muy
pocas en su vida. Cristina, miraba los ojos de él y, a pesar del brillo febril
que solían tener, veía en el fondo, nobleza y bondad. De pronto, ella se animó
y le preguntó, “Por qué haces este trabajo que no se corresponde con lo que
eres” “¿Qué más puedo hacer, si no sé nada, si soy nadie?”, le respondió. Pero
entonces empezaron a conversar, y poco a poco, Pedro se fue abriendo. Le contó de
su niñez y adolescencia, de la guerra y de los horrores vividos, pero se guardó
lo de su odio y de su posible venganza, pues eso era sólo de él, y era el
objetivo principal de su vida. Ella le habló de su familia tradicional y
cristiana, de su único hermano que había muerto en la guerra, le contó de
algunos amores que había tenido. Entre palabras y proximidades, fueron
surgiendo la atracción y el germen del amor.
Con los días, Pedro ansiaba el momento de conversar con
ella, al final del trabajo, y se preocupó de estar lo más aseado posible. Y
aunque esto último le pareció ridículo, no podía dejar de empeñarse en estar
medianamente presentable, con sus ropas pobres que se ponía luego de quitarse
el mameluco de albañil y de asearse en el grifo del patio. Entretanto, los ojos
de Cristina se depositaban en los de él, su rostro hermoso se le acercaba
peligrosamente. Ella, con su sabiduría de mujer, sabía que, contra toda lógica,
lo amaba. En una ocasión en que el padre seguía en el trabajo y la madre había
salido, ella arrimó su boca a la boca de él y lo besó. Pedro, que había venido
depositando dosis secretas de deseo, empezó a besarla con inédita pasión.
Entonces ella lo tomó de la mano y lo condujo a un depósito en la parte trasera
de la casa, y empezó a desvestirse y a desvestirlo, y allí, se le entregó, casi
beatíficamente, con mansedumbre y sabiduría. Pedro, que nunca había
experimentado tales dulzuras ni abismos, le dijo “te quiero”, a lo que ella
respondió que también lo quería, que debían tener el coraje de hacer posible
ese amor, que ella estaba dispuesta a escapar con él. Cuando Pedro se fue, tomó
conciencia de que algo muy hondo había cambiado en él, que había vivido una
aventura enorme en la que el odio ya no cabía, sino ese sentimiento nuevo,
llamado amor, que era lo que él sentía por Cristina. Pasó esa noche como un
alucinado y se dio cuenta que en un par de días más terminaría su trabajo en
casa de Cristina, y pensó que sí, que deberían escapar juntos, enfrentar la
vida, jugándosela como siempre se la había jugado, pero ahora apoyado en ese
sentimiento nuevo y enorme que sentía por ella. Sin embargo, también pensó, que
había vivido los tres últimos años sostenido por la certeza de su odio, que su
amigo Juan, no merecía que él dejara sin cumplir su acto de venganza. Rechazó
este último pensamiento y se dijo que Juan sería feliz si supiera que él había
encontrado la felicidad.
Al día siguiente, habló pocas palabras con Cristina ya
que la madre de ella estaba en casa, le dijo que sí, que se la llevaría con él,
pero le confesó que él era malo, que el último tiempo de su vida había vivido
impulsado por el deseo de venganza, por algo que le había pasado en la guerra,
aunque no especificó nada sobre el teniente. Cristina, aunque en un primer
momento se asustó, le dijo que ella, con su amor y ternura, le borraría todos
los rencores, que le apagaría todos los resentimientos. “Mañana termino el
trabajo. Mañana, durante la noche nos iremos. Ya te diré cómo hacerlo”, le
comunicó él. Y se fue planeando: la medianoche, una esquina cercana a la casa
de ella, y de allí partirían hacia la alborada.
La noche le zumbaba en los oídos como el aullido de un
lobo, y tenía la oscura densidad de una mortaja negra. Al principio, él corría
con dificultad, con dolor. Llevaba en la mano derecha la pistola, y con la
izquierda trataba de detener sus vísceras y la sangre que manaba de su vientre.
Y aunque su propósito era llegar a su cuarto, imágenes de Cristina se le
atravesaban como en un sueño. ¿Por qué fui? ¿Por qué tuve que entrar allí? ¿Por
qué, si ya todo parecía muerto, olvidado? ¿Por qué fui tan cojudo? Es cierto
que estaba muy inquieto por lo que mañana habría de intentar con Cristina. Es
cierto que entré a ese bar donde nunca había entrado, en el intento de calmar
mi ansiedad con una copa y no pasar otra noche en blanco, se iba diciendo. En
cuanto entró lo vio, bebiendo, solitario en una mesa. Lo vio y se dio cuenta de
que había dejado de sentir odio hacia él. Pero la mente, la puta mente, me
trajo el recuerdo de los ojos sorprendidos, cubiertos de tierra, de Juan
muerto, y me trajo también la imagen de los cuerpos de todos mis compañeros
caídos. No, ya no odiaba al teniente, pero razonaba que era una alimaña, que el
eliminarlo era el mínimo homenaje que me debía a mí mismo y a mi amigo muerto,
se siguió diciendo. Esperó casi tres horas hasta que el local quedara casi
vacío, oculto en una mesa lejana del otro. La mente se negó a traerme a
Cristina, si lo hubiera hecho, talvez simplemente me habría ido, pensó mientras
tropezaba con unas piedras y el levantarse se le volvió una tarea inmensa. Pero
allí permaneció. El teniente, solitario, se sumergía entre los vapores del
alcohol en sus propias pesadillas. Pedro palpó la pistola que siempre llevaba
en el bolsillo del pantalón y la sintió recia, fuerte, fría. Se le acercó y le
dijo: “Soy Pedro Martínez, tu exsoldado, y he venido a matarte por la crueldad
con que nos enviaste al matadero”. El teniente no llegó a reconocerlo, le
conoció sí, la intención. Entonces Pedro, disparó dos balazos al pecho del
antiguo militar, pero este, que también vivía sus alucinaciones, sacó al mismo
tiempo un revolver y le plantó un plomo calibre 38 a Pedro en el vientre, antes
de quedar inerte sobre la mesa. Sentí que algo me quemaba y que se abría camino
entre mis tripas. Vi florecer en la parte baja de mi camisa una flor roja, y
entonces, recién se me apareció Cristina con sus ojos dulces. No sentía dolor,
no como ahora me duele. Sólo supe que debía escapar, mientras me decía, la
cagaste compañero, la cagaste. Por fin, arrastrándose llegó a su cuarto en
medio de la inocencia de la alta noche. Se echó en la cama que se tiñó de rojo,
y entendió que se moría, entendió que había sido siempre un estúpido, que junto
con su vida, estaba dejando escapar la felicidad y el amor que estuvieron,
aunque sea brevemente, al alcance de sus manos. Y mientras unos espasmos
vecinos de la muerte lo sacudían, pensó que ser feliz no era posible para tipos
como él, que nunca habría tenido esa chance. Entonces su cuerpo se aquietó, y
la imagen final de los labios de Cristina, lo acompañó en el principio de ese
nuevo viaje sin retorno.
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