Andrés Canedo - Regreso y partida

 

Pedro, regresó de la Guerra del Chaco, pleno de rencor, con la ira anidando en su alma. Allí había aprendido del miedo y del coraje; de la sed, profunda, atenazante; del hambre perenne; había aprendido del horror de las trincheras, del terror de los ataques; del sol cruel que lo quemaba impiadoso durante todas las horas del día; de las alimañas mortales, tanto o más que las balas enemigas… Había aprendido la gama completa de las injusticias, cuando muchos de sus compañeros quechuas, aymaras y guaraníes, no entendían por qué patria los habían traído a luchar y morir; había aprendido de la solidaridad que se da entre los más desamparados. Había aprendido también a aceptar la posibilidad de la muerte, y había aprendido a matar sin vacilar. Tenía 24 años, y aquello era casi toda su cultura. Era blanco, se podría decir que hasta era lindo, privilegiado en principio, pero era pobre y eso lo nivelaba en el fondo del pozo de los soldados rasos. Se había criado, los primeros años de su vida, en la pequeña finca de su familia. Allí, en casa, le enseñaron a leer y escribir, pero nunca le interesaron los libros. Al morir su padre, hubo que malvender la tierra. Su madre, aguantó durante algunos meses con ese hijo único las estrenadas penurias, hasta que la muerte, algo en los pulmones, se la llevó. No conoció familiares y los pocos amigos fueron los de su niñez, que se perdieron con el tiempo y la distancia. Entonces, aprendió el duro oficio de vivir, o más bien, de sobrevivir.

 

Los rigores de la vida en el frente, los afrontó con coraje, pero no aquel ciego, sino que una noción de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal, como él los entendía, se fueron abriendo paso en su conciencia. Por eso, empezó a odiar al teniente que los comandaba cuando este no se atrevió a realizar un ataque ventajoso contra una patrulla enemiga, y los dejó pasar. El odio se volvió definitivo, en la ocasión en que el teniente, por el contrario, ordenó un ataque en situación desfavorable, y que le costó la vida a la mayoría de sus compañeros, entre ellos, Juan, su amigo de largas charlas que en medio de su insustancialidad, iban develando trozos del alma de cada uno. Él lloró a Juan. Lo había visto caer con el cuerpo partido por la metralla; intentó, jugándose la vida, arrastrarlo hasta su propia trinchera, pero no pudo lograrlo. Entonces, el rostro apenas asombrado, de Juan muerto, fue la lámpara que le alumbraba cada noche y le hacía confirmar lo absurdo de ese ataque que se convirtió en un picadero de carne. Al regresar, con los pocos que se salvaron, no pudo evitar el gritarle al teniente, que era un imbécil hijo de puta. El teniente, también agotado por las visiones de la muerte, lo miró con un poco de conmiseración, y no lo castigó. El rencor de Pedro al jefe, fue creciendo como una raíz venenosa en su alma, alimentada por esa visión de los ojos claros, en un gesto final de sorpresa, del amigo caído.

 

El teniente, que era de la misma ciudad que él, fue luego trasladado a otra ubicación, pero en la memoria ardiente de Pedro, quedó como una brasa siempre viva y le hizo saber que, si la vida le brindaba la oportunidad, se lo haría pagar. Pedro, permaneció durante toda la campaña combatiendo, y estuvo, casi al final, en la defensa exitosa de Villamontes y en el avance fulgurante de las tropas bolivianas, ante un ejército enemigo agotado y muy alejado de sus bases. Él pensó, que la hora de la victoria había llegado, pero de pronto, las negociaciones de los políticos y la participación de países extranjeros, declararon el armisticio y el final de la guerra, cuando él pensaba, sentía, que era el tiempo de vencer. Se sintió engañado, frustrado, y aunque no tenía la amplitud de luces para determinar los verdaderos culpables de esa paz que le parecía injusta, traidora, sintió que debía buscar, si todavía estuviera vivo, al teniente de aquellos tiempos. Este era la síntesis y el compendio de todo su resentimiento.

 

Así, desmovilizado, llegó a su ciudad donde debió ganarse la vida en múltiples oficios transitorios. Había regresado, como había vivido antes: sin nada. Su única ganancia era una pistola que había arrebatado al cadáver de un oficial caído. El país, estaba casi en bancarrota, los trabajos, eran escasos y difíciles. En sus horas libres, él cultivaba su odio y su frustración, los cuidaba como a un bien muy preciado. Eso lo sostenía. También asistía a bares en los que, no obstante, bebía poco, porque no quería perder la lucidez, no quería confundir el camino que se había trazado: encontrar al teniente, humillarlo, hacerle pagar su dolor. Sin embargo, pasaron casi dos meses en que no había ningún rastro de su enemigo.

 

Un día, fue contratado para realizar unos trabajos de albañilería en casa de una familia de clase media, venida a menos. Allí, conoció a Cristina. Rubia, de ojos claros, de bello cuerpo, de rostro hermoso. Contra de lo que era de suponer, ella, acostumbrada a pretendientes más encumbrados, se fijó en él, guapo, fuerte, casi de su misma edad. Al principio, para Cristina, fue curiosidad, pues no era posible que un hombre así tuviera ese trabajo reservado para indígenas. Pedro notó las miradas de ella, pero no les prestó atención, refugiado en esa especie de misantropía en que vivía. Más bien, sintió algo de desprecio hacia ella, sumado a los ramalazos de conciencia, que le decían que ese tipo de mujeres no podían ser para él. Para él eran, únicamente, las putas más baratas, de las cuales había conocido muy pocas en su vida. Cristina, miraba los ojos de él y, a pesar del brillo febril que solían tener, veía en el fondo, nobleza y bondad. De pronto, ella se animó y le preguntó, “Por qué haces este trabajo que no se corresponde con lo que eres” “¿Qué más puedo hacer, si no sé nada, si soy nadie?”, le respondió. Pero entonces empezaron a conversar, y poco a poco, Pedro se fue abriendo. Le contó de su niñez y adolescencia, de la guerra y de los horrores vividos, pero se guardó lo de su odio y de su posible venganza, pues eso era sólo de él, y era el objetivo principal de su vida. Ella le habló de su familia tradicional y cristiana, de su único hermano que había muerto en la guerra, le contó de algunos amores que había tenido. Entre palabras y proximidades, fueron surgiendo la atracción y el germen del amor.

 

Con los días, Pedro ansiaba el momento de conversar con ella, al final del trabajo, y se preocupó de estar lo más aseado posible. Y aunque esto último le pareció ridículo, no podía dejar de empeñarse en estar medianamente presentable, con sus ropas pobres que se ponía luego de quitarse el mameluco de albañil y de asearse en el grifo del patio. Entretanto, los ojos de Cristina se depositaban en los de él, su rostro hermoso se le acercaba peligrosamente. Ella, con su sabiduría de mujer, sabía que, contra toda lógica, lo amaba. En una ocasión en que el padre seguía en el trabajo y la madre había salido, ella arrimó su boca a la boca de él y lo besó. Pedro, que había venido depositando dosis secretas de deseo, empezó a besarla con inédita pasión. Entonces ella lo tomó de la mano y lo condujo a un depósito en la parte trasera de la casa, y empezó a desvestirse y a desvestirlo, y allí, se le entregó, casi beatíficamente, con mansedumbre y sabiduría. Pedro, que nunca había experimentado tales dulzuras ni abismos, le dijo “te quiero”, a lo que ella respondió que también lo quería, que debían tener el coraje de hacer posible ese amor, que ella estaba dispuesta a escapar con él. Cuando Pedro se fue, tomó conciencia de que algo muy hondo había cambiado en él, que había vivido una aventura enorme en la que el odio ya no cabía, sino ese sentimiento nuevo, llamado amor, que era lo que él sentía por Cristina. Pasó esa noche como un alucinado y se dio cuenta que en un par de días más terminaría su trabajo en casa de Cristina, y pensó que sí, que deberían escapar juntos, enfrentar la vida, jugándosela como siempre se la había jugado, pero ahora apoyado en ese sentimiento nuevo y enorme que sentía por ella. Sin embargo, también pensó, que había vivido los tres últimos años sostenido por la certeza de su odio, que su amigo Juan, no merecía que él dejara sin cumplir su acto de venganza. Rechazó este último pensamiento y se dijo que Juan sería feliz si supiera que él había encontrado la felicidad.

 

Al día siguiente, habló pocas palabras con Cristina ya que la madre de ella estaba en casa, le dijo que sí, que se la llevaría con él, pero le confesó que él era malo, que el último tiempo de su vida había vivido impulsado por el deseo de venganza, por algo que le había pasado en la guerra, aunque no especificó nada sobre el teniente. Cristina, aunque en un primer momento se asustó, le dijo que ella, con su amor y ternura, le borraría todos los rencores, que le apagaría todos los resentimientos. “Mañana termino el trabajo. Mañana, durante la noche nos iremos. Ya te diré cómo hacerlo”, le comunicó él. Y se fue planeando: la medianoche, una esquina cercana a la casa de ella, y de allí partirían hacia la alborada.

 

La noche le zumbaba en los oídos como el aullido de un lobo, y tenía la oscura densidad de una mortaja negra. Al principio, él corría con dificultad, con dolor. Llevaba en la mano derecha la pistola, y con la izquierda trataba de detener sus vísceras y la sangre que manaba de su vientre. Y aunque su propósito era llegar a su cuarto, imágenes de Cristina se le atravesaban como en un sueño. ¿Por qué fui? ¿Por qué tuve que entrar allí? ¿Por qué, si ya todo parecía muerto, olvidado? ¿Por qué fui tan cojudo? Es cierto que estaba muy inquieto por lo que mañana habría de intentar con Cristina. Es cierto que entré a ese bar donde nunca había entrado, en el intento de calmar mi ansiedad con una copa y no pasar otra noche en blanco, se iba diciendo. En cuanto entró lo vio, bebiendo, solitario en una mesa. Lo vio y se dio cuenta de que había dejado de sentir odio hacia él. Pero la mente, la puta mente, me trajo el recuerdo de los ojos sorprendidos, cubiertos de tierra, de Juan muerto, y me trajo también la imagen de los cuerpos de todos mis compañeros caídos. No, ya no odiaba al teniente, pero razonaba que era una alimaña, que el eliminarlo era el mínimo homenaje que me debía a mí mismo y a mi amigo muerto, se siguió diciendo. Esperó casi tres horas hasta que el local quedara casi vacío, oculto en una mesa lejana del otro. La mente se negó a traerme a Cristina, si lo hubiera hecho, talvez simplemente me habría ido, pensó mientras tropezaba con unas piedras y el levantarse se le volvió una tarea inmensa. Pero allí permaneció. El teniente, solitario, se sumergía entre los vapores del alcohol en sus propias pesadillas. Pedro palpó la pistola que siempre llevaba en el bolsillo del pantalón y la sintió recia, fuerte, fría. Se le acercó y le dijo: “Soy Pedro Martínez, tu exsoldado, y he venido a matarte por la crueldad con que nos enviaste al matadero”. El teniente no llegó a reconocerlo, le conoció sí, la intención. Entonces Pedro, disparó dos balazos al pecho del antiguo militar, pero este, que también vivía sus alucinaciones, sacó al mismo tiempo un revolver y le plantó un plomo calibre 38 a Pedro en el vientre, antes de quedar inerte sobre la mesa. Sentí que algo me quemaba y que se abría camino entre mis tripas. Vi florecer en la parte baja de mi camisa una flor roja, y entonces, recién se me apareció Cristina con sus ojos dulces. No sentía dolor, no como ahora me duele. Sólo supe que debía escapar, mientras me decía, la cagaste compañero, la cagaste. Por fin, arrastrándose llegó a su cuarto en medio de la inocencia de la alta noche. Se echó en la cama que se tiñó de rojo, y entendió que se moría, entendió que había sido siempre un estúpido, que junto con su vida, estaba dejando escapar la felicidad y el amor que estuvieron, aunque sea brevemente, al alcance de sus manos. Y mientras unos espasmos vecinos de la muerte lo sacudían, pensó que ser feliz no era posible para tipos como él, que nunca habría tenido esa chance. Entonces su cuerpo se aquietó, y la imagen final de los labios de Cristina, lo acompañó en el principio de ese nuevo viaje sin retorno.

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