Óscar Barbery Suárez - El efecto Bererén (Parte III)

 (Tercera y última parte)


Ni hablar cuando Bererén se metía a discutir con los árbitros. Me contaba un maestro jubilado, quién para ganarse unos pesos trabajaba de aguatero en la cancha de Oriente, me contaba, cómo discutía Bererén con los árbitros, a la hora de iniciar el partido, de concluir el primer tiempo, de iniciar el segundo, de otorgarle al partido tiempo suplementario, de finalizarlo. El aguatero, testigo próximo y directo, me contaba que ahí se armaba el quilombo, porque tras el pitazo final Bererén les gritaba a los árbitros algo más o menos así, lo anoté: “que final del tiempo ni qué carajo, el tiempo está formado por tres nadas: el pasado que ya no existe, el presente efímero y el futuro inexistente, quisiera que me explicaras cuál de las tres nadas estás pitando vos”. Otras veces pretendía que el primer tiempo fuera el segundo tiempo y que el tiempo de la conferencia de prensa posterior fuera el comienzo del partido, porque decía que el tiempo iba del futuro al pasado, a la inversa de lo que la gente cree. Varias veces lo expulsaron porque exigía que el inicio, el primer tiempo, el segundo y el final del partido fueran marcados por el árbitro al mismo tiempo, con un solo pitazo, alegando que el tiempo no es lineal y que el pasado, el presente y el futuro son simultáneos y claro, en la escuela de árbitros nadie sabe acerca de esta coexistencia.

 

Pero, a decir verdad, nada de esto importaría si Bererén hubiera mantenido su capacidad y talento en la defensa. Todo se le hubiera perdonado. Pero no. En la medida en que se adentraba en ese oscuro lenguaje filosófico, se volvía un inepto. Dejó de patear delanteros. Se caía al primer empujón y pedía disculpas cuando obstruía el avance veloz de algún goleador rival. Era una sombra de lo que fue, una sombra, pero una sombra que no dejaba de hablar sombríamente, por así decirlo. Daba lástima. Sus instintos asesinos no asomaban ni cuando los volantes de creación abusivamente se trepaban en sus hombros para cabecear y al bajarse le tocaban el culo. Ni así reaccionaba.

 

Llegó el momento que sólo lo dejaban jugar cuando el griterío de la hinchada se hacía insoportable. “Bererén, Bererén, que entre Bererén” gritaban los hinchas. Es que la hinchada se enamora de algún jugador y no hay nada que hacerle. A la hinchada enamorada le importa un comino que el jugador de sus amores juegue  para la mierda, con perdón de la palabra. “Que juegue Bererén, Bererén, Bererén” y ese Bererén sonaba como si estuvieran descargando toneladas de calaminas en alguna parte próxima al estadio. Asustaba a los técnicos. Entonces Bererén entraba a la cancha y era como si Oriente jugara con siete jugadores, pues había que descontar, además del  propio Bererén, al dos, al cuatro y al arquero, todos ellos en estado hipnótico, afectados por las palabras  de mi ex representado, susurradas y/o gritadas en la cancha. Así y todo, increíblemente, Oriente a veces ganaba.

 

Para entonces yo ya había perdido mucha plata con Bererén Gonzales. Plata o tiempo, que es lo mismo, si es que yo también me pongo a filosofar y muchas  veces lo hago, créalo.  Tres años fui su mánager y sólo gané unos pesos el primer año. El segundo año no jugó  por culpa de su lesión y  en Oriente   le pagaban tarde mal y nunca y lo trataban como si fuera un estorbo del que no podían deshacerse por una cuestión contractual.

 

Cansado, en el último partido del tercer año, decidí romper el compromiso. Recuerdo que Oriente había perdido siete cero con Destroyers y entrevistaron a Bererén al salir de la cancha, limpio, pulcro, ni siquiera se había despeinado durante el partido. Hasta tenía la camiseta como recién planchada.  Ni una brizna de pasto  le manchaba el short  y cuando le hicieron un primerísimo plano pude notar que esos poros cutáneos no habían expelido una miserable gota de sudor. El hombre ya no era el mismo, andaba en otra cosa, obviamente. Y el colmo de los colmos fue la entrevista que le hicieron al salir de la cancha. La trascribí. Aquí está, dijo: “Como una semilla de palto es, en potencia, un árbol de palto, yo soy, en potencia, el mejor líbero del mundo”. Y esto no fue nada. Lo peor vino después, cuando le preguntaron por qué Oriente había perdido siete a cero. Respondió: “¿En realidad hemos perdido? ¿Esa es la realidad o es lo real? Saber si realmente hemos perdido es una experiencia imposible, aunque podría pensarse  que, como experiencia posible, alguien pude contabilizar siete goles en contra nuestra, pero habría que ver en qué sistema de símbolos se mueve ese alguien para tal conteo”.

 

Él no volvió a jugar y yo no volví a ser mánager de ningún futbolista.

 

Ahora estoy escribiendo un libro sobre el fútbol, centrándome en el esférico,   la pelota como objeto-símbolo-sujeto, la redonda, la esfera como  un dios tal como lo concibió Jenófanes de Colofón. Un libro sobre la pelota  como un Ser,  porque según Parménides  el Ser es semejante a la masa de una esfera,  bien redondeada, cuya fuerza es constante desde el centro en cualquier dirección. El balón, aquel que al rebotar en todos los partidos  se convierte en una esfera infinitamente creciente. La pelota universal y eterna,  porque las partículas intercontinentales de tierra, agua, aire y fuego se adhieren integrando una esfera sin fin. Al escribir el libro aprendo que Dios podría ser como  la pelota del mundial de fútbol,  una esfera inteligible cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Y me doy cuenta, tarde ya,  que aquello que atacó a Bererén es realmente contagioso.

 

FIN

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"El efecto Bererén" es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado de este sitio a simple requerimiento del mismo.

Fotografía: Página de Facebook de Oscar Barbery Suárez

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