(Tercera y última parte)
Ni
hablar cuando Bererén se metía a discutir con los árbitros. Me contaba un
maestro jubilado, quién para ganarse unos pesos trabajaba de aguatero en la
cancha de Oriente, me contaba, cómo discutía Bererén con los árbitros, a la
hora de iniciar el partido, de concluir el primer tiempo, de iniciar el
segundo, de otorgarle al partido tiempo suplementario, de finalizarlo. El
aguatero, testigo próximo y directo, me contaba que ahí se armaba el quilombo,
porque tras el pitazo final Bererén les gritaba a los árbitros algo más o menos
así, lo anoté: “que final del tiempo ni qué carajo, el tiempo está formado por
tres nadas: el pasado que ya no existe, el presente efímero y el futuro
inexistente, quisiera que me explicaras cuál de las tres nadas estás pitando
vos”. Otras veces pretendía que el primer tiempo fuera el segundo tiempo y que
el tiempo de la conferencia de prensa posterior fuera el comienzo del partido,
porque decía que el tiempo iba del futuro al pasado, a la inversa de lo que la
gente cree. Varias veces lo expulsaron porque exigía que el inicio, el primer
tiempo, el segundo y el final del partido fueran marcados por el árbitro al
mismo tiempo, con un solo pitazo, alegando que el tiempo no es lineal y que el
pasado, el presente y el futuro son simultáneos y claro, en la escuela de
árbitros nadie sabe acerca de esta coexistencia.
Pero, a decir verdad, nada de esto importaría si
Bererén hubiera mantenido su capacidad y talento en la defensa. Todo se le
hubiera perdonado. Pero no. En la medida en que se adentraba en ese oscuro
lenguaje filosófico, se volvía un inepto. Dejó de patear delanteros. Se caía al
primer empujón y pedía disculpas cuando obstruía el avance veloz de algún
goleador rival. Era una sombra de lo que fue, una sombra, pero una sombra que
no dejaba de hablar sombríamente, por así decirlo. Daba lástima. Sus instintos
asesinos no asomaban ni cuando los volantes de creación abusivamente se
trepaban en sus hombros para cabecear y al bajarse le tocaban el culo. Ni así
reaccionaba.
Llegó el momento que sólo lo dejaban jugar cuando
el griterío de la hinchada se hacía insoportable. “Bererén, Bererén, que entre
Bererén” gritaban los hinchas. Es que la hinchada se enamora de algún jugador y
no hay nada que hacerle. A la hinchada enamorada le importa un comino que el
jugador de sus amores juegue para la
mierda, con perdón de la palabra. “Que juegue Bererén, Bererén, Bererén” y ese Bererén
sonaba como si estuvieran descargando toneladas de calaminas en alguna parte
próxima al estadio. Asustaba a los técnicos. Entonces Bererén entraba a la
cancha y era como si Oriente jugara con siete jugadores, pues había que
descontar, además del propio Bererén, al
dos, al cuatro y al arquero, todos ellos en estado hipnótico, afectados por las
palabras de mi ex representado,
susurradas y/o gritadas en la cancha. Así y todo, increíblemente, Oriente a
veces ganaba.
Para entonces yo ya había perdido mucha plata con
Bererén Gonzales. Plata o tiempo, que es lo mismo, si es que yo también me
pongo a filosofar y muchas veces lo
hago, créalo. Tres años fui su mánager y
sólo gané unos pesos el primer año. El segundo año no jugó por culpa de su lesión y en Oriente
le pagaban tarde mal y nunca y lo trataban como si fuera un estorbo del
que no podían deshacerse por una cuestión contractual.
Cansado, en el último partido del tercer año,
decidí romper el compromiso. Recuerdo que Oriente había perdido siete cero con
Destroyers y entrevistaron a Bererén al salir de la cancha, limpio, pulcro, ni
siquiera se había despeinado durante el partido. Hasta tenía la camiseta como
recién planchada. Ni una brizna de
pasto le manchaba el short y cuando le hicieron un primerísimo plano
pude notar que esos poros cutáneos no habían expelido una miserable gota de
sudor. El hombre ya no era el mismo, andaba en otra cosa, obviamente. Y el
colmo de los colmos fue la entrevista que le hicieron al salir de la cancha. La
trascribí. Aquí está, dijo: “Como una semilla de palto es, en potencia, un
árbol de palto, yo soy, en potencia, el mejor líbero del mundo”. Y esto no fue
nada. Lo peor vino después, cuando le preguntaron por qué Oriente había perdido
siete a cero. Respondió: “¿En realidad hemos perdido? ¿Esa es la realidad o es
lo real? Saber si realmente hemos perdido es una experiencia imposible, aunque
podría pensarse que, como experiencia
posible, alguien pude contabilizar siete goles en contra nuestra, pero habría
que ver en qué sistema de símbolos se mueve ese alguien para tal conteo”.
Él no volvió a jugar y yo no volví a ser mánager de
ningún futbolista.
Ahora estoy escribiendo un libro sobre el fútbol,
centrándome en el esférico, la pelota
como objeto-símbolo-sujeto, la redonda, la esfera como un dios tal como lo concibió Jenófanes de
Colofón. Un libro sobre la pelota como
un Ser, porque según Parménides el Ser es semejante a la masa de una
esfera, bien redondeada, cuya fuerza es
constante desde el centro en cualquier dirección. El balón, aquel que al
rebotar en todos los partidos se
convierte en una esfera infinitamente creciente. La pelota universal y
eterna, porque las partículas
intercontinentales de tierra, agua, aire y fuego se adhieren integrando una
esfera sin fin. Al escribir el libro aprendo que Dios podría ser como la pelota del mundial de fútbol, una esfera inteligible cuyo centro está en
todas partes y su circunferencia en ninguna. Y me doy cuenta, tarde ya, que aquello que atacó a Bererén es realmente
contagioso.
FIN
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"El efecto Bererén" es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado de este sitio a simple requerimiento del mismo.
Fotografía: Página de Facebook de Oscar Barbery Suárez
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