Rubén Vargas

 

La Paz, 1959 – 2015. Publicó dos poemarios: Señal del cuerpo (1986) y La torre abolida (2003). Dejó inédito El viaje a Lisboa, escrito en 2007 y publicado póstumamente en Obra poética (Plural editores, 2017). En 2012, la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia le publicó Tal vez enigma de fulgor, una antología de poetas paceños.

“El primero nos da muestra de un claro y raro erotismo poético que, siguiendo delicado las líneas del cuerpo, llega a la palabra sugerente. El amor-erotismo separa y une al amado con el mundo, como el lenguaje. Así nos lo hace saber el segundo poemario, publicado varios años después. En éste ocurre una herética inversión simbólica que logra comunicar los lenguajes múltiples y dispersos, incomprensibles en la bíblica torre de Babel, por medio de una apropiación del símbolo que, desde la literatura, convierte la pluralidad en un terreno de comunicaciones azarosas y profundas”. (Mónica Velásquez)

La selección de poemas la realizó Benjamín Chávez:

 

  • ·         La Vita Nuova
  • ·         Shoa /Paul Celan
  • ·         París, Texas
  • ·         Piedra de Cuernavaca
  • ·         La hora tardía

 

  

La Vita Nuova


A mitad

del camino de la vida

una voz me visitó

en el sueño

 

Nunca

–me dijo

alcanzaste la luz

que en la Sombra te dictaba.

 

Entonces

Escribí estos versos:

Viene la luz de tus ojos

o viene

de estos cielos

que me enseñaste

a mirar

en una ciudad

de torres incendiadas.

Estaba ciego

y fui levantado.

En el centro del bosque

apareciste.

Tomaste mi mano

para tocar

la piedra

donde se depone la esperanza.

Mis ojos se abrieron.

Del agua salías íntegra

suspendida

en tu hermosura.

Así escribía

pero

ningún verso

alcanzaba a decir:

Cuando te vi

bajo la luz de estos cielos

o la luz de tus propios ojos comenzó para mí

la Vida Nueva.

 

  Shoa /Paul Celan

 

 

            I

 

 

Cavamos una fosa

con la música de la muerte

cavamos y cavamos

el camino de la nieve.

Nadie muere en lugar de otro

los ojos azules ordenan la danza

la serpiente los mastines

cavamos y cavamos

con la fuga de la muerte.

 

Hierba

hierba,

escrita: dispersa.

 

Bebemos leche negra al medio día

cavamos y danzamos

tus cabellos de oro Margarita

tus cabellos de ceniza Sulamita.

 

 

                     II

 

 

Cómo hablar después de la muerte

cómo nombrar las hebras de luz

en la dulce rima alemana.

Bajo la lengua

se atragantan

cuerpos amontonados.

 

Almendra vacía

urna de arena

rosa de nadie

piedra quebrada

sin una queja

la escritura.

 

Verdad habla quien habla sombra.

 

 

                    III

 

Una mañana sin presagios

finalmente

las orillas atraviesan el puente

la nieve asciende

el árbol vuela al pájaro

y tú empujas tu cuerpo

tu memoria / amapola

al vacío

en el río confluyen todos los ríos

regresas flotando a Bukovina

un nombre sin lengua

una tierra desatada

una ceniza

el alma de tu madre va en vilo delante

por el camino de la nieve

la sombra de los tallos

ñas vías del tren y la alambrada

desandas el horror

sus filamentos

y tu cuerpo se pierde

desaparecido.

 

Nadie te ofrece una tumba en el aire

nadie en el agua.

 

Nadie

testimonia

por el testigo.

 

 

                                       París, Texas

 

 

El horizonte vibra tenso

como una cuerda de metal

y en el espejo retrovisor

un incendio consume el atardecer.

 

El desierto es la herida,

la herida,

un espejismo del amor.

 

En el camino

el principio está en el final.

La luz en la ventana de un hotel

una mujer de neón en la oscuridad

el llanto en el cristal.

 

La memoria del amor

la locura del amor

el olvido del amor.

 

En el camino

la herida es la cura.

Todo encuentro es un adiós.

 

 

Piedra de Cuernavaca

 

 

 

Ni el día de los muertos

ni esa montaña

que es fuego

y es nieve

son posada para el viajero.

 

Sin duda

la calavera del cónsul

respira todavía

bajo el volcán.

 

 

La hora tardía

 

 

A veces

un pájaro es suficiente

para encender la tarde.

Amo –por decirlo de alguna manera

esa hora tardía.

 

Los árboles se mecen aquí y a lo lejos

la luz atraviesa los altos ramajes

y se tiende a morir sobre la hierba.

La jornada está consumada.

La hora es propicia para los ritos benévolos

y los gestos inofensivos.

Tomar té pensativamente acodados en la baranda –por ejemplo

o quemar hojas secas en los confines del patio.

(El humo se enrosca en los eucaliptos celestes.)

 

A esa hora

del fondo del valle llega el rumor cansado del último camión

del día.

Levantaremos la vista

cuando se pierda con las primeras sombras detrás de los cerros

–los faros encendidos como un insecto en la distancia–

y suene la bocina como un buque que se despide en medio de la noche.

 

Esa es la hora tardía.

Luego llega la oscuridad.

Entonces encenderemos el fuego

y leeremos hasta bien entrada la noche.

(Sólo mucho después

a punto ya de quedar dormido

pensaré en el conductor de ese camión

–el último del día

que a la medianoche solitario en las alturas

muerde los dientes de la Cumbre

antes de enfrentar el oscuro resplandor del hielo eterno)

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