No vi en vivo el penal fallido de Mbappé, pero me dolió igual. Si hay un mojón histórico que marca un antes y un después en la vida de un futbolero, es un penal decisivo. El penal en el último minuto. Los doce pasos de una tanda de desempate. Fotógrafos, aquí una idea: capturar las expresiones de un hincha antes y después de un penalti vital.
Si es gol.
Si
no es gol.
La
alegría de millones de personas viajando en una pelota. En algunas ocasiones,
el mundo entero viajando en esa pelota.
El
planeta transformado en un balón.
Me
acuerdo del penal que Jara falló contra Brasil en 2014. ¿Se imaginan un mundo
en el que Brasil sufría un Mineirazo? ¿Hubiese dolido menos que el 7 a 1? Yo
apoyaba a Chile, no lo niego. Quién diría que, pocos años después, pisaría y me
enamoraría de ese país al que le deseé tantas lágrimas.
Los
penales de Palermo. Era el 4 de julio de 1999 y yo vi el partido en la casa de
mi tía Mary. Palermo falló tres penales contra Colombia y con esos no-goles se
erosionó lo que se vislumbraba como un futuro tipo Ronaldo o Batistuta. Su
peinado estaba de moda (las puntas del cabello teñidas de rubio), y de un día
para el otro ninguno de nosotros, niños con ínfulas de goleadores, queríamos
más ese corte.
Nunca
he pateado un penal en un partido oficial. Nunca he sido Palermo. Y es aquí
donde quería llegar.
Tenía
diez años y estudiaba en el American School, un colegio particular en el que yo
era uno de los más pobres. Tengo lindos recuerdos de ese colegio. Buenos
amigos. Futsal en el recreo. Las clases de inglés (el nivel era muy bueno, algo
que no vi ni siquiera en la secundaria). Jugaba bien, más que bien. Mi timidez
me impedía realizar las gambetas que creía que podía hacer, pero era cumplidor:
llegaba temprano a los partidos, era generoso con los pases, siempre convertía por
lo menos un gol.
Un
buen número 6.
El
Mundial de Francia 98 estaba por jugarse y las esperanzas sudamericanas eran,
además de Argentina y Brasil, Colombia y Chile. La dupla Sa-Za y la victoria de
los chilenos sobre Inglaterra en Wembley en un amistoso habían borrado
cualquier tipo de patrioterismo en nosotros y decidimos que nuestro equipo se
llamara Chile. Más de un profesor nos miró raro. Un padre de familia, cuyo
rostro aún recuerdo y creo reconocer en algún pez gordo del gobierno, dijo que
éramos traidores.
El
mejor del equipo era Barriga. No era su apodo; era su apellido, que en los
hechos no tenía nada que ver con su contextura: Barriga era flaco, elástico y
corría como venado. Era moreno, el más moreno del curso. Le decíamos “africano”
o “betún” y él callaba y sufría en silencio.
Éramos
niños, teníamos costras en las rodillas, eran los noventas: Bolivia no se sabía
india.
Otro
notable del equipo era Lizarazu. Era alto, rígido como monolito, la misma
expresión enigmática todo el tiempo: una Mona Lisa de diez años. Era torpe, mal
jugador y tan tímido como yo. A mí me caí a bien, aunque no negaré que me
alegraba cada vez que erraba en una jugada.
La
cosa era así: luego de Lizarazu, los más bulleables éramos Barriga y yo. Pero
Barriga, pese a ser el más moreno en un mundo de morenos que no querían ser
morenos, era el 9, el goleador, y su papá lo traía y recogía en un coche
brillante. Yo, en cambio, era un 6 que venía a pie desde su polvorienta casa en
la avenida Periférica.
Si
Lizarazu se rebelaba, el blanco de las burlas sería yo. La infancia es una
selva en la que uno busca modos de sobrevivencia. El mío era ver fracasar a
Lizarazu.
El
rival más duro era Holanda, un equipo que estaba compuesto por, en teoría, los
mejores jugadores de mi curso. Los derrotamos 5 a 4 y con un jugador menos
(Barriga hizo todos los goles). Contra Camerún, metí dos golazos, uno de cabeza
y el otro de larga distancia, y horas más tarde, lo recuerdo bien, de camino a
casa, encontré un billete de diez bolivianos y mi felicidad por haber metido
aquellos goles era tanta que me compré un bolo de un peso y le regalé el resto
a un hombre que tocaba zampoña a cambio de monedas.
En
el cuarto o quinto partido, nos tocó jugar contra Argentina. No sé por qué,
pero cuando me acuerdo de esos días siempre hacía sol. (Las nubes aparecieron a
medida que me acercaba a la adultez). Fue un partido fácil. Los argentinos eran
de un grado menor al nuestro y sus piernitas me hacían pensar en las patas de
mi perro Choco.
Me
gustaba imaginarme como Marcelo Salas o Gabriel Batistuta. El patio de mi casa
era de tierra y yo jugaba solo frente a mi pared y, en mi imaginación, marcaba
golazos. Calentaba. Me sentía en un estadio. Aquí un dato inexplicable: aunque
a mi familia debía luchar ferozmente para que la plata alcanzara hasta fin de
mes, recuerdo que mi padre me había llevado a todos los partidos de Bolivia en
las eliminatorias. Quizá sea uno de esos fenómenos tan típicos de nuestras
clases medias-bajas: una clase que lucha por imaginarse alta, o al menos media,
que sufre para pagar el alquiler pero insiste en tener cable e inscribir a sus
hijos en colegios particulares.
Lo
cierto es que tenía fresca en la memoria el verdor del pasto, el colorido de
las camisetas y el grito de gol de cincuenta mil espectadores. Claro que lo que
teníamos en el colegio era lo contrario: una cancha gris de cemento y una
hilera de padres que, más que apoyarnos, nos intimidaban. Poco importaba.
Pronto llegaría el partido decisivo, ese que nos llevaría a semifinales, y yo
imaginaba que metía el gol de la victoria, que mis amigos me abrazaban, que la
gente aplaudía y, claro, que algún cazatalentos me miraba desde las gradas y me
fichaba para jugar en el The Strongest.
Pasó
así por poco. Por muy poco.
No
recuerdo el nombre de nuestro rival. Así que lo llamaré Bolivia. Uno de
nuestros jugadores se había enfermado y no nos quedó más remedio que
suplantarlo con Lizarazu. Fue un partido duro. Los de Bolivia eran un año
mayores que nosotros y la diferencia de tamaño ya se notaba. De hecho, uno de
sus jugadores estaba repitiendo el curso, de modo que su contextura era la de
un casi adolescente.
Me
tocó convertir el primero. Pura chirpia. Barriga pateó desde media cancha y el
balón impactó contra el poste. El portero quedó tendido en el intento de atajo.
Un defensor de Bolivia se disponía a patear la pelota fuera de la cancha, pero
resbaló. Solo tuve que correr y empujar el balón frente al arco vacío.
El
cazatalentos de la gradería ya me había puesto el ojo.
Bolivia
nos empató a los dos minutos. Luego de eso, todo fue un monólogo de ellos. Y de
paso, Lizarazu que no ayudaba. Los balones resbalaban en sus pies. Era temeroso
a la hora de encarar a los atacantes. Nada de eso, sin embargo, fue tan
desastroso como lo que ocurrió en el segundo tiempo: Barriga y un boliviano se
jalonearon las camisetas, se insultaron; el árbitro los expulsó.
El
gigante reprobado de Bolivia aprovechó para hacer de las suyas. Un balonazo
suyo impactó en la cara de nuestro número 2. Abusivo de mierda, me hubiera
gustado decirle, pues el pobre 2 lloró por unos minutos y su mamá tuvo que
entrar al campo de juego para consolarlo.
Y
así llegamos a los últimos minutos del partido. Nuestro arquero lanzó la pelota
hasta media cancha y un compañero logró agarrarla. Su padre, un maniático
experto en bajarle la autoestima durante los partidos, le gritó que me pasara
al balón a mí, pues estaba libre por la derecha. El balón llegó a mis pies. Corrí
a toda velocidad con el gigante dando zancadas detrás de mí. Quise patear al
arco, pero el gigante forcejeó conmigo. No me di cuenta de que había entrado al
área chica de los rivales hasta que caí al suelo.
Penal.
En
la tele suelo ver que a algunos jugadores que se alegran cuando un árbitro
marca un penalti a favor de su equipo. A mí me entró pavor. Sin Barriga en la
cancha, el encargado de patear sería yo. Es más, antes de salir de la cancha,
Barriga me había pasado el cintillo de capitán, con lo cual, oficialmente, era
a mí al que le correspondía tomar las decisiones. Observé el cielo limpio, ese
cielo tan limpio al que jamás había visto de otro color. Pensé en la gloria y
en el cazatalentos, pero al tiro el miedo y la posibilidad del fracaso se
asomaron como el gigante boliviano cuando me perseguía para evitar que marcara.
Miré
a Lizarazu. Le dije que se acercara. Le susurré algo al oído. Barriga gritaba,
enloquecido, desde el margen de la cancha. No lo escuché. Le entregué la pelota
a Lizarazu como quien entrega una granada a punto de estallar, y no quise
mirar.
Igual
miré. Algo que no he comentado: si bien Lizarazu parecía un monolito o una Mona
Lisa, sus movimientos eran los de un perezoso. Caminaba casi en cámara lenta. Y
en cámara lenta se acercó al balón, y en cámara lenta el balón viajó hasta el
arco, y en cámara lenta la bola hizo un sombrerito y se insertó en la red. Nos
alegramos y abrazamos a Lizarazu. Creo que fue el día más feliz de su vida.
Terminó
el partido y la alegría de la victoria se transformó en otra cosa. Solo con ese
gol, Lizarazu había escalado en la pirámide animal y ahora la presa era yo.
Bebimos refresco en las graderías. Nos cambiamos. Barriga se sacó la camiseta
para ponerse otra ropa, y fue en ese momento en que el instinto de
supervivencia operó en mí: le eché refresco sobre el torso desnudo y me burlé
de su piel y lo insulté con toda la rabia y estupidez con la que los noventa
nos habían educado.
Nunca
fui Palermo. Tampoco el Loco Abreu frente a Ghana.
Tan
solo fui otro monstruo noventero.
Gabriel Mamani Magne nació en La Paz, Bolivia, en 1987. Es escritor,
traductor y profesor universitario. Ha publicado las novelas El rehén (Dum Dum Editora, 2021) y Seúl, São Paulo (Editorial 3600, 2019), además de la novela para
niños Tan cerca de la luna (Alfaguara
Infantil, 2012). Ha sido ganador, entre otros, del Premio Nacional de Novela de
Bolivia, el más importante de su país (2019), del Premio Franz Tamayo de
Literatura (2018) y del Premio Nacional de Literatura Infantil (2012). Estudió
Derecho en la Universidad Mayor de San Andrés, aunque nunca ejerció la
abogacía. Hizo una maestría en Literatura Comparada en la Universidad Federal
de Río de Janeiro. Ha dirigido talleres de escritura creativa y, en la
actualidad, es docente en la Universidad Católica Boliviana y en la Universidad
Veiga de Almeida (Brasil).
**************************************************
"Nunca fui Palermo" es publicado en este sitio con el consentimiento del autor. Podrá ser retirado a simple requerimiento del mismo.
Fotografía de Gabriel Mamani Magne pertenece a su perfil de Facebook.
No hay comentarios:
Publicar un comentario