SOBRE SUS HUELLAS [1]
Amilkar Jaldín[2]
Era en tardes como esta, en que el viento
forma remolinos de hojas, cuando Tío, traje azul, corbata de lazo y cincuenta
años menos en la memoria, salía a caminar por una ciudad que ya no reconocía,
en sus pasos de viejo, taconeando nerviosos rumbo a una serenata, a ese joven
que volvía a ser lo que fue cada vez que el Sur[1] soplaba y le entreveraba los recuerdos.
Volcaba el Sur, y en ese desbarajuste de hojas que anticipaban un cambio total
del clima, Tío se transformaba. Es la arena, decíamos nosotros. La arena que se
levantaba de las calles y le obligaba a restregarse los ojos. Es la arena y ese
aroma dulzón que llegaba del ingenio San Aurelio y se mezclaba con el aroma de
las hormas de azúcar del Tambo Serebó[2]. Tío, pisando losetas, iba en su imaginación
por enladrillados que solo él miraba. Cruzaba las calles y sus oídos, atentos a
otras resonancias, no escuchaban el reguero de improperios que iba dejando a su
paso: ¡Viejo boludo! Mirá por donde caminás! Y Tío, envuelto en ese sonido de
flautas que el viento arranca de las taperas, se ocupaba, zalamero, en saludar
a doña Teodora, con grandes venias que provocaban la risa de sus peladas, rumbo
a misa de las siete. Refunfuñaba la vieja y se emboscaba en su mantón negro
cuando Tío, presuroso por llegar al buri, daba vuelta a la esquina y seguía su
marcha por esa otra ciudad cuyos corredores lo veían acercarse a enrejados que
ya no existen. Suspira porque ha creído ver a una moza espiándolo desdé una
ventana y se detiene, ritualmente, ante ese horcón donde gravó a punta de
cuchillo dos nombres enlazados por una flecha. Ahora, es un débil sonido de
chovena[3] que vuela por la calle. Y ve
aproximarse, afirmando un sombrero que el viento quiere arrancarle, a Rogelio
Montero, el que le dio guasca[4] al diablo. Don Rogelio Montero, que
murió hace veinte años y que insiste en contarle a Tío su hazaña, cada vez que
lo encuentra. Como ha empezado a chilchear[5], y buricear con chilchi no tiene gracia para
él, empieza el camino de regreso, para llegar a casa antes de las diez, hora
prudente en que las familias, acabadas las visitas, se retiraban al sosiego del
sueño. Se detendrá todavía en el almacén de Casiano Justiniano, meciéndose en
su portón y repitiendo, la historia del tigre que mató nada más que con las
manos. Vuelto Tío a casa, resultaban inútiles los reproches que le hacíamos en
coro por los riesgos que había corrido en su caminata. Se dormía y no era
difícil entender, por el movimiento de sus labios, que en la profundidad del
sueño Tío, tras un galope febril, ensartaba una sortija. Al día siguiente,
amainado el Sur, se quejaba de ese maldito dolor de huesos que le acarreaban
los cambios del tiempo. Se fue, pues, Tío, una tarde en que volcó el Sur. Salió
de casa, de impecable azul encorbatado, porque dijo que tenía que encontrarse
con la hija mayor de doña Teodora. Nos pidió, con el índice sobre los labios,
que le guardáramos el secreto. Y con ese mismo dedo señaló la cocina donde su
mujer, que había muerto hace diez años seguía vigilando sus actos. Se fue Tío y
no regresó. Las campanadas de medianoche del reloj de la catedral marcaron, de
improviso, su ausencia. Y salimos a buscarlo por una ciudad que ya no lo
conocía. Alguien dijo, dos días después, que vio, o creyó haber visto, a un
viejito de traje azul, hablando solo y caminando hacia la plazuela Seis de
Agosto (Tío habría dicho: rumbeando para el lado de Palermo). De nada sirvió
buscarlo y la fugaz esperanza que nos produjo el abuelo de los García, que dijo
haberlo visto, se esfumó cuando también desapareció él. Después fue la abuelita
de los Méndez, el tío de los Balcázar, la viejita que crió a los Montero. Y
siempre por el lado de Palermo. Y la ciudad fue ensanchándose, en la medida en
que el tiempo se hizo también más largo. Hoy, cuando ha empezado a soplar el
Sur y revolotean por el aire de junio algunas hojas, pienso en Tío. En ese
rechinante carretón, que nadie escucha, que se lo llevó a pasear por esas
calles, ya ausentes, de la locura. Sentado en un banco de la plaza, miro un par
de torres truncas y me pregunto, como se preguntaba Tío, cuándo terminarán de
construir la catedral.
Excelente. Muy bello. Felicitaciones, Amilkar.
ResponderEliminar