Eliana Soza Martínez - Mi amigo Rafael

 


Lo veía a diario, sentado en la grada de alguna puerta. Su cabeza parecía la de un muñeco roto, mentón tocando pecho, los brazos de una marioneta sin dueño, sucio y desgreñado; un muerto que respiraba. A veces me lo topaba despierto y, entonces, me saludaba respetuoso.

Alguna vez, lo contemplaba desde mi ventanal mientras caminaba hablando solo, con la lentitud de un zombi. Trataba de imaginar cómo sería su vida, la forma en la que veía la realidad en una permanente embriaguez. También me preguntaba si sería más feliz que yo.

Entonces un día pasó, además de saludarme, me dijo: —Yo conocí a su papasito, Don Carlos, era un hombre generoso. —Quedé frío, sonreí y pasé de largo. Las palabras etílicas de aquel desgraciado resonaban en mi cabeza. ¿Cómo conocía a mi padre? Ni siquiera yo podía afirmar algo así. Detrás de la mugre, divisé las arrugas que confirmaban su edad, pero ¿dónde? Después de reflexionarlo, llegué a la conclusión de que mentía para llamar mi atención y ganarse unos billetes.

Decidí evitarlo, ya no cruzaba a la acera donde solía descansar. Hasta que una noche de tormenta, el insomnio me torturó y, no sé por qué, salí al ventanal. Lo vi allí, hecho un ovillo y tiritando de frío. Mi corazón se estrujó, el dolor en el pecho solo paró al bajar a recogerlo. Estaba ido de borracho, olía a perro mojado, lo sequé e improvisé una cama caliente cerca de una estufa. No sé por qué vino a mi mente el recuerdo de varios extraños durmiendo en la sala de casa cuando era niño. Recién pude conciliar el sueño. En la mañana, tuve que despertarlo, le preparé un buen desayuno y ahí conversamos. Me agradeció por salvarlo de morir congelado, me dijo que no siempre se quedaba en la calle, pero que ayer había sido un mal día. Apresurado, le adelanté que tenía que ir a trabajar y él debía salir conmigo.

Antes de despedirnos, volvió a decirme que me parecía mucho a mi padre. Hubiera querido seguir charlando, pero no podía llegar tarde a mi oficina, estaba en la mira de mi jefe. Le pedí que se quedara con la frazada y se llevara pan. Me agradeció exageradamente y al final me dijo que se llamaba Rafael Rivas. Su nombre no me decía nada, aunque yo no conocía a los amigos de mi padre, no recordaba a nadie después de su muerte. Lo googleé y salieron muchos homónimos, ninguno con su rostro.

Al regresar, supuse que me lo encontraría, pero no estaba en el lugar de siempre. Es más, no lo vi durante varios días, como si supiera que le iba a hacer un interrogatorio. Ese tiempo, el trabajo en la oficina fue demandante; me quedaba hasta muy tarde y, de paso, mi jefe me culpó por un error suyo. La noche en la que terminamos el proyecto, me fui a tomar unos tragos porque no aguantaba la rabia y el estrés acumulados. Javier, mi compañero, no me dejó manejar y volví a casa en taxi. Al tratar de abrir la puerta del edificio un grupo de alcohólicos se acercaron amenazantes, pidiendo dinero. Uno traía un cuchillo, pensé que Rafael estaría con ellos, no lo distinguía. Cuando estaban por atacarme, de lejos escuché su voz autoritaria. Los cinco ebrios pararon en seco. Se dieron la vuelta y hablaron algo que no pude entender. Mi nuevo amigo y el que quiso apuñalarme empezaron a pelear, traté de impedirlo, me disuadieron con caras enfurecidas.

En el fondo era gracioso ver la contienda que parecía en cámara lenta, porque ambos veían la realidad a través del prisma del alcohol. Tuve miedo de que lastimaran a Rafael, aunque también temía por mi vida. Tampoco podía entrar a mi casa porque era posible que los otros cuatro individuos me obligaran a dejarlos pasar. Esperé y rogué que ganara mi amigo. Así lo hizo, no sin salir herido. Sus secuaces se llevaron al del cuchillo bastante lastimado, estos hombres tenían algo de honor.

Entramos a mi departamento y, con lo poco que tenía, curé el tajo del brazo de aquel hombre que se había metido en mi vida sin darme cuenta. Tomamos una taza de café y lo invité a quedarse. Estábamos muy cansados y dormimos de inmediato.

Al día siguiente, no lo encontré en la cama que improvisamos. Dejó un mensaje:

Querido amigo:

Desde hace muchos años, nadie había sido tan generoso conmigo, a pesar de mi condición. Tu padre estaría muy orgulloso del hombre en el que te convertiste. Sé que te debes estar preguntando dónde lo conocí. Esa es una historia muy larga. Lo que puedo decirte es que se preocupaba por los demás y me salvó la vida, como tú lo acabas de hacer. Tal vez no estuvo cuando lo necesitaste, pero era desprendido y entregó su tiempo por quienes teníamos menos. Espero volverte a ver como un ser humano nuevo, sin vicios y te contaré cómo nuestras vidas se cruzaron. Será un camino largo, aunque ahora gracias a ti tengo el valor que necesitaba.

Tu amigo Rafael Rivas

No lo volví a ver nunca más, lo busqué durante años y en esa persecución me encontré a mí mismo.

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“Mi amigo Rafael” es publicado con la autorización de la autora. Podrá ser retirado de este sitio a simple requerimiento de la misma.

Fotografía: Perfil de Facebook de Eliana Soza


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