Lo veía a diario, sentado en la grada de alguna
puerta. Su cabeza parecía la de un muñeco roto, mentón tocando pecho, los brazos
de una marioneta sin dueño, sucio y desgreñado; un muerto que respiraba. A
veces me lo topaba despierto y, entonces, me saludaba respetuoso.
Alguna vez, lo contemplaba desde mi ventanal mientras
caminaba hablando solo, con la lentitud de un zombi. Trataba de imaginar cómo
sería su vida, la forma en la que veía la realidad en una permanente embriaguez.
También me preguntaba si sería más feliz que yo.
Entonces un día pasó, además de saludarme, me dijo: —Yo conocí a su papasito, Don Carlos,
era un hombre generoso. —Quedé frío, sonreí y pasé de largo. Las palabras
etílicas de aquel desgraciado resonaban en mi cabeza. ¿Cómo conocía a mi padre?
Ni siquiera yo podía afirmar algo así. Detrás de la mugre, divisé las arrugas que confirmaban su
edad, pero ¿dónde? Después de reflexionarlo, llegué
a la conclusión de que mentía para llamar mi atención y ganarse unos billetes.
Decidí evitarlo, ya no cruzaba a la acera donde solía
descansar. Hasta que una noche de tormenta, el insomnio me torturó y, no sé por
qué, salí al ventanal. Lo vi allí, hecho un ovillo y tiritando de frío. Mi
corazón se estrujó, el dolor en el pecho solo paró al bajar a recogerlo. Estaba
ido de borracho, olía a perro mojado, lo sequé e improvisé una cama caliente
cerca de una estufa. No sé por qué vino a mi mente el recuerdo de varios
extraños durmiendo en la sala de casa cuando era niño. Recién pude conciliar el
sueño. En la mañana, tuve que despertarlo, le preparé un buen desayuno y ahí
conversamos. Me agradeció por salvarlo de morir congelado, me dijo que no
siempre se quedaba en la calle, pero que ayer había sido un mal día.
Apresurado, le adelanté que tenía que ir a trabajar y él debía salir conmigo.
Antes de despedirnos, volvió a decirme que me
parecía mucho a mi padre. Hubiera querido seguir charlando, pero no podía
llegar tarde a mi oficina, estaba en la mira de mi jefe. Le pedí que se quedara
con la frazada y se llevara pan. Me agradeció exageradamente y al final me dijo
que se llamaba Rafael Rivas. Su nombre no me decía nada, aunque yo no conocía a
los amigos de mi padre, no recordaba a nadie después de su muerte. Lo googleé y salieron muchos homónimos,
ninguno con su rostro.
Al regresar, supuse que me lo encontraría, pero no
estaba en el lugar de siempre. Es más, no lo vi durante varios días, como si
supiera que le iba a hacer un interrogatorio. Ese tiempo, el trabajo en la
oficina fue demandante; me quedaba hasta muy tarde y, de paso, mi jefe me culpó
por un error suyo. La noche en la que terminamos el proyecto, me fui a tomar
unos tragos porque no aguantaba la rabia y el estrés acumulados. Javier, mi
compañero, no me dejó manejar y volví a casa en taxi. Al tratar de abrir la
puerta del edificio un grupo de alcohólicos se acercaron amenazantes, pidiendo
dinero. Uno traía un cuchillo, pensé que Rafael estaría con ellos, no lo
distinguía. Cuando estaban por atacarme, de lejos escuché su voz autoritaria. Los
cinco ebrios pararon en seco. Se dieron la vuelta y hablaron algo que no pude
entender. Mi nuevo amigo y el que quiso apuñalarme empezaron a pelear, traté de
impedirlo, me disuadieron con caras enfurecidas.
En el fondo era gracioso ver la contienda que
parecía en cámara lenta, porque ambos veían la realidad a través del prisma del
alcohol. Tuve miedo de que lastimaran a Rafael, aunque también temía por mi
vida. Tampoco podía entrar a mi casa porque era posible que los otros cuatro individuos
me obligaran a dejarlos pasar. Esperé y rogué que ganara mi amigo. Así lo hizo,
no sin salir herido. Sus secuaces se llevaron al del cuchillo bastante
lastimado, estos hombres tenían algo de honor.
Entramos a mi departamento y, con lo poco que tenía,
curé el tajo del brazo de aquel hombre que se había metido en mi vida sin darme
cuenta. Tomamos una taza de café y lo invité a quedarse. Estábamos muy cansados
y dormimos de inmediato.
Al
día siguiente, no lo encontré
en la cama que improvisamos. Dejó un mensaje:
Querido
amigo:
Desde hace muchos años, nadie había sido tan
generoso conmigo, a pesar de mi condición. Tu padre estaría muy orgulloso del
hombre en el que te convertiste. Sé que te debes estar preguntando dónde lo conocí.
Esa es una historia muy larga. Lo que puedo decirte es que se preocupaba por
los demás y me salvó la vida, como tú lo acabas de hacer. Tal vez no estuvo
cuando lo necesitaste, pero era desprendido y entregó su tiempo por quienes
teníamos menos. Espero volverte a ver como un ser humano nuevo, sin vicios y te
contaré cómo nuestras vidas se cruzaron. Será un camino largo, aunque ahora
gracias a ti tengo el valor que necesitaba.
Tu amigo Rafael Rivas
No lo volví a ver nunca más, lo busqué durante años
y en esa persecución me encontré a mí mismo.
******************************
“Mi
amigo Rafael” es publicado con la autorización de la autora. Podrá ser retirado
de este sitio a simple requerimiento de la misma.
Fotografía: Perfil de Facebook de Eliana Soza
No hay comentarios:
Publicar un comentario