El espejo ©
Juan Carlos
Salazar del Barrio
“No soy yo”, se
había dicho al verse en la imagen que le devolvía el espejo esa mañana pegajosa
del otoño habanero, con su incipiente calvicie, los cachetes abultados por la
prótesis y los lentes de carey con los que pretendía disimular su identidad. ¿Cuánto
había transcurrido desde entonces? Quiso recordar su partida entre disfraces y
precauciones, pero el tiempo se le escapaba como el agua del arroyo inexistente
en los días de sed. Sentía las piernas acalambradas, ausentes, y un vaho cálido
que subía desde su pantorrilla derecha, apenas cubierta por un esparadrapo mugriento.
¿Era un boro? El recuerdo de los ayes de sus compañeros durante la extracción
del inmundo gusano entre nubes de insectos en la manigua, se confundía con el
de su propio alarido al momento de sufrir el latigazo de fuego que lo dejó
tendido en la orilla pedregosa del río, un golpe seco que ahogó el tronar de la
balacera y revivió el murmullo del torrente y la floresta.
Pero ahora no
sentía dolor, más bien lo creía ajeno, como si se filtrara a través de las
gastadas paredes de adobe de la escuelita sólo para ensañarse con el final de su
andadura. “No soy yo”, se escuchó decir nuevamente, al evocar esta vez la
imagen que le interpelaba desde otro espejo, el de su habitación del hotel
paceño, donde había aguardado impaciente la hora de volver a ser él mismo, en la
víspera de la hora definitiva, la del reencuentro con su sino.
Vio que se le
movían las piernas, que la derecha se montaba lentamente sobre la izquierda,
digitada por una fuerza extraña, ajena a su voluntad. Y sintió un cosquilleo
agudo y doloroso que se extendía desde la cintura hasta el pecho. “Son
jejenes”, pensó. Quiso fumar para espantarlos. Buscó la pipa y la picadura de
tabaco, pero no encontró nada entre sus andrajos. “Aleida …”, susurró, buscando
a su compañera en procura de ayuda. El sonido hueco del cuartucho le devolvió
un gemido como única respuesta, un sollozo, que tardó en reconocer como suyo.
No había
reparado hasta entonces en el ajetreo que le rodeaba, en la procesión de sombras
que se agigantaban y achicaban, el mismo cortejo lúgubre de uniformes animados
que había visto un día antes en la cañada. “¡Ríndanse rojos de mierda!”, “¡Salgan
con las manos en alto, carajo!”, tronaban las paredes, animadas por ecos
distantes.
El olor a covacha
cerrada, húmeda y caliente, inundaba la estancia. Sintió que tiritaba, que un
frío de muerte congelaba poco a poco sus entrañas, sin que la fiebre que le
quemaba la piel alcanzara a calentar su cuerpo avejentado por el dolor de las 337
noches de insomnio. Estiró las manos para recoger los rayos de sol que se colaban
por la puertita desvencijada, pero cuando creía tenerlos a su alcance, los veía
alejarse, retobones, en medio del espasmódico trajinar de las sombras.
Alguien le
ofreció un plato de sopa. Era una mujer joven, de pelo negro y rostro moreno,
con un guardapolvo blanco que dejaba ver una blusa floreada de percal y una
faldita cosida a mano. Imaginó que era la maestra de la aldea y le señaló el
error de un pequeño letrero que colgaba en una de las paredes del aula. “El sé
de saber lleva tilde…”, le dijo, arrancándole una sonrisa sonrojada. Sus ojos castaños,
sus muslos firmes y sus senos pequeños le recordaron a la moza de la que quedó
prendado días antes en el caserío del Quiñal.
Las picaduras
de los jejenes, las yaguasas, los mariguís y las garrapatas se habían
convertido en llagas purulentas que le abrasaban el cuerpo como tizones. Acosado
por el asma y la fiebre, no lograba sacudirse del frío que le congelaba el
alma. Sintió que estaba todo cagado, con sus harapos embarrados y un hálito
fétido que le subía desde las extremidades y le laceraba el rostro. “¡Estoy
hecho una mierda, un guiñapo!”, se dijo.
Recordó la
mirada dulce de la maestrita y sintió vergüenza. Vio entre las sombras el
perfil afligido de su madre. Lo miraba con la misma ternura que advirtió en su
semblante el día que lo despidió en la estación de Retiro, catorce años atrás, cuando
le pidió a su amigo Calica, con
lágrimas en los ojos, que cuidara de su muchacho, “mi Ernestito”, de quien
pensaba que “no había salido todavía del cascarón”.
“¡No soy yo!”,
quiso convencerse. Recordó la mañana en que se consoló ante el espejito de
bolsillo, tres semanas después de su arribo al campamento de los alzados,
cuando comprobó que su pelo estaba creciendo, que el teñido de las canas
comenzaba a desaparecer y que, finalmente, le nacía la barba. “Dentro de un par
de meses volveré a ser yo”, pensó ese día, contento de su inminente reencarnación
en su propio cuerpo.
Después vino lo
que vino, el deambular por la selva a trancas y barrancas; las astillas
clavadas en las tripas y la garganta por el hambre y la sed; las caminatas arrastrando
los pies descalzos bajo la lluvia, escudriñando las copas de los árboles en
busca de alguna fruta, atentos a cualquier ruido que pudiera delatar la
presencia de una pieza de caza, mascando yuyos para despistar al ayuno. ¡Nada
de nada! Y las inesperadas comilonas gracias a la milagrosa aparición de algún
mono o de un chancho de monte, con sus secuelas de eructos, pedos, cólicos, vómitos
y diarreas. Era la “nueva etapa” que había proclamado el primer día de su
campaña, aunque no la imaginaba de esa manera.
Quería dormir
para espantar las premoniciones y malos augurios que se le atoraban en la
mente, pero apenas asomaba el sueño se le aparecía la imagen de la yegüita moribunda,
con la mirada suplicante, echando sangre a borbotones por el cuello, a la que había
acuchillado en plena selva en uno de sus raptos de desesperación; o veía a sus
compañeros sacudidos por los calambres, tomando sus propios orines para
combatir la sed, llorando por un buche de agua. Veía miles de carabinas
vomitando fuego en medio de la cañada, escuchaba los gritos de terror disfrazados
de interjecciones de combate: “¡Ríndanse, cabrones!”, “¡Váyase a la mierda,
carajo!”, y despertaba sobresaltado, musitando “¡no disparen… soy el Che!”.
Sintió que
alguien le jalaba de las barbas y las greñas apelmazadas por la sangre y la
mugre, que lo abofeteaba, que le conminaba a que le respondiera a esto y aquello
y que le gritaba, entre escupitajos, “¡por fin te di caza, hijo de puta!”, pero
él estaba en otra parte, sumido en una danza de imágenes en blanco y negro que
convertía el pasado en presente, entre sones militares, quenas lastimeras y
consignas en desuso que pugnaban por liberarse de las ataduras del olvido. Veía
a los indígenas del Altiplano, con sus rostros impasibles e impenetrables, y a los
mineros “invencibles y poderosos” de Bolsa Negra, encaramados en sus viejos
camiones sindicales como “guerreros de otras tierras”, a los que había conocido
en los albores de la Revolución Nacional.
Creyó revivir
los desfiles de las milicias obreras y campesinas que vio transitar por El
Prado paceño, en su ya lejana primera visita, y reconoció el aroma de la
rebeldía que había sentido esos días, el olor dulzón de la pólvora de los fusiles
Mauser y los cachorros de dinamita. Aquí “se ha luchado sin asco”, le había
escrito a su amiga. Un tableteo sordo y pesado, que él supuso del mismo pasado,
espantó a los loros y papagayos que reposaban en la arboleda del caserío. Escuchó
unos alaridos en el cuartucho vecino, pero los confundió con los chillidos de
la parvada y con sus propios quejidos.
El trajinar de
sombras pareció detenerse en la habitación. Alcanzó a percibir una figura solitaria,
un fantasma que se plantaba vacilante ante sus miembros ultrajados, como una visión.
Intentó fijar su mirada en el rostro del espectro. Quiso decir algo, llamar, gritar,
pero no logró traducir sus pensamientos en palabras. Le salían en cascada, pero
nacían muertas, ahogadas en su propia garganta, y se perdían en un mar de murmullos.
Sintió que miles
de agujas de hielo le atravesaban el cuerpo y le estallaban en el corazón. Se
escuchó lanzando un aullido, inaudible, y advirtió que su grito, impotente,
quedaba petrificado en una mueca. Se vio suspendido sobre sus despojos, mirándose
desde lo alto, y reconoció su rostro a lo lejos como en un espejo, con la
claridad de los amaneceres y la transparencia de la que hablaría el trovador. Se
descubrió con los mechones desprolijos, sedosos, brillantes; la barba rala y el
bigotillo a lo Cantinflas; la boina negra, apoyada sobre la oreja izquierda, con
la estrella roja de cinco puntas en la frente; el habano humeante en la boca y la
mirada perdida en el infinito. Sonrió, socarrón, mientras la imagen se desvanecía
en su propio confín.
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Juan Carlos Salazar del Barrio es periodista,
narrador y docente universitario. Radica en la ciudad de La Paz, Bolivia. En su
importante currículum periodístico destacan importantes actividades: ha sido
corresponsal de la Agencia Alemana de
Prensa (DPA) en Bolivia, Argentina, México, América Central y Cuba. Fue
editor internacional del diario Excélsior
de México. Dirigió el Servicio Internacional, en lengua castellana de la
agencia DPA en Madrid, España.
Cubrió los acontecimientos de la guerrilla del Che Guevara en Bolivia, los
procesos de militarización del Cono Sur de América, la guerra civil centroamericana,
el levantamiento zapatista en Chiapas.
Es miembro del
Directorio de la Agencia de Noticias
FIDES (ANF), Presidente del Directorio
de la Fundación Para el Periodismo (FPP) y docente de Periodismo de la Universidad Católica de Bolivia (UCB).
Es coautor de “La guerrilla que contamos”, libro en el
que relata, junto con los periodistas José Luis Alcázar y Humberto Vacaflor, la
“historia íntima” de la cobertura periodística de la guerrilla boliviana del
Che Guevara, y de “Che: Una cabalgata sin fin”, sobre las incógnitas que aún
rodean a la captura y ejecución del guerrillero argentino-cubano en Bolivia en
1967. También es autor de “Semejanzas”,
un libro en el que retrata a 40 personajes, en su mayoría bolivianos. Sobre
esta obra, el escritor e historiador boliviano Carlos D. Mesa Gisbert dice que “el libro es un trasiego que
hipnotiza”, en el que el autor “combina la calidad narrativa, los hechos, el
perfil humano de los personajes y la historia intensa que fluye detrás”, y
“demuestra una vez más el gran parentesco y vinculación entre periodismo y
literatura”.
Ha participado
en otras obras colectivas, como “Prontuario”,
un libro que recoge varios casos de la crónica roja que conmocionaron a Bolivia
(Editorial 3600 y Página Siete, 2018), con Liliana Carrillo, Isabel Mercado,
Cecilia Lanza y otros.
Obras publicadas:
Periodismo en tiempos de dictadura (con Harold Olmos y Fernando Salazar) Fundación para el periodismo y Plural Editores, La Paz, Bolivia, 2021
Prontuario (con Liliana Carrillo,
Isabel Mercado y Cecilia Lanza, Editorial 3600/Página Siete, La Paz, Bolivia,
2018)
Semejanzas (Plural Editores, 2018, La
Paz-Bolivia)
Che: Una cabalgata sin fin (con Gonzalo
Mendieta y Luis González, Editorial Página Siete, La Paz-Bolivia, 2017)
La guerrilla que contamos (con José Luis
Alcázar y Humberto Vacaflor, Plural Editores, La Paz-Bolivia, 2017)
De buena fuente (Coordinador, Madrid,
España, 2010)
Manual de Estilo de DPA (Coautor,
Hamburgo, Alemania, 2006)
Distinciones:
Premio Nacional
de Periodismo 20162
100 Personajes
Latinos de 2010 (España).
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Fuentes:
Wikipedia
Ilustración: Luis Zilveti
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