Germán Arauz Crespo - El milagro de las sandías

 El milagro de las sandías


German Arauz Crespo 

 

Ni subidos sobre los hombros de otros lográbamos abarcar con la mirada los límites del sandial. A lo lejos, solo podíamos ver el reflejo del sol estallando sobre las frutas. Lentamente nos fuimos repartiendo por el terreno. Era tal nuestro entusiasmo, que ni tomamos en cuenta el tamaño de cada fruta ni aquel calor que amenazaba partir la tierra. Hasta nos parecía sueño. ¡Todito el sandial de don Casiano a nuestra disposición y ni siquiera debíamos apresurarnos por temor a los hondazos del dueño!

 

No había en la zona fruta más apetecida que la cultivada por don Casiano y tal vez por eso, este prefería venderla afuera y no en el pueblo. Es posible que sean sus tierras, es posible que –como decía don Uruguay Carrillo- sea la suerte del avaro. Lo cierto es que todo lo que sembraba ese hombre, resultaba siempre una cosecha envidiable.

 

De sus tierras salían los choclos más tiernos, las mangas más dulces, las sandías más grandes, las naranjas más jugosas. Situado en lo alto de la loma, el puesto de Don Casiano era el más apetecido. Y el menos visitado. Los dueños jamás invitaban a nadie y si alguien se acercaba para conversar, era atendido hoscamente en la tranquera. Entre nosotros tampoco había quien pudiera jactarse de haber cruzado alguna vez la alambrada sin que un certero hondazo dejara escociendo las nalgas. A simple vista parecía pan comido. No tenía ni siquiera un perro para que denuncie a los intrusos. “el último que tuvo aguantó 23 días comiendo ruda. Qué desventura la del animalito. Cuando se murió, ya casi era un vegetariano convencido”, solía contar Israel Mendoza, el camionero. Pese a todo eso, el cerco de don Casiano era impasable. Donde uno metiera la nariz –ya sea al alba o al atardecer- allí encontraba al dueño, revoleando con placer su honda.

 

Sería para evitar esas invasiones que don Casiano nunca dejaba su propiedad. Salvo cuando tenía que viajar para colocar sus productos afuera. Entonces, quien entrara allí con deseos de sacar una naranja para calmar su sed, seguro encontraba a su mujer. Y si en el pueblo había alguien que sepa manejar la honda mejor que don Casiano, esa era doña Etelvina.

 

La fama de tacaño del hombre se fue extendiendo a los pueblos vecinos. No había en los alrededores quien quisiera trabajar para él, y cuando llegaban las épocas de la siembra o la cosecha, tenía que ir cada vez más lejos a buscar quien lo ayude. Muchos de sus peones abandonaban el trabajo antes de terminarlo. Parece que el hombre les mezquinaba hasta el agua que tomaban. “La última vez ya los tuvo que traer del sur de Potosí”, recordó Pastor Vaca. “¡Había que ver cómo se derretían esos collitas!”, añadió Cesáreo Nogales. “Como siga así, hasta su mujer se le irá”, predecía Benigno Perales. “Y eso, de seguro, le cambiaría la suerte. ¿Quién sería capaz de encontrar mejor peón que doña Etelvina y por nada?, retrucaba Inocencio Taboada.

 

Y era cierto. Nadie había visto una mujer más valiente para el trabajo en el campo que doña Etelvina. Laboraba de sol a sol con l misma energía que tres peones. Y ni siquiera cuando quedó preñada disminuyó su capacidad de trabajo. Todo el mundo le achacaba a ella la prosperidad del puesto. Quién podría creerlo… justo fue eso lo que la mató. Estaría de unos siete meses, cuando el marido tuvo que viajar de urgencia a Tarija para acomodar a buenos precios las sandías antes de temporada. Entonces fue que la mandó a que ensillara el caballo.

 

Algo habrá pasado, porque el caballo de don Casiano eran más manso que sapo criado en casa. Tal vez se le acercó alguna víbora. El caso es que justo cuando la mujer iba a colocarle los aperos, el ruano le mandó un patadón en pleno vientre. Murió –dicen que sin largar un quejido- dos días después. El doctor solo puedo atenderla una vez y, para eso, tuvo que prometerle al dueño de casa que no le cobraría un centavo por la consulta. Para el velorio –sin que nadie se los pida- los vecinos comenzaron a subir a la loma llevando café, azúcar, cigarritos y hasta alcohol para velar, como Dios manda, a la muerta. Es que, así como el marido inspiraba desprecio, doña Etelvina siempre fue objeto de simpatía y lástima de parte del pueblo. Al día siguiente, a las dos de la tarde, pese al solazo que perforaba los techos de las casas, el pueblo comenzó a reunirse en el puesto del avaro, para el entierro. Nosotros también. Pero por la parte de atrás.

 

Sabíamos que don Casiano debía asistir al cementerio dejando sola la casa. Era una oportunidad, que no volvería a presentarse en veinte años, para visitar el sandial. Nos habíamos reunido como ocho chicos y teníamos bien preparada la estrategia. Llevaríamos las sandías al borde de la ladera de manera que, al final, no tengamos que hacer más esfuerzo que empujarlas cuesta abajo. Los más chiquitos, como Luciano y Edil, esperarían a medio camino para dar un empujón a la fruta que pudiera quedar estancada. Iniciamos la cosecha con mucha alegría. Pero esta duró muy poco. A los pocos minutos el sol de la tarde empezó a espantar todo nuestro entusiasmo. Las espaldas empezaron a ardernos y, por su tamaño, transportar cada fruta hasta el borde de la ladera era un verdadero suplicio. Apenas habíamos logrado reunir allí poco más de una docena de sandías, cuando Saúl nos dio la voz de alarma: “¡Vuelve el tacaño!”.

 

Nos asomamos al borde del cerro. El cortejo, encabezado por el viudo y compuesto por una veintena de personas, retornaba del cementerio trabajosamente. Caminaban con dificultad, achatados por el solazo, dispuestos a un último esfuerzo que les permita ascender hasta le puesto. Era imposible que no nos vieran. No nos quedaba otra cosa. Empezamos empujar con desesperación la fruta apilada, que comenzó a rodar provocando una avalancha. Don Casiano levantó la cabeza y quedó paralizado. Era como si le hubiese caído un rayo. Pero eso fue solo un instante. Luego comenzó a correr cerro arriba con desesperación. Aterrorizado, sentí un líquido tibio entre mis piernas.

 

El tacaño subía trabajosamente, resbalando en las piedras de la ladera, volviéndose a levantar. Hasta que alcanzó la primera sandía. Rápidamente la levantó y, partiéndola en dos sobre una de sus piernas, hundió la cara en la superficie roja y fresca de la fruta y empezó a comerla con desesperación. Luego, mirando hacia nosotros, gritó ansioso: “¡Tiren más sandía, carajo!”, y volviendo hacia quienes lo acompañaban: “¿Vengan compadre, sírvanse fruta! ¡Aprovechen ahora que la Etelvina se ha muerto!”.

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Germán Araúz Crespo

“El milagro de las sandías”

Nadie supo finalmente – cuentos reunidos

1ra edición

Editorial 3600

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