Los
rumores eran ciertos; aquella tarde, comenzaron a repartir memorandos de
despido en la empresa. Mario Gómez amenazó con una huelga. Una de las
secretarias no paraba de llorar; dijo que era madre soltera, mantenía a sus
tres hijos y, además, a su madre que estaba enferma. Carlos, Sandra y Pablo
hablaron de un juicio. El ambiente se puso tenso, insoportable. Esperé con
ansias que llegara la noche. Quería salir y despejarme un poco, olvidarme del
trabajo, de la secretaria, de Mario, de los juicios, de todo aquello. Y no
pensar en que mi futuro también pendía de un hilo. Debía buscar otro trabajo.
Después
de salir de la oficina, me senté en un banco de la plaza Abaroa. No era
precisamente el mejor lugar para relajarse, pero al menos me distraería un
poco. A unos metros de donde estaba, algunos muchachitos jugaban con una pelota
sobre el césped que, aunque desgastado y roído, les brindaba horas enteras de
diversión. El más alto de ellos le dio una patada a la pelota y la mandó
directo hasta mis pies. Me levanté y se la envié de vuelta. Con un tiro bien
calculado y apuntando directo al arco, intenté meter un gol. Tuve la sensación
de volverme niño otra vez, aunque apenas me duró un par de segundos, cuando
tomé conciencia de que mi cuerpo les doblaba en altura y en edad. Hubiera
querido retroceder en el tiempo. Sentí mucha nostalgia y también tristeza.
Volví a sentarme otra vez.
No sé
cuánto tiempo estuve sentado, quizás hasta las ocho. Los hermanos Luis y Tomás
estaban ajustando sus instrumentos para tocar sus canciones. Uno de ellos
sostenía un saxofón y el otro una guitarra eléctrica. Aunque tenían un aspecto
descuidado, me cayeron bien. Saludaron al público y comenzaron a interpretar
una canción de Alejandro Sanz cuyo título desconozco, aunque lo reconocí de
inmediato porque la secretaria de mi trabajo solía tararearla. Sin embargo, la
ejecución de la canción fue deficiente y, sinceramente, lamentable; irritó mi
alma y también mis oídos.
Les di la
espalda y preferí ignorarlos. Fue entonces cuando la vi. Justo enfrente de mí
se encontraba sentada la chica más bonita que había visto en persona. Estaba
sola y parecía sumida en la tristeza. Desprendía algo especial: una combinación
de sensualidad, inocencia y melancolía. Una expresión extraña que me atraía y
fascinaba. Vestía un abrigo beige y una bufanda carmesí. Estuvo sentada por
unos minutos y luego se marchó. Hubiera ido tras ella, pero me contuve. Pensé
que después me arrepentiría. En muchas ocasiones me arrepentí por situaciones
similares. Vaya que lo hice. Dirigí mi atención hacia Luis y Tomas, que
terminaban de interpretar el tema de Alejandro Sanz y continuaron con "La
chica de Ipanema". Esta vez lo hicieron mejor. Me acerqué para
escucharlos. Utilizaban una caja de ritmos. La introducción con la guitarra fue
bastante acertada; después se unió el saxo, en un tono pausado. El sonido del
saxofón reemplazaba a la voz humana; sonaba bien, aunque personalmente hubiera
preferido que una joven cantara en lugar del saxo. Me imaginé la escena; habría
resultado encantador.
Cuando
terminaron, el reducido público que estaba congregado aplaudió con emoción. Me
agaché para poner unas monedas en un sombrerito que habían colocado frente a
ellos y, al incorporarme, vi una delicada mano que también dejaba algo de
dinero. Era la chica de la bufanda carmesí. Había regresado. Dio unos pasos
hacia atrás y rogué en mi interior que no se fuera.
Luis y Tomás
dieron las gracias, y el escaso público aplaudió. Yo sabía que eran Luis y Tomás
porque ponían un letrero: "Luis y Tomás - Brothers Jazz Band".
Y sabía que eran hermanos porque decía "Brothers" y se
parecían demasiado. Aunque lo que era obvio para mí no lo era para todos.
El
letrero era bastante grande y aun así no faltaba quien preguntara:
"¿Quiénes son?" Incluso alguien del público preguntó: "¿Por qué interpretaban
con un saxo y una guitarra eléctrica?" Era como preguntar por qué una
película de acción no podía ser también conmovedora; a veces, la magia radica
en la combinación inesperada.
"¿Luis
y Tomás?", preguntó alguien, "¿serán sus nombres verdaderos?".
Probablemente no lo eran, pero ¿qué importaba? Comenzaron con dificultades,
pero poco a poco encontraron su ritmo y mejoraron. Más personas se congregaron
a su alrededor. Luis y Tomás anunciaron su despedida, revelando que tomarían un
vuelo a medianoche en busca de fortuna en Brasil, después de haber tocado
algunas veces en esa plaza. Una señora les sugirió que se quedaran, y otra hizo
lo mismo; el resto del público les aplaudió.
En lo
personal, lo único que me preocupaba era que tocaran algo aburrido y que la
muchacha de la bufanda carmesí se marchara. Ni siquiera había intentado
acercarme a ella y temía perder mi oportunidad en cualquier momento. Ya lo
había perdido en otras ocasiones. Pensaba en una o dos cosas para decirle a la
muchacha y de pronto giró en mi dirección y nos vimos a los ojos. "Es un
buen grupo, ¿no te parece?", le dije sin pensarlo. Ella no respondió. De
inmediato comencé a perder las esperanzas, aunque aparenté que no me importaba.
Volvió a mirarme. Lo advertí de reojo. "La cuarta cuerda de la guitarra
necesita afinarse", me dijo. Me sorprendí. Noté que se estremeció un poco
y cruzó los brazos. "¿Te hizo frío?", pregunté. "Sí, un
poco".
Luis y
Tomás interpretaron "Cry me a River" de Arthur Hamilton.
Observé cómo ella se emocionaba y sonreía. Cantó el tema en voz baja,
murmurando; apenas se movieron sus labios. Cuando concluyó, le comenté:
"Por lo que vi, te gusta mucho el tema". Y ella: "Sí, me
encanta, me trae muchos recuerdos. ¿A ti te gusta?". Y yo: "A mí me
gusta cómo lo cantas". Y ella: "No seas adulador, ni siquiera me
escuchaste". Y yo: "Tomemos un café". Y ella no contestó. Lo
arruiné, pensé. Siempre fui torpe para esas cosas, me apresuré demasiado. Luego
me dijo: "No lo tomes a mal, solo que no suelo hablar con extraños".
"Lo lamento", le dije, "me llamo Antonio ¿y tú?". Ella se
quedó callada un momento que me pareció una eternidad. "Me llamo
Anahí", me respondió luego. Parecía distraída. "Ya no somos tan
extraños", afirmé, "tomemos algo". Ella se quedó pensativa unos
segundos. "Bueno", respondió, "pero solo un café".
Cruzamos la
calle y entramos en el "Café Blueberries"; ella pidió un jugo
y yo un café. Después de conversar un poco, le dije: "Se nota que tienes
un buen oído". "Soy profesora de piano", dijo ella. Yo imaginaba
que una profesora de piano debía ser vieja y gorda y, además, fea y estricta;
pero ella era todo lo contrario.
"¿A qué
te dedicas?", me preguntó. "Vivo", contesté. Ambos reímos.
"¿Trabajas?", indagó. "Estoy buscando trabajo", respondí.
"No me agradan los chicos mentirosos", prosiguió, "si quieres
que llevemos una buena relación, la sinceridad es fundamental". "¿Por
qué crees que te miento?", repliqué. "Tu apariencia no coincide con
alguien que no trabaja, ¿tus padres te mantienen?"
Entraron
tres muchachos al café y, al notarlos, ella se inclinó hacia un lado para
evitar que la vieran. Pidió que nos fuéramos. Solicité la cuenta y luego
salimos del lugar. "¿Por qué te ocultaste?", pregunté intrigado. Me
explicó que uno de ellos era Hugo, alguien con quien solía salir, pero ya no
quería tener nada que ver con él. Continuamos caminando por la Av. 20 de Octubre;
vivía cerca de la gasolinera de San Jorge. Me reveló cómo Hugo solía controlar
todos sus movimientos y le prohibía salir o hablar con otros chicos. Su
relación estaba llena de celos y manipulación. Al llegar a su casa,
intercambiamos nuestros números de celular y prometí llamarla.
Nos
encontramos en un par de ocasiones. En algunas de ellas, la recogía donde daba
clases particulares. Otros días, nos veíamos en la Plaza Abaroa y charlábamos
durante un par de horas. A medida que pasaban los días, mis sentimientos se
enfriaban. Ella repitió varias veces que no deseaba tener una relación con
alguien que hubiera atravesado momentos penosos con sus parejas anteriores. Lo
nuestro era especial y diferente, tenía la esperanza de que las cosas podrían
progresar y llegaría el día en que hubiera algo más entre nosotros.
Un día,
mientras la dejaba en su casa, me invitó a pasar. Además, añadió que sus padres
estaban de fiesta en otro lugar. Hice una pausa, para disimular mi creciente
curiosidad. Tras considerar su oferta durante un instante, no tardé en
aceptarla con una sonrisa. La vivienda poseía un encanto singular; aunque
pequeña, exhibía una hermosura marcada por una decoración clásica. Aquella fue
la primera ocasión que la vi en su entorno familiar. Ella destacaba por su
singularidad, a diferencia de muchas otras chicas que había conocido.
Nos
sentamos en la sala y nuestra conversación fluyó ininterrumpidamente. Ella no
buscaba explicaciones detalladas ni profundizaba en asuntos personales. Su
enfoque estaba en disfrutar de la conversación y el momento. Algunos podrían
considerarla superficial o sencilla, exenta de traumas y todo eso que Freud
solía mencionar. Sin embargo, la comodidad que sentía con ella era innegable.
Me permitía ser completamente sincero con mis sentimientos, lo cual marcaba una
gran diferencia en comparación, por ejemplo, con Adriana.
Adriana
había sido mi novia en el pasado. Desde que la conocí, no dejaba de
interrogarme: dónde nací, dónde estudié, dónde vivían mis padres y parientes,
dónde trabajaba. Llegó al punto de pedir mi cédula de identidad, buscando
verificar que mi nombre no fuese falso, y luego tejía conjeturas e intrigas a
partir de esa información. La llamaba "Señorita KGB". Adriana la
obsesiva, la entrometida, la que cruzaba límites.
Sin
haberlo esperado, me encontraba en la casa de esta chica peculiar, disfrutando
de una conversación sincera y relajada, algo que contrastaba con las
experiencias que tuve con Adriana. La atmósfera estaba enriquecida por un piano
de pared ubicado junto a la ventana. "¿Tocarás algo?", le pregunté.
Le pedí que interpretara la canción que había cantado el grupo en voz baja
cuando nos conocimos, el tema "Cry Me a River". Se sentó
frente al piano y comenzó a dar vida a los suaves arpegios que marcan el
comienzo de la canción. Era un momento especial para mí, ya que nunca había
asistido a un recital en vivo ni nadie había tocado música especialmente para
mí.
Moví una
silla cerca de ella y mientras interpretaba, se sumergió en la canción, dejando
que su voz se elevara. Observaba su rostro con atención, capturando cada
detalle mientras cantaba. A momentos, cerraba los ojos para sumergirme aún más
en su melodiosa interpretación. De repente, noté un cambio en su voz, una suave
tristeza que se colaba en su tono. Nuestros ojos se encontraron y su rubor
delató su incomodidad momentánea. En ese instante, la atmósfera se cargó de un
matiz romántico, un instante en el que la conexión entre nosotros se intensificó.
De
pronto, nuestra intimidad fue interrumpida abruptamente por la entrada
inesperada de otra joven en la sala. Estaba cubierta por un salto de baño y
tenía el cabello envuelto en una toalla. A simple vista, calculé que tenía casi
la misma edad que Anahí.
"¿Y
quién es este individuo, Samy?", cuestionó la joven. "Es el amigo del
que te hablé, Antonio", respondió Anahí. "¿Samy?", inquirí
confundido. La muchacha afirmó: "No oí que entraran, estaba en la ducha".
Acto seguido, se encaminó hacia la cocina. "Me mencionaste que te llamabas
Anahí”, señalé a Samy. "No iba a revelar mi nombre de pila a un
desconocido, me llamo Samanta, pero puedes decirme Samy; Anahí es mi segundo
nombre."
"¿No
despreciabas a los mentirosos?... ¿Y quién es ella?", pregunté. "Ella
es mi hermana, se llama Shakti", aclaró Samy. "No me dijiste que
tenías una", le dije con tono molesto. La hermana regresó con un pequeño
frasco de esmalte, se sentó en el sillón y comenzó a pintarse las uñas de las
manos después de dejar el frasco sobre la mesa. Me miró de reojo. "Vamos a
sentarnos allá", sugirió Samy. Nos acomodamos frente a su hermana. Shakti
tenía un bindi en la frente. "Pareces hindú", comenté.
"Mi hermana no solo lo parece, sino que cree ser la reencarnación de una
monja tibetana, discípula del Dalai Lama Lilan Po", explicó Samy. "No
es que lo crea, lo soy. Además, soy devota de la diosa Rambha, y Lilan Po era
el maestro del tantra blanco, era lama y no llevaba el título de Dalai
Lama", añadió Shakti.
"¿Quién
es Rambha?", pregunté. Shakti comenzó a responder, pero en ese momento el
celular de Samy sonó. "Hola", saludó Samy, se levantó y se retiró a
la cocina. Shakti me miró y, al ver sus ojos, sentí una electricidad extraña
que recorrió mi cuerpo. Creo que ella también sintió algo similar y apartó la
mirada. "¿Tú y mi hermana tienen algo?", preguntó, mientras veía sus
uñas. "¿Algo?", respondí sorprendido. "¿Dormiste con ella?".
"¡No! Claro que no". "¿Desde cuándo se conocen?", aclaró
Shakti. "Desde hace unos días", respondí. Ella rió. "Hay muchas
cosas que no son pura coincidencia", agregó. Fue interrumpida por Samy al
salir de la cocina. "Es Hugo", nos dijo, "iré a verlo. Me vio
con Antonio y está furioso". "¿No habían terminado?", preguntó
Shakti. "Sí, terminamos, pero..., Antonio, te dejo. Ya regreso”, dijo
Samy. “No te vayas, quédate", pidió Shakti, "ese tipo no te
conviene".
Samy se
fue y Shakti refunfuñó. "No sabía que Samy tuviera un novio",
comenté. "Es él", me informó, señalando una foto en una repisa. El de
la foto tenía una expresión un tanto tonta. "¿Y dónde están tus
padres?", pregunté. "Han viajado", respondió Shakti.
"¿Viajaron? Pero Samy me dijo que fueron a una fiesta". “¿Y tú le
crees?”, cuestionó. Ella terminó de pintarse. “Sabes”, dijo Shakti, “no creas
que, porque estamos solos y yo en una situación vulnerable, podrías
aprovecharte. Sé defenderme, estudié artes marciales”. “De ninguna manera pensé
eso”, le respondí. Ella me miró y anunció que subiría a su habitación. Yo me
quedé sentado, sin saber qué hacer.
"¡OYE!
¿CÓMO DIJISTE QUE TE LLAMAS?", exclamó Shakti. "Antonio", le
respondí. "¿CÓMO?", volvió a exclamar. "¡ANTONIO!", le
repetí. "¿ANTONIO, ¿PUEDES AYUDARME?" Subí a su habitación y, con
amabilidad, me pidió que sacara sus sandalias que estaban bajo la cama. Miré
mientras ella permanecía de pie, los dedos separados de manera marcada,
aguardando pacientemente a que sus uñas se secaran y deslizó sus pies dentro de
las sandalias. "Gracias", agradeció. Su cuarto estaba adornado con
efigies hindúes. "¿Y ella quién es?", pregunté. "Es Kali, la
diosa de la destrucción". "¿Y ella?". "Es Rambha, la diosa
del amor… y del placer". "¿Y él?". "Él es Kamadeva, dios
del amor”. "¿Oye, y esta cosa?", pregunté, señalando un símbolo
alargado. "Ese es el Lingam", explicó con una sonrisita,
"es un símbolo de la energía masculina, del erotismo y la reproducción. La
punta que estás señalando se le llama linga agra".
"Supongo", comenté, "que este círculo y su centro tienen algo
que ver con lo femenino". "Sí," afirmó ella, "se llama Ioni".
"¿Y este otro?". “Ese es el símbolo de la Kundalini. Cuando el lingam
y el ioni se unen y la energía sube por la columna vertebral, se te revela
nuevas realidades.
"¿Quieres
sentir cómo fluye esa energía?", me preguntó. Le respondí afirmativamente.
Verificó si el esmalte de sus uñas había secado. Luego se quitó la toalla de la
cabeza, dejando que su largo cabello cayera hasta su cintura. Continuó: "Kamadeva
enseña el arte del amor; Vatsyayana, el autor del Kamasutra, fue instruido o
inspirado por ese dios; la unión debe llevarse a cabo de esta manera y de esta
otra (ella hizo algunos movimientos con las manos) y debes guiar la energía
desde aquí hasta aquí (señaló su coxis y luego su frente); el ioni de una mujer
debe unirse con el lingam del hombre en una relación armoniosa, pero no se
trata únicamente de una unión física, lo más importante es que sea una unión
espiritual".
Luego me
dijo que me echara boca abajo en la cama, y se subió sobre mí. Comenzó a
realizar unos pases magnéticos por mi espalda. "Mmm…, en esta parte",
dijo tocando mi hombro izquierdo, "tienes la energía muy concentrada, con
el tiempo aquí puede formarse una enfermedad, debo distribuir la energía
equitativamente en todo el cuerpo". Me hizo dar la vuelta y se subió sobre
mi cintura. Hizo pases por mi pecho y su bata se abrió un poco. No puede evitar
pensar en el acto de amor de Rambha. Pensé en el lingam y el ioni. Pero Shakti
pensaba en su ritual sagrado. Subía con sus manos la energía desde mi abdomen
hasta mi cabeza y luego a mis brazos, de mis brazos a mi cabeza y viceversa.
Kamadeva enseña el arte del amor, yo decía mentalmente, Kamadeva... Kamadeva.
Hasta que después de varios minutos me sentí cansado, como en trance y ella
también. Se echó sobre mí y su cabello cubrió mi rostro. Yo quedé completamente
inmóvil.
No
recuerdo qué pasó después de eso. Creo que me dormí, porque cuando abrí mis
ojos, ella estaba peinándose frente al espejo, vestida con ropa casual. Le
pregunté qué había pasado. "Saliste de tu cuerpo", me dijo moviendo los
dedos como si imitara volar. No lo recordaba, pero me sentía algo extraño. Mi
encuentro con Shakti abría mi mente y mi alma a nuevas posibilidades
espirituales que anhelaba explorar a su lado.
"¿Samy
regresó? ", le pregunté, y me dijo que no. "¿Por qué no te gusta su
novio? ". "Es un patán”, me dijo. "Sabes algo", continuó, "una
mujer no sólo necesita ser feliz, tener una familia, tener amor, también
necesita que un hombre le ayude a crecer espiritualmente, también a autorrealizarse,
y ahí es donde muchas mujeres se equivocan; al final, la mujer elige a su
hombre y a su destino, y viceversa. Aunque yo creo que el hombre necesita más
ayuda". Yo la miré tratando de entender lo que me decía. Vi un pequeño
reloj colgado en la pared. Había transcurrido más de una hora desde que Samy
había salido y todavía no regresaba. Era cerca de la medianoche. "Será
mejor que vaya a la sala", le dije. Me levanté para salir de la
habitación, pero Shakti me tomó de la mano. Samy era más bonita, pero Shakti
era más sensual. "Tu hermana volverá en cualquier momento", le dije.
Ella me miró fijamente a los ojos, luego miró la puerta y me soltó. Minutos
después de sentarme en la sala, escuché que abrían la puerta. Samy entró
sollozando y, cubriéndose la boca con una mano, pasó directo a su habitación. Escuché
que Shakti fue tras ella. "¡TE DIJE QUE NO FUERAS, SAMY!", gritó Shakti
cuando la vio. Pregunté desde la sala qué había ocurrido. "¡LA GOLPEÓ, ESO
PASÓ!".
Subí las
escaleras y me acerqué a la habitación de Shakti. Samy se recostó en la cama de
Shakti, y ella la relajó encendiendo unos inciensos y haciéndole caricias;
luego le puso una crema en la hinchazón de su labio. Samy todavía lloraba un
poco. "Iré a buscar a ese tipo... ¿dónde vive?", les dije.
"Tú... tranquilízate", dijo Shakti. "No ganas nada con la
violencia, espéranos afuera por favor, yo resolveré esto". Me fui a sentar
en el sillón y aguardé. Escuché a Shakti hablando con su hermana, y Samy le
respondía sollozando. Luego, Shakti salió y me dijo que Samy se había dormido.
Hablamos
un momento y luego me marché consternado. Pensé en lo que Shakti me había dicho
acerca de las mujeres y los hombres; creo que desde cierto punto de vista tenía
razón. Aunque tampoco dejaba de pensar en Samy, apesadumbrado por lo que le había
ocurrido. Hubiera preferido ignorarlo, aunque, por otro lado, tuve la fortuna
de haber conocido a su hermana.
Hablé por
teléfono con ellas en un par de ocasiones, hasta que un día vi a Samy caminando
de la mano con Hugo. Parecía estar contenta. La llamé esa noche y le pregunté
cómo estaba. Me respondió que estaba bien. Indagué sobre el joven y ella afirmó
que no lo había vuelto a ver, aunque claramente no decía la verdad. Luego le
pedí el número de celular de su hermana, pero ella me informó que había viajado
a Argentina por una beca de seis meses. ¡Qué encuentro tan fugaz!, pensé.
Pasaron
dos años antes de que las volviera a ver. A veces paseaba por San Jorge y
pasaba por la casa de Shakti, sintiendo curiosidad por saber si todavía vivían
allí. Había perdido todo contacto con ellas, pero no tenía el valor de
buscarlas. Si bien inicialmente me sentí muy atraído por la belleza y misterio
de Samy, con el paso del tiempo descubrí que su personalidad no congeniaba del
todo con la mía. Fue su hermana Shakti quien despertó en mí una conexión más
profunda. Hasta que una inesperada noche, en un mes de primavera, cuando
caminaba por su casa, vi a Samy salir de su casa llevando a un bebé en brazos. Nunca
esperé que Samy reapareciera con un niño. Nos saludamos y noté que se puso
incómoda al verme. Me dijo que le alegraba saber que yo estaba bien, y luego me
mostró a su hijo. Me contó que se había separado del joven con apenas tres
meses de casados. Estaba notablemente cambiada. Ya no tenía el rostro más bonito
que yo recordaba. Sus ojos habían perdido ese brillo que tanto me gustaba. Shakti
tenía razón, las parejas ejercen una influencia significativa en la vida de
cada individuo. Le pregunté por su hermana y me dijo que a ella le encantaría
verme, que estaba en casa y que toque el timbre. Me enteré de que la casa
estaba en venta y que habían comprado un departamento en otra zona. Samy se
despidió y subió a un taxi ya que tenía que encontrarse con sus padres.
Quise
alejarme y empecé a caminar en dirección a mi casa, pero en un instante decidí
dar media vuelta y regresar a la casa de Shakti, sin apenas titubear. Toqué el
timbre y mi corazón comenzó a latir con mayor intensidad. Shakti apareció y al
reconocerme, me abrazó sin pronunciar palabra alguna. Aunque intenté aparentar
tranquilidad, los nervios y la emoción me invadieron cuando vi a Shakti
nuevamente después de dos años. Ella era la única persona con la que había
conectado verdaderamente, en cuerpo y alma. Nuestros ojos se encontraron y un
escalofrío recorrió mi cuerpo, como si estuviera reviviendo aquel momento en
que nos conocimos por primera vez. Comprendí que no era una coincidencia.
Me invitó
a entrar y me acomodé en el sillón. Conversamos durante unos minutos,
compartiendo rápidamente nuestras experiencias de los últimos dos años. Reímos.
Me ofreció un vaso de vino y ella se sirvió uno también, bebiéndolo de un solo
sorbo. "¿Te gustaría escuchar música?", me propuso. Sacó un CD y puso
"Just The Way You Are", interpretada por Diana Krall. Era como
si nos hubiéramos conocido toda una vida, y estaba seguro de que ella sentía lo
mismo.
"Mis
padres ya no viven con nosotros, ¿te gustaría bailar? Un día te dije que muchas
de las cosas que suceden no son meras coincidencias", afirmó. "¿Crees
que nuestro encuentro estaba destinado?", le pregunté. "¿Has pensado
en mí?", fue su respuesta. "Nunca te olvidé", le confesé. Tras
este reencuentro mágico, supe que mi relación con Shakti estaba destinada a
convertirse en algo mucho más profundo e importante que cualquier vínculo
pasajero. Shakti me veía no como una mujer ve a un hombre, sino como un alma que
reconoce a su igual. Dejó de abrazarme y me miró con aquellos ojos felinos que
tanto me cautivaban y se retiró a su habitación pidiéndome que la espere.
Después
de unos minutos, me llamó: "¡ANTONIO!, ¿PODRÍAS AYUDARME?". Subí a su
habitación. Cuando entré, cerró la puerta y apagó la luz. La habitación estaba
impregnada con el aroma del loto y apenas distinguí su mirada iluminada por la
luz de la luna. El aroma a incienso y la luz de luna en la habitación creaban
una atmósfera mística. "Sabía que regresarías", me dijo. Y yo sabía
lo que sucedería si volvía a verla. No todo en la vida es resultado del azar,
como ella me había dicho. Simplemente, era mi destino. De algún modo, ambos lo
habíamos sabido desde el primer instante. Cuando la puerta se cerró, supe que
nuestro reencuentro era sólo el comienzo de una nueva vida. La luna llena bañó
con sus rayos plateados los cuerpos sensuales de Rambha y Kamadeva.
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"Aquella noche de luz plateada" es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado de este sitio a simple requerimiento del mismo.
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