La idea de alguien padeciendo de este mal, no
es originalmente mía, pero creo que esta otra, vale.
EL OMINOSO DON DE LEVITAR
A los catorce años, cuando ella le
dijo que no, apenas llegó a su casa luego de que ella le negara su amor, él
descubrió de pronto que había dejado de ser atraído por la fuerza de la
gravedad, y empezó a flotar y a elevarse peligrosamente. Sólo el cielo raso de
su habitación, donde se había producido el fenómeno, detuvo su ascender y,
desde allí, impulsándose con los brazos, pudo descender y aferrarse en los
barrotes del respaldar de la cama, para no volver a subir. Pensó en qué hacer,
en cómo liberarse de esa sensación de haberse convertido en aire, de volverse
casi insustancial, aunque percibía perfectamente su cuerpo, y no tuvo más
remedio que llamar a su mamá. Esta, cuando llegó, se asombró del rostro
aterrorizado del muchachote, que parecía el de situaciones atemorizantes cuando
había sido niño. Al ser inquirido por su madre, sobre lo que pasaba, él se
soltó del barrote y cual un astronauta casero, empezó a levitar y a ascender
hacia el techo. La madre pegó el grito al cielo, llamó con urgencia a su marido
que vino del trabajo, y ante el cual Rafael, repitió la proeza de la elevación.
El médico, los médicos, no supieron qué hacer, ni tampoco los Físicos de la
universidad local, los cuales se comprometieron a la discreción, de manera de
que no se produjera un escándalo en la ciudad ni una avalancha de medios de
prensa ni televisión. De manera que Rafael aprendió a vivir con una especie de
anclajes ocultos en la ropa, y, aunque en los intensos veranos él jamás se
quitaba la casaca donde llevaba los pesos que lo sujetaban a la tierra, los
compañeros de clases o de trabajos, lo consideraban simplemente una especie de
excéntrico, el hombre que no sentía calor, aunque transpirara profusamente del
rostro. También, a veces, en contra de toda moda y contradiciendo los usos del
presente, utilizaba zapatos con gruesas plataformas que escondían láminas de
plomo, pero que le hacían dificultoso el caminar.
El hecho es que cuando Julieta le
dijo que no, que no quería ser su novia, Rafael perdió su condición de cuerpo
atraído a la tierra y lo condenó a la ingravidez vergonzante y vertiginosa.
Pero él la había amado desde la más tierna infancia, desde que tenían seis años
y ambos asistían al mismo colegio. Se pasó años mirándola crecer, admirándola,
haciéndola el secreto objeto de su amor. Pero había sido demasiado tímido para
revelarle a ella sus sentimientos, y cuando al fin se animó, ahí se vino la
desgracia. Entonces resultó que Rafael, pasó los siguientes diez años de su
vida, sin la posibilidad de amar. ¿Cómo podría hacerle el amor a cualquier
mujer si corría el riesgo de empezar a flotar y elevarse como un ángel
asexuado?
Ella, al terminar el bachillerato, se
fue de la ciudad a estudiar en una universidad lejana. Pero cuando regresó, con
su título de arquitecta, una tarde cualquiera se cruzó con Rafael y entendió,
con toda la sabiduría que sus glándulas le podían ofrecer, que ese hombre estaba
hecho a la medida exacta de su disposición y sus urgencias hormonales. Y
entonces empezó a asediarlo, pero él, aunque la seguía amando, se le escapaba
pues no quería correr el riesgo ni el ridículo, de que, para colocarse sobre el
cuerpo desnudo de ella, tuviera que hacerlo con chaqueta o con los ridículos
zapatos puestos. Pero el amor, ya se sabe, es fuente permanente de locuras y
Rafael, enajenado como estaba, se olvidó de todos los garfios que lo habían
sujetado a la razón y a su dimensión terrenal. De modo que, en medio de un
ataque de locura y de pasión irrefrenable, se lanzó desnudo, desprotegido sobre
ella, y en cuanto la penetró, sintió que su cuerpo volvía a tener peso, que a
pesar de que ella soltase por instantes el abrazo con que lo sujetaba en medio
de los espasmos de la pasión, él permanecía sobre ella, le producía ese peso
dulcemente asfixiante, mientras ambos recorrían los caminos infinitos del
delirio, con destino a la consumación estruendosa entre los torrentes
fervorosos del placer.
Rafael, ya vuelto a la normalidad de
su relación con el planeta, sujeto nuevamente a las leyes tradicionales de la
física, desechó para siempre la chaqueta y los zapatos trucados, y reflexionó
con la alegría de un resucitado, que únicamente el amor era el que podía
producir los más insospechados milagros. Y así, amándose cotidianamente,
vivieron con Julieta, durante algo más de seis meses, los júbilos del ardor
desenfrenado que, al menos para él, que sabía amar, significaban la felicidad
posible en esta tierra de milagros y desesperanzas. Pero ella, que era de
espíritu inconstante, le dijo de pronto que ya no lo amaba, que la relación
debía terminar. Así, a la salida del motel que había cobijado sus últimos
gritos de éxtasis, Rafael sintió que perdía consistencia y pesantez y ante los
ojos atónitos de Julieta y de algunos transeúntes, empezó a elevarse y lo
siguió haciendo, cada vez más, hasta perderse en el cielo azul de aquella
tarde, como un globo con helio que se escapa de la mano de un niño, que se vuelve
sólo un puntito en la lejanía etérea, y termina estallando con el calor del
sol.
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