Andrés Canedo - El ominoso don de levitar

 


La idea de alguien padeciendo de este mal, no es originalmente mía, pero creo que esta otra, vale.

 

EL OMINOSO DON DE LEVITAR

 

A los catorce años, cuando ella le dijo que no, apenas llegó a su casa luego de que ella le negara su amor, él descubrió de pronto que había dejado de ser atraído por la fuerza de la gravedad, y empezó a flotar y a elevarse peligrosamente. Sólo el cielo raso de su habitación, donde se había producido el fenómeno, detuvo su ascender y, desde allí, impulsándose con los brazos, pudo descender y aferrarse en los barrotes del respaldar de la cama, para no volver a subir. Pensó en qué hacer, en cómo liberarse de esa sensación de haberse convertido en aire, de volverse casi insustancial, aunque percibía perfectamente su cuerpo, y no tuvo más remedio que llamar a su mamá. Esta, cuando llegó, se asombró del rostro aterrorizado del muchachote, que parecía el de situaciones atemorizantes cuando había sido niño. Al ser inquirido por su madre, sobre lo que pasaba, él se soltó del barrote y cual un astronauta casero, empezó a levitar y a ascender hacia el techo. La madre pegó el grito al cielo, llamó con urgencia a su marido que vino del trabajo, y ante el cual Rafael, repitió la proeza de la elevación. El médico, los médicos, no supieron qué hacer, ni tampoco los Físicos de la universidad local, los cuales se comprometieron a la discreción, de manera de que no se produjera un escándalo en la ciudad ni una avalancha de medios de prensa ni televisión. De manera que Rafael aprendió a vivir con una especie de anclajes ocultos en la ropa, y, aunque en los intensos veranos él jamás se quitaba la casaca donde llevaba los pesos que lo sujetaban a la tierra, los compañeros de clases o de trabajos, lo consideraban simplemente una especie de excéntrico, el hombre que no sentía calor, aunque transpirara profusamente del rostro. También, a veces, en contra de toda moda y contradiciendo los usos del presente, utilizaba zapatos con gruesas plataformas que escondían láminas de plomo, pero que le hacían dificultoso el caminar.

 

El hecho es que cuando Julieta le dijo que no, que no quería ser su novia, Rafael perdió su condición de cuerpo atraído a la tierra y lo condenó a la ingravidez vergonzante y vertiginosa. Pero él la había amado desde la más tierna infancia, desde que tenían seis años y ambos asistían al mismo colegio. Se pasó años mirándola crecer, admirándola, haciéndola el secreto objeto de su amor. Pero había sido demasiado tímido para revelarle a ella sus sentimientos, y cuando al fin se animó, ahí se vino la desgracia. Entonces resultó que Rafael, pasó los siguientes diez años de su vida, sin la posibilidad de amar. ¿Cómo podría hacerle el amor a cualquier mujer si corría el riesgo de empezar a flotar y elevarse como un ángel asexuado?

 

Ella, al terminar el bachillerato, se fue de la ciudad a estudiar en una universidad lejana. Pero cuando regresó, con su título de arquitecta, una tarde cualquiera se cruzó con Rafael y entendió, con toda la sabiduría que sus glándulas le podían ofrecer, que ese hombre estaba hecho a la medida exacta de su disposición y sus urgencias hormonales. Y entonces empezó a asediarlo, pero él, aunque la seguía amando, se le escapaba pues no quería correr el riesgo ni el ridículo, de que, para colocarse sobre el cuerpo desnudo de ella, tuviera que hacerlo con chaqueta o con los ridículos zapatos puestos. Pero el amor, ya se sabe, es fuente permanente de locuras y Rafael, enajenado como estaba, se olvidó de todos los garfios que lo habían sujetado a la razón y a su dimensión terrenal. De modo que, en medio de un ataque de locura y de pasión irrefrenable, se lanzó desnudo, desprotegido sobre ella, y en cuanto la penetró, sintió que su cuerpo volvía a tener peso, que a pesar de que ella soltase por instantes el abrazo con que lo sujetaba en medio de los espasmos de la pasión, él permanecía sobre ella, le producía ese peso dulcemente asfixiante, mientras ambos recorrían los caminos infinitos del delirio, con destino a la consumación estruendosa entre los torrentes fervorosos del placer.

 

Rafael, ya vuelto a la normalidad de su relación con el planeta, sujeto nuevamente a las leyes tradicionales de la física, desechó para siempre la chaqueta y los zapatos trucados, y reflexionó con la alegría de un resucitado, que únicamente el amor era el que podía producir los más insospechados milagros. Y así, amándose cotidianamente, vivieron con Julieta, durante algo más de seis meses, los júbilos del ardor desenfrenado que, al menos para él, que sabía amar, significaban la felicidad posible en esta tierra de milagros y desesperanzas. Pero ella, que era de espíritu inconstante, le dijo de pronto que ya no lo amaba, que la relación debía terminar. Así, a la salida del motel que había cobijado sus últimos gritos de éxtasis, Rafael sintió que perdía consistencia y pesantez y ante los ojos atónitos de Julieta y de algunos transeúntes, empezó a elevarse y lo siguió haciendo, cada vez más, hasta perderse en el cielo azul de aquella tarde, como un globo con helio que se escapa de la mano de un niño, que se vuelve sólo un puntito en la lejanía etérea, y termina estallando con el calor del sol.

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