En el Boulevard Saint-Germain de
París, se encuentra el Café de Flore,
que junto a Les deux Magots, son
quizá los más famosos de la ciudad. Solían acoger a personalidades importantes
y todavía se codean en sus mesas artistas famosos. A Sartre le gustaba
visitarlos. A Camus también. A veces Sartre y Camus se encontraban y tomaban un
café. Alguna vez reían juntos y otras, discutían; cuando sus diferencias
políticas comenzaron a minar su amistad. Yo no presencié esos desencuentros.
Tintorelli me lo contó.
Augusto de Tintorelli era un
viejo poeta, mago y pintor. Pero también era un experto en contar historias. Él
ya tenía una edad avanzada cuando lo conocí, por lo que no dudé que había
conocido a Camus, a Sartre, incluso a Dalí. Quizá inventó aquello de las
discusiones entre los dos filósofos, aunque se sabe que ese par de cafés
también era frecuentado por los seguidores de Sartre. Yo más bien creía que a
Sartre le gustaban los cócteles, como cuenta aquella historia en el bar Bec-de-Gaz donde una vez el filósofo
practicó fenomenología con una copa de licor. Lo que puedo asegurar, porque
esto sí lo averigüé, es que a Sartre le gustaba visitar Le Rive Gauche que está en la orilla del río Sena.
Hacia el norte, en el distrito de
Montmartre, en la Rue Norvins existía un café con el nombre Le Cafe Montmartre. Tenía una fachada de
madera que provocaba una agradable sensación y le otorgaba un aire muy acogedor
y hogareño. A decir verdad, no sé si todavía exista, quizá ya no. Luego de la
pandemia me enteré de que muchos negocios habían cerrado. Sería una pena que ya
no estuviera, era muy hermoso.
Le
Cafe Montmartre me recuerda a uno en La Paz. Hace muchos años
inauguraron una cafetería con el mismo nombre: Montmartre en la zona de Sopocachi. Tenía especialidades de pastelería francesa, crepes exquisitos y
algunos licores. Mi amigo G. me invitó una noche a conocerla. Sobre todo, me
dijo, para mostrarme una copia amplificada del “Terraza de café por la noche”
de Van Gogh, que la cafetería la tenía empapelada en una de sus paredes. No se
imaginan la sorpresa que me llevé. Cuando la vi, quedé estupefacto y sólo pude expresar
una palabra a voz en cuello señalando la imagen: “¡Luuuuz!”. Lo dije sin apenas
disimular el tono arrebatado que me había producido. Es difícil expresarlo en
palabras, aunque hay una frase de Goya que ilustra esa emoción: “El acto de
pintar trata de un corazón contándole a otro corazón dónde halló su salvación”.
Esa noche hallé mi salvación, o al menos una pequeña forma de ésta.
—Te quería preguntar —me dijo G.
—, ¿qué te parece el cuadro?, pero la expresión de tu rostro me lo dijo todo.
Cualquiera podría asumir que el cuadro está iluminado y, sin embargo, del
cuadro surge la iluminación.
Asentí asombrado, el color
parecía irradiar luz donde, en rigor, no la había. Para mí la sensación que
producía era sobrenatural. Una cosa era ver el cuadro original de 81 cm × 65 cm
y otra verlo ampliado a una escala real.
—¿Te parece mágico? —preguntó G.,
acomodándose la boina y sacando un cigarrillo—. El arte produce esa sensación.
Nos transporta, nos eleva, nos coloca en otra situación mental y emocional. No
todo lo que llaman arte, por supuesto, ya que no falta quien denomine así al
capricho de alguien.
—Me parece —le dije—, que en
estos tiempos las apariencias mágicas dominan las actividades diarias, tanto en
lo artístico como en la ciencia. Por ejemplo, muchas expresiones artísticas
utilizan recursos tecnológicos para producir efectos espectaculares. En el
fondo son sólo ilusiones. Los magos recurren cada vez más a la técnica. Quizá
lo que antes se consideraba mágico sólo era el resultado de fenómenos que, en
su momento, no podían ser comprendidos debido a la falta de conocimientos.
—Sí, es verdad —afirmó G.
encendiendo un cigarrillo—, muchos fenómenos conocidos desde la antigüedad,
como la electricidad, seguramente fueron considerados como mágicos. Se dice que
Tales ya conocía las propiedades electrostáticas del ámbar y que, al frotarlo,
podía atraer algunos restos de paja. En la edad media también cuentan que
ciertos monjes conocían algunas propiedades de la electricidad. Claro que, en
esa época, esos fenómenos, atribuidos a la magia, eran prohibitivos.
—Pero esas prohibiciones —señalé
tomando un sorbo de café— se manejaban a conveniencia. En la alquimia, por
ejemplo, con la promesa de hacer ricos a los clérigos se permitía practicarla
en ciertos sectores de la iglesia.
G. asintió con la cabeza y
comentó:
—Así lo confirmó el Doctor Angélico Tomas
de Aquino en la Aurora Consurgens y la Summa Theologiae. Pero lo que era
considerado mágico en la antigüedad tiene otro tipo de connotación en nuestra
época. La conciencia mágica de la época actual no deviene como producto de una
serie de investigaciones, serias y basadas en una tradición. Si no, más bien,
como un resultado de la conciencia emocionada.
Era la primera vez que escuchaba
ese término. Incluso el término ‘conciencia’ era algo que se decía en las
conversaciones cotidianas, pero sin que su significado sea del todo claro.
—Te comento —le dije—, que es
algo confuso para mí, entiendo aquello de consciencia, con ‘s’, como la
capacidad que tenemos de darnos cuenta de la realidad en la que vivimos, y la
conciencia sin ‘s’ como la capacidad de diferenciar el bien y el mal. Pero tú
me hablas de otras conciencias.
— Es algo que se entiende mejor
al estudiar fenomenología. Pero, ¿qué te parece si lo hablamos de ello la
siguiente semana?
Una semana después, como lo
habíamos acordado, lo visitaba en su casa. Me pidió que pase a su estudio donde
estaba pintando. Dejó el pincel y se limpió las manos. De un pequeño bar, de la
esquina de la habitación, tomó una botella de vino y sirvió dos copas. Dejando
las copas sobre la mesa, sacó un pequeño cuadro de un cajón.
— Quería regalarte esto — me
dijo, extendiéndome el cuadro—. Es una reproducción por supuesto. ¿Conoces a
Alfred Sisley? —Moví mi cabeza de manera negativa—. No importa. Es otro gran
pintor como Monet, que te gusta tanto. Este cuadro se llama “Un puente y un
molino en el verano". Querías aprender a pintar y ya tienes cierto manejo
del óleo. Intenta reproducir esto.
Hizo una pausa, mientras
levantaba una copa y señalaba mi vaso para que tome un poco.
—¡Auf Ihr Wohl!,
Prost! —dijo,
exagerando el acento y riendo un poco al verme fruncir el entrecejo y
responderle Prost—. Lo que me dijiste la anterior semana me recordó a este pintor.
A Sisley se le llama el poeta de la luz. Si hablamos de la luz tendríamos que
también hablar de la oscuridad. La conciencia es como la luz, ilumina todo. Y
donde no hay conciencia se lo representa con la oscuridad, aunque no sea del
todo así. La oscuridad ya es algo, en cambio donde hay conciencia, diríamos que
no hay nada.
—El Ser y la Nada, sartreano —le
dije mientras tomaba un poco de vino—. Oh, me olvidaba. Traje esto.
Saqué una lata de paté de
Centolla. Se levantó para abrirla y sacó unas galletas.
—¿Dónde lo encontraste? —me
preguntó con sorpresa.
—Fue casualidad. En una tienda
que tiene productos importados.
—Pero este vino no le va, traeré
uno blanco.
Mientras tanto me aproximé a un
cuadro que él estaba pintando. Era una escena del mar. Tenía algunos pintados
ya enmarcados en la pared. Cuando regresó volvimos a sentarnos.
—Pero veamos qué es la conciencia
desde el punto de vista fenomenológico —continuó luego de comer una galleta con
centolla—. La conciencia es ante todo intencional. Es decir, que es algo
activo, no una especie de continente con contenidos. No ese receptáculo que
sólo capta pasivamente todo lo que a uno le rodea. Antiguamente se lo entendía
de esa manera, incluso se lo confundía con la mente, cual una esponja que
recogía las impresiones externas y las almacenaba en la memoria. O sea, una
explicación inocente, por no decir tonta. Desde Brentano y más aún desde
Husserl, se descubrió que la conciencia es intencional, y ese fue un salto
enorme. Es decir, que la conciencia tiende hacia los objetos que a uno le
rodean y, una vez que los capta, genera un significado de esas impresiones o
percepciones dotándolas de sentido. Así, todos deambulamos interpretando el
mundo. Si uno se acerca a una pared que tiene una mancha roja y la mira con
atención, no la verá pasivamente sin pensar ni decir nada sobre ella. La
atención misma lo llevará a darle una interpretación, digamos, dirá mentalmente
mancha o algo parecido, o quizá, si lo procesa más, podría preguntarse si es
una pintura, si es sangre, si fue producto de un accidente, etc. Bueno, de eso
hablamos una vez, cuando vimos que la conciencia hace relaciones por similitud,
contigüidad y contraste. Así que el mundo será mundo en tanto haya una
conciencia a la que pueda aparecerse. De ahí esa frase de la fenomenología que
siempre repetimos: “no hay conciencia sin mundo y no hay mundo sin conciencia”.
Husserl descubrió que es una estructura inseparable.
—¿Y cómo es eso de que hay muchas
conciencias?
—Lee el Bosquejo de una teoría de
las emociones de Sartre.
—¡Pero no me dejes en la duda!
—reclamé suplicante.
G. emitió una carcajada, se
levantó del asiento y fue en busca de un abrigo. Cuando regresó continuó:
—Para decirlo en forma fácil. La
conciencia, si vale el término, se configura de manera reflexiva ante el mundo.
Pero también de manera irreflexiva. A esta última Sartre la llama conciencia
emocionada, que es otra forma de estar en el mundo. De acuerdo al estado en el
que uno se encuentre, la conciencia se estructura, recoge recuerdos, hace
relaciones, modifica la conducta y modifica el mundo. De ahí que se hable de
conciencia alterada, conciencia angustiada, conciencia inspirada, etc.
Dependiendo como uno está en el mundo en cierto momento. Veamos, por ejemplo,
el miedo. Sartre, en ese libro pone varios ejemplos. Supongamos que hay un
hombre desprotegido y solo en medio de una selva. De pronto aparece un león con
ganas de devorarlo. El hombre tiembla, flaquea, se desmaya. Ante tal
adversidad, el desmayo se ha convertido en un refugio. Ha negado el peligro y
lo aniquila. Un caso similar es el del niño que se tapa con una sábana en la
creencia de que hay un ser monstruoso dentro de su armario y está presto a
salir. Como si la sábana fuera suficientemente protectora para tal fin. Lo que
el niño no quiere es ver el peligro que se asoma. El acto de no verlo es un
acto de negación hacia el mundo. El niño niega el mundo para negar el peligro.
—¿Ojos que no ven, corazón que no
siente? —le dije, riéndome. G. sonrió y, cerrándose el abrigo, continuó:
—Esta acción es de tipo ritual.
Al igual que cuando uno se asusta de súbito, levanta las manos y estira el
rostro como queriendo a la vez mostrar una actitud amenazante. La vida
cotidiana, la vida del sistema, es cada vez más opresiva. Al igual que el niño
que quiere fugarse del peligro cubriéndose con la sábana, las personas tienden
a fugarse también de esta vida agobiante, y generalmente se fugan de manera
colectiva. Se crea un rito colectivo. Por ejemplo, ¿viste que las nuevas
generaciones niegan ahora las religiones, pero aceptan casi sin crítica
cualquier forma de doctrina ocultista o adivinatoria? Mientras más simples y
hasta burdas parezcan, mucho mejor, porque se evitan el trabajo de
investigación.
—Veo a los políticos como el
reemplazo de los curas de antes dirigiendo el redil.
—Así es, el político es el mago
social. Todo es fetiche. Purga social. Se maneja la inmediatez con el show
mediático.
-—Es un circo. Pan y circo para
las multitudes.
—Se producen los ritos
colectivos. El rito es el resultado operativo de la conciencia emocionada. Se
está a la espera de lo mágico para hacernos olvidar, por acción de la sorpresa,
de las calamidades en las que vivimos.
—¿Y cómo opera ese mecanismo de
lo mágico en estos tiempos?
—Es un poco complejo. Tal parece
que la conciencia emocionada pretende operar sobre el mundo con artificios
estrictamente mentales. Como todo esto que está de moda, esos libros, esos
cursos, que si repites mentalmente ‘me irá bien’, entonces, ‘por arte de
magia’, todo irá bien. Basta con repetirlo. Bueno, a eso se le llama conciencia
mágica. El esperar que las cosas se concreten con solo desearlo. Para que algo
ocurra en el mundo físico no bastan las buenas intenciones, se necesita operar
físicamente. Nunca tomas una taza de café con solo pensarlo. Hay que ir a la
cocina y prepararlo. O alguien debe hacerlo. Pero esta última parte es lo que
niega el mago. Promete que aparecerá una taza caliente de café a fuerza de
repetirlo y desearlo, con croissant y todo.
—Se quiere recibir cosas a cambio
de no hacer nada.
—Fíjate en esto, y me parece
importante. Es quizá lo que fundamenta a la magia. Para hacer una taza de café
hay ciertos pasos que se deben realizar. La conciencia mágica pretende
argumentar, o esperar, a que se obvien estos pasos. Que de la intención se
salte al resultado.
—Como algunos que pretenden
enflaquecer caminando una hora, o dejando de comer un día. Esperan resultados
inmediatos, mágicos.
—Así es, pretenden evitar el
esfuerzo. Esa es la conciencia mágica, irreflexiva. Por ello mismo, no soporta
una crítica racional. Hay una degradación de la conducta. La conciencia se fuga
porque rechaza el mundo. Sucede tanto de forma personal como también histórica.
Hay momentos en que esa conciencia emocionada irrumpe de tal manera que hace
desaparecer la conducta racional. No es extraño que pese a tanta tecnología y
tan poca ciencia, cada vez entramos más y más a una etapa irracional de la
conducta. La tecnología ha reemplazado al brujo. Por eso la conciencia mágica
está ahora hermanada con la tecnología. La tecnología promete lo que el mago en
la antigüedad: lograr algo sin esfuerzo alguno. Estamos en la época de la
tecnocracia. Como el ensueño publicitado de algunos divulgadores de la ciencia,
que dicen que en el futuro nos alimentaremos con una pastilla llena de sabores
y ya no tendremos que pasar el trabajo de cocinar, a lo Willy Wonka.
—Ahora el ser humano se aísla del
mundo y reemplaza las relaciones humanas con relaciones virtuales.
—Sí, pero debes darte cuenta de
algo. Me refiero a las consecuencias. Que esas personas niegan el mundo. Se
intenta destruir la estructura conciencia-mundo porque se siente el mundo como
peligroso. Pero al intentar destruir el mundo se está generando violencia sobre
uno mismo. Porque uno mismo también es mundo. El cuerpo es mundo. Al fin y al
cabo, se niega también el cuerpo. La conciencia mágica es conciencia fugada.
Fuga de todo y del cuerpo. Se pierde en elucubraciones mentales. Por eso la
conciencia fugada da origen a la violencia ya que comienza en la violencia con
uno mismo. Como no se puede detener lo sensorial se opta por bloquear los
sentidos a costa de saturación. Se satura los sentidos con la música estridente
sin límites, consumiendo drogas, alcohol, pero esto ejerce una violencia con
uno mismo. La sociedad, ahora, se mueve en ese ritmo.
—Quedan obnubilados. Esto me
recuerda a los griegos que decían que no se debe vivir en excesos.
—¡Epicuro!, sí, la equilibrada
vida epicúrea. Esos excesos que decía operan en forma de ritos. Pero en la
práctica no sirven de mucho para el fin que se quiere lograr, esto es la paz y
la felicidad. Porque una vez termina la saturación o el efecto de las drogas,
la sensación de vacío es aún mayor. El sujeto no hizo más que apoyarse en actos
ilusorios.
—¿Entonces la tecnología y el
consumo parecen ser también una especie de droga? —indagué reflexivo.
—Sí, se ha convertido en una
adicción. Te decía que es mágico porque te prometen satisfacciones instantáneas
sin mucho esfuerzo. ¿Recuerdas que hace muchos años uno debía levantarse de la
cama o el sofá para girar la perilla de los canales de la televisión? Ahora
tenemos una varita mágica que opera a distancia. Es el control remoto, fruto
del ensueño de lo mágico. Al zapear, el mando se lo usa casi con los mismos
movimientos de cómo se manejaba la varita y se producen resultados a distancia.
—dijo, estirando el brazo y haciendo movimientos a lo Harry Potter—.
—Todo eso está dañando a la
humanidad.
—Pero cuidado, no estamos
haciendo una acusación de la conducta social. Lo importante es entender los
mecanismos. Porque… —dijo balbuceando en tono burlón— la verdad… os hará
libres.
—Todo esto me recuerda al
aprendiz de brujo.
—¿De Dukas?
—Sí, más bien las escenas en que
Mickey, queriendo controlarlo todo, fue superado por sus limitadas capacidades.
Justamente para evitarse el trabajo de limpiar, quiso recurrir a la magia, que
es una forma de no asumir las responsabilidades y buscar la comodidad y la
inmediatez.
—Es que esa obra representa la
actitud actual de la sociedad. Por ejemplo, las personas prefieren ver un video
de tres minutos que les explique la relatividad en vez de leer un libro que
nunca entenderán.
—Y el que lo explica tampoco lo
leyó, lo aprendió de otro vídeo.
—De la Wikipedia —dijo G. riendo
profusamente. ¿Sabías que la historia del aprendiz de brujo está basada en una
obra de Goethe? Se llama Der Zauberlehrling.
Quedé asombrado.
—No debería sorprenderme
—respondí—. Ya que Goethe era un conocedor de las artes antiguas. Un iniciado,
un alquimista.
Me pidió que lo espere a tiempo
de ir a buscar el libro que contenía el poema de Goethe.
—Con todo este lío social en que
vivimos —dijo, al regresar con el libro bajo el brazo—, creo que las personas
se perderán en un mundo cada vez más ilusorio como lo dice el poema.
Se sentó, tomó un sorbo de vino y
recitó el poema en alemán y luego en español. Una parte decía:
Beide
Teile
Stehn
in Eile
Schon
als Knechte
Völlig
fertig in die Höhe!
…
Die
ich rief, die Geister,
Werd’ ich nun nicht los Liberarme de él
—El problema es que las ilusiones engendran más ilusiones.
—Sí, también traje este otro
librito. ¿Conoces este poema de Calderón de la Barca? —me dijo G. extendiendo
el libro para que lea el título.
—Lo conozco, pero léelo por
favor.
Escuché con atención el poema.
Viéndolo, sentado, con una boina negra sobre la cabeza, muy a su estilo.
Sintiendo el aroma del vino y algo de trementina que estaba impregnado en el
estudio. Por un momento imaginé haber salido de un mundo de sueños. Como si uno
sacara la cabeza de la profundidad de una piscina. Escuché, al final, la última
estrofa con más claridad y con otro sentido acostumbrado.
Yo sueño que estoy aquí,
destas prisiones cargado;
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un
frenesí.
¿Qué es la vida? Una
ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Regresé en varias ocasiones al café Montmartre, a
veces solo, a veces acompañado. Todavía me quedaba viendo el cuadro de Van Gogh
y veía aquella bella ilusión de la luz. Por alguna razón que no recuerdo, dejé
de ir por varios meses. Al final de una tarde sentí el deseo de acercarme y
tomar un café. Era un atardecer frío y caía una pequeña llovizna. Al llegar al
lugar lo encontré cerrado. No estaba el letrero. Nunca supe el motivo de la
clausura. Comenzó a llover con más intensidad y apresuré mis pasos. Una fría
oscuridad comenzó a caer en la ciudad.
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Harold Kurt, nació en La Paz, Bolivia. Ávido lector,
escritor, pensador, humanista, apasionado a la literatura y la filosofía,
empezó a escribir a una edad temprana. Amante de la música, el cine, la pintura
y la buena literatura. Como Diógenes, afirma ser ciudadano del mundo.
Conferencista y ensayista, ha escrito ensayos (Imagen y Sentido. La Paz,
Bolivia: Editorial Kipus) y algunos cuentos.
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