Daniel Averanga Montiel - El Q'ulu de la ciudad de El Alto

EL Q’ULU[1] DE LA CIUDAD DE EL ALTO


 

1. EN LO ALTO DE LA CIUDAD ILUMINADA

Nadie nace consolidado por el viento ni se hace q’ulu solo por la ausencia de los padres o por la falta de razones para vivir. Ser q’ulu, como se le dice al sujeto que adquiere el hábito, sino dependencia, de inhalar clefa o thinner (el primero pegamento y el segundo adelgazador de pintura) significa algo mucho más complejo: ser q´ulu es exiliarse hacia adentro: buscar sonreír, disfrutar, entorpecer la mente, que no con Ayahuasca o con San Pedro, pero sí, al menos, con un producto corrosivo y accesible para los más necesitados.

—¿Por qué inhalas clefa, si sabes que te arruina? —Le pregunté a uno de los muchachos que estaba en proceso de recuperación por su adicción a los pegamentos, y que había sido abandonado por sus parientes en ENDA – Bolivia, el año 2000. Por entonces estábamos en el año 2007.

—Quizá porque estoy solo —respondió.

Lo había dicho como si todo su cuerpo se expresase en un fallo premeditado o estuviera acostumbrado a que turistas espigadas, de piel color crema, ropas impermeables en enero y pantorrillas desnudas en abril, le preguntasen lo mismo cada que lo vieran.

Ante esa respuesta, solo queda parar y tratar de hablar de otra cosa, o de lo mismo, pero desde otro inicio.

En Colombia, al producto responsable de la adicción barata se le dice vulgarmente “cetona” (diluyentes plásticos o pegamentos), mientras acá, que son dos primordiales, se les dice clefa y thinner; pero Colombia, donde los sicarios están sumergidos en pegamento en tanto le ruegan a su “virgen”, todo esto descrito casi siempre por Vallejo o Vásquez-Figueroa, es radicalmente distinta a El Alto.

Acá, en El Alto, en la Avenida Panorámica, detrás de la estatua del Sagrado Corazón de Jesús, entre las casetas de una comarca que parece de pitufos o de hobbits oficialistas pero que en realidad son kioscos azules para los yatiris, ch´amakanis y las consejeras espirituales, se apostan los q´ulus, quienes parecen orar al yermo de su futuro y se pasan el tiempo buscando entre estos kioscos y, más al oeste, entre los mercados permanentes de Villa Dolores, algo para suplir los efectos de la abstinencia.

La estatua de brazos abiertos del Sagrado Corazón de Jesús, tamaño baño, parece mirar con sus ojos de vaciado, inútiles como promesa de escritor pobre o amistad de poeta millonario, la periferia y la escarpada de casas y calles, extendidas como un manto civil que se despliega hasta el centro, mientras que los q´ulus saben perfectamente que Él no bajará de su pilar para darles consuelo. Seguirá allí, velando simbólicamente por todos, aunque en el fondo se sienta que lo hace más por las fraternidades de comerciantes, maquineros y vendedores de telas traídas de Asia que tratan de replicarlo, casi siempre, en sus imágenes de yeso y en sus estandartes tricolor.

Aunque sea el mismísimo Cristo Jesús quien les dé la espalda o solamente su imagen benevolente, los q´ulus saben que igual no esperan nada de nadie y solo les queda integrarse entre sí.

Porque ser q´ulu es un exilio hacia adentro, un rechazo primordial de la humanidad interior y a la vez una exteriorización de la frase de Cioran sobre que imaginamos y predecimos todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos.

Me informan algunos “Lustras”, rehabilitados casi milagrosamente de la adicción a los inhalantes y pertenecientes a la asociación de lustrabotas “Raiden” que tiene a La Ceja como territorio de trabajo, que desde que se decide ser q´ulu, se carga con la indiferencia de los parientes, porque una cosa es ser alcohólico, que eso es silencioso y hasta privado a pesar de que sea una “droga social” que se comparte desde entornos sociales, al menos hasta que los beodos en cuestión comiencen a pelearse o recuerden el pasado y salgan al exterior a lidiar con el mundo sus frustraciones; mientras que ser q´ulu significa, increíblemente y por el contrario al alcoholismo, una forma de adicción colectiva, pública e inclusive global: ser q´ulu significa escapar de la familia e irse derechito a la calle, porque uno sabe que al final (todos los caminos llevan a Roma o al aroma de la clefa o del thinner), si no es por tu mismo accionar o por el accionar de tus parientes, terminarás apartado y te exiliarán a la calle, siendo ella, la calle, la que te adopte, recibiéndote y asegurándose de que nadie te salude o se te acerque, salvo otros q´ulus.

Pocas novelas han usado a los q´ulus como personajes en Bolivia. “Periférica Blvd.”, de Adolfo Cárdenas Franco, los presenta en el capítulo “La masacre del día de San Blando” como un colectivo que vive en un mundo subterráneo a la ciudad de La Paz (y El Alto, porque la escena se desarrolla entre los límites de ambos espacios) y su líder, el Rin Tin-Thinner, no es él en particular, sino el mismo colectivo, porque cuando los policías protagonistas lo buscan a él en esos entornos abisales para sacar una información que es el leitmotiv de la novela, todos los q´ulus (de 4 a 17 años, según el autor) responden a dicho nombre para protegerlo: la adicción es colectiva, social, y ser q´ulu significa integrarse, ser parte de todos, mientras que todos resulten siendo uno.

 

2. LA FRASE

Manuel Scorza dice, en una entrevista para Joaquin Soler Serrano, lo siguiente:

“(...) nosotros en el Perú, hemos tenido un terrible problema, que es el problema de haber aceptado vivir junto a un pueblo esclavo: hemos esclavizado a los indios; hay un suplicio chino terrible, que consiste en atar a un hombre a un muerto, entonces a medida que se pudre el muerto, el hombre que está vivo, enloquece de asco y de horror: es una de las cosas más terribles que se registra en la historia de la tortura. Históricamente, yo creo que el pueblo que admite reducir a la esclavitud a una parte de su población, acepta ese terrible destino, porque nadie puede vivir rodeado de esclavos sin convertirse en esclavo”.

Reemplace el lector a “el Perú” por “El Alto”, a “los indios” por “los q´ulus”, “los alcohólicos”, “los rateros”, etc., y saque sus propias conclusiones.

 

3. CATARSIS

Hay una suerte de política invisible en la ciudad de El Alto: un q´ulu no es un peligro para nadie; pero un grupo de q´ulus sí que es algo que preocupa, y espanta a la población en general, como sucediera con los negocios de la zona 12 de Octubre, el mes de noviembre de 2005.

Un grupo de aproximadamente cincuenta personas, todas o al menos una mayoría q´ulus, recorrió de la calle 1 a la 8 de la zona 12 de Octubre, por la Avenida Jorge Carrasco, la que está en paralelo a la Avenida 6 de Marzo. Caminaron todas esas calles pateando tiendas y restaurantes, gritando y espantando a sus propietarios, como si se tratara de una marcha de protesta. Ocurrió al caer la tarde, entre las seis y seis y media de la tarde.

Eddy Castro (44 años), docente y escritor nacido en Quime y residente de la ciudad de El Alto, relata lo sucedido:

“Arrasaron con lo que encontraban; entre las calles 2 y 3 hay ferreterías y antros; como era viernes, las ferreterías seguían abiertas y los antros estaban recién abriendo. Ambos negocios sufrieron por igual: los q´ulus se entraron a las ferreterías y robaron pinturas, volcaron tachos de thinner y también golpearon a los seguridades de los antros, cuando los invadieron: atestiguamos con mis amigos, que en ese tiempo íbamos a los antros a tomar, a muchos q´ulus entrar y salir de los antros con botellas de cerveza y licores preparados; algunos solo sacaban esas botellas para arrojarlas al piso; otros, se los ocultaban en los bolsillos de sus ropas anchas. Después corrieron calles abajo y entraron a los antros y prostíbulos para destrozar todo lo que vieron a su paso. A los transeúntes no les hicieron nada, pero sí a negocios medio acomodados; lo que sí recuerdo es que los seguimos con mis cuates, viendo qué más hacían, y pues lo que sí nos sorprendió fue que apedrearan a un coche rojo muy lujoso, un deportivo, hasta destrozarlo completamente; este coche se había estacionado cerca del María Mulata I, uno de los lenocinios más transitados de la zona, entre las calles 8 y 9. De quién habrá sido el coche, pero lo hicieron trizas sin piedad, con tanta saña como se pueda imaginar. No sé por qué se desfogaron esa noche, pero imagino que fue seguramente por las batidas policiales de esa semana. Las caseras que nos vendían sopitas, que esa noche no fueron atacadas, por cierto, nos contaron que, en una de las batidas, los policías habían golpeado a los grupos de q´ulus con tanta bronca, que dos de ellos habían sido hospitalizados”.

“¿Ellos estaban armados?”.

(Eddy se ríe)

“No, es decir, sí, las botellas que robaron de los antros las estrellaron en los parabrisas de ese deportivo”.

“¿Y los policías?”.

“No se aparecieron, los q´ulus fueron como una ola de gente enojada que se desfoga sin que nadie intervenga; fue chistoso, pero a la vez jodido. No me imagino qué habrá pensado el propietario de ese deportivo rojo al ver cómo se lo habían dejado”.

Fue uno de los pocos sucesos que involucraron a una muchedumbre de q´ulus en El Alto; pasada aquella noche, ni la policía ni nadie, mucho menos los medios de comunicación, intervino para sacar a la luz a los responsables de aquella catarsis.

Solo en invierno se sabe de los q´ulus como colectivo, por las muertes por hipotermia, que oscilan de 5 a 7 por gestión; esto según datos de la FELCC de la Ceja de El Alto.

 

4. MARTÍN

“Ser pariente de un q´ulu es grave” afirma doña Rosa (nombre ficticio a sugerencia de ella, de 43 años); atiende un puesto de dulces en la vereda de un colegio de Alto Lima, Segunda Sección, cerca de la Avenida Sucre; continúa: “Es pues como tener hijos especiales, de esos que tienen los ojitos separados y siempre se la pasan sonriendo” (se refiere a las personas con síndrome de Down). Ella tuvo a una hija con esta característica, que murió en 2012 por complicaciones cardiacas, había cumplido 16 años y aprobado el 4to de primaria.

Doña Rosa habla acerca del q´ulu alteño por experiencia indirecta, pues un sobrino suyo fue q´ulu, hasta que murió por hipotermia, en la Avenida Buenos Aires, en 2015.

“No entendía nada el Martín (Nombre ficticio, a decisión de la informante). Terco siempre ha sido, como su madre (la prima lejana de doña Rosa era la madre de Martín), pero al menos su madre era terca para su propio bien”.

“¿A qué se refiere con esto?”, pregunto.

“Fue comerciante en un kiosco del puente de la Avenida Juan Pablo II, y pues no dejaba su puesto por nada del mundo, apenas si para comer o ir al baño, ¿y sabes por qué, joven?, gracias a ese puestito ha logrado pagar su casa y comprar unos terrenos en Tilata”.

La historia de Martín es sencilla, parece muy genérica, pero es cierta y se retrotrae, al menos en antecedentes, al 2003, cuando él contaba solo con siete años. La casa alquilada donde vivía con su madre se usaba únicamente para dormir. El puesto era prioridad: la prima de doña Rosa vivía allí, prácticamente de 8:00 de la mañana a 9:30 de la noche, 13 horas y media, con breves lapsos de descanso para ir al baño o comer (aunque muchas veces comía allí). Los días especiales eran los jueves, cuando ella se dedicaba a comprar nuevos productos para nutrir su negocio, en una especie de círculo dantesco de vendo y compro, vendo y gano, compro y vendo nuevamente. Martín acompañaba a su madre en todo momento.

Martín nunca fue al colegio, muy a pesar de los parientes, incluida doña Rosa, que le insistían a la madre del muchacho que era necesario enviarlo. Se percibe un aire de resentimiento de parte de doña Rosa cuando describe a su prima. El trabajo terminó siendo una constante vital, que apartó literalmente al niño de un crecimiento adecuado para sus necesidades pedagógicas. Estaba todo el día al lado de la madre, en el puesto, en intervalos de paseo y de espera, de espera y paseo, sin hacer más que ver caer la tarde. Desde los siete años, pasó de ser y estar en la casa, a estar completamente en la calle con su madre.

Las exigencias de horario habían obligado a esta señora a tener al hijo a su lado casi siempre, incluso en tiempos de enfermedad, porque dejarlo en la casa, frente a una televisión encendida y sin perspectivas de futuro, además de los casos de niños que habían muerto por dejar una estufa o una garrafa encendida, eran el principal temor.

Fue exactamente desde los siete años, edad clave en esta seguidilla de detalles, que Martín conoció a otros niños, los que también conocían a otras personas “más libres”, “desinteresadas por algunas cosas” y sin “compromiso” alguno sobre trabajo, fe o devoción.

Cinco años después, en 2008, Martín, con 12 años, desapareció. Su madre tuvo que cerrar el puesto y organizar una salida colectiva para buscarlo; pidió ayuda a parientes, amigos, socios de la asociación de comerciantes minoristas y policía para hallarlo. Resultado: drogado con inhalantes, a medio dormir, cerca al Puente Bolivia, al otro lado de la ciudad.

“Desde 2008 se hundió el pobre” afirma doña Rosa.

Yo converso sobre esto con ella a las 11:30 de la mañana, aún no salen ni los niños de Pre inicial del colegio; ella ha tapado sus productos con una manta de bayeta.

Martín se metió a una pandilla de q´ulus. No la tan temida y famosa “La Maldad”, grupo que sirvió de inspiración a Cárdenas para uno de los pasajes de “Periférica Blvd.”, sino otra que era llamada por todos como “La Banda”; según Juan Carlos Gonzáles, ex educador de Enda-Bolivia y periodista radial, no se necesitaba hacer más que inhalar clefa o thinner y saber dónde comprar este producto para que te incluyeran; no te pedían que cortes un rostro o que robes a un pariente, como sucedía en “La Maldad”. “La Banda” era omnisciente, al menos en La Ceja o en la zona de la 12 de Octubre. Muchos de sus integrantes eran descuidistas, nada más que eso: iban por las calles mirando siempre al piso y tratando de hacer desaparecer algún producto de los puestos de las vendedoras de dulces o, sencillamente, qué podrían sacar de los pequeños puestos de chicharrones embadurnados con ají y mote en conos de papel.

“Martín se arruinó completamente, hasta su cara se había ennegrecido e hinchado, a veces lo veía en la calle y prefería no saludarle; mis hijos tampoco, porque una vez, les sacó dinero a la fuerza”. Doña Rosa tiene tres hijos, cada uno ya jóvenes y por caminos distintos: el mayor trabaja como ayudante de albañil, el del medio estudia Mecánica Industrial en el Instituto “Pedro Domingo Murillo” y el tercero trabaja como cargador para una empresa de sodas. La vez a la que se refiere doña Rosa, 2012, fue cuando ellos estaban buscando algunos regalos para el día del padre (doña Rosa vive con su segundo esposo, luego de haberse separado del padre de sus hijos por “violencia doméstica”); Martín, ya con 16 años, se les aproximó y les pidió dinero, no como pedido necesariamente, sino como una orden. Estaba solo. Los hijos de doña Rosa, más corpulentos que él, no lo reconocieron sino hasta el último momento. Prefirieron darle a una moneda cada uno, antes de “meterse en un papelón”, como dice ella.

“La madre del Martín no hizo nada; actuó como si el pobre se hubiera muerto. No lo fue a buscar y ya. Martín tampoco pasaba por su puesto, quizá por un atisbo de vergüenza o porque ella le había hecho escándalo la última vez que supimos de él”.

Se interrumpe un momento, mira a los padres de familia que van a esperan en el portón del colegio recoger a sus hijos. Aprieta los labios un momento.

“Debe ser difícil tener un pariente q´ulu”, concluye.

Martín murió de hipotermia en 2015 a los 19 años, murió de nada, de olvido, de otras prioridades, junto a otras dos personas que, al igual que él, eran q´ulus.

 

5. POR QUÉ

Jorge (nombre ficticio propuesto por él, 25 años) fue adicto a la clefa en su adolescencia; hoy trabaja como cargador de una distribuidora de huevos y vive solo. Bachiller de la Unidad Educativa “Juan Capriles” en 2012, a veces participa como guía para jóvenes en situación de riesgo, que trabajan en la calle y que viven en albergues.

“¿Por qué comenzaste a inhalar clefa?”.

“Para no pensar mucho. Te bloquea la cabeza la clefa; en cierto momento tienes tantos problemas, que es lo único que te borra”.

“Querías huir”.

“Sí, eso es: huir de todo. Mi madre se separó de mi padre y se dedicaba a lavar ropa para mantenernos. Mi padre le metía al trago con y sin motivo y cuando llegaba borracho se la pasaba golpeándola o manoseándola frente a nosotros, mis hermanitos y yo”.

“¿Cuántos eran en tu casa?”.

“Éramos cuatro hermanos y mis padres, y eso era lo malo, vivíamos en un cuarto todos, mi madre lo había alquilado por la Ferropetrol (zona paralela a la Avenida Juan Pablo II) y como todos éramos varones, era medio jodido ver todo eso; mi padre nos pegaba para que nos durmiéramos antes de manosearle a mi madre; cuando la pegaba, nos decía a nosotros alcahuetes porque, según él, nosotros sabíamos qué hacía mi madre con los vecinos cuando él no estaba en el cuarto”.

“¿Tú eras el mayor?”.

“Sí”.

“¿Y ahora tus hermanos siguen viviendo con tu madre?”.

“Siguen; mi padre no volvió una noche y aprovechamos en salir y dejarle a él todo el cuarto. Huimos, pues. Tuvimos que irnos a un alojamiento y luego nos trasladamos a Villa Exaltación”.

“Puedes contarme cuándo específicamente comenzaste a inhalar clefa y por qué”.

“Yo comencé a trabajar como lustra en ese tiempo, tenía catorce años y ayudaba a mi madre con todo; fue en el lapso de trasladarnos que le comencé a meter clefa: al principio pensaba que era un pecado, que me quería morir, y sabes que te hace daño e igual le metes, son importarte nada; pero luego te gusta: te borra toda preocupación y pues, eso es lo que quería hacer: borrarme de todo”.

“¿Tu madre descubrió tu adicción?”.

“Fue al quinto mes, creo; me botó de la casa, me dijo: Como tu padre te has de volver; y pues me dolía que me dijera eso. Yo terminé yendo a vivirme a Enda Bolivia, a la Casa Mink’a; allí me recuperé, pero apenas”.

“¿Ahora te comunicas con tu madre?”.

“A veces los visito; mis hermanos menores trabajan y estudian bien; me han ganado y me gusta eso. Mi madre está pagando un préstamo que usó para un anticrético en la misma Villa Exaltación”.

Jorge sabe que está arrepentido, pero confiesa en cierto momento de la entrevista:

“Muy buenos amigos q´ulus tuve, aunque no me lo creas. Éramos como una familia, nos contábamos muchas cosas y aprendí que no todos lo hacían por viciosos. Historias graves escuché, desde los cuates que escapaban de su casa para ser q´ulus porque sus padres les habían hecho algo feo (se incomoda y sé que desea especificar que estos sus amigos fueron abusados de alguna forma ominosa; le indico con un movimiento de cabeza que entiendo y que no es necesario especificar y dejo que siga hablando), hasta los que ya eran botados de sus casas por ser distintos; recuerdo al Chávez (apodo), que también vivió en Casa Mink’a y era medio especial, creo que un retraso mental o algo por el estilo tenía: su familia lo botó por esa diferencia nomás; es decir, en vez de apoyarlo, lo fueron a dejar a Casa Mink’a; cada sábado este Chávez se iba a San Miguel para arrodillarse mirando al piso y extendiendo la mano para la limosna. Por día ganaba creo que entre ochenta a ciento treinta bolivianos; solo con la caridad... y traía para todos hamburguesas o salchipapas. Al final, cuando la Casa Mink’a ya no recibió a muchachos para el dormitorio porque ya no tenían apoyo de afuera, lo botaron porque ya era mayor de edad. En ese tiempo yo ya había salido bachiller del Juan Capriles y me había conseguido un cuartito para vivir. Nunca más lo volví a ver al Chávez después que me contaron que lo botaron”.

“¿Ya no volviste a caer en la adicción a la clefa?”.

“Ya no; no es tan fácil que digamos, pero se puede. Me ayudó mucho el trabajo, aunque creo que es difícil decir que todos lo superan, así como yo hice... últimamente bebo trago y me gusta, pero me controlo; pero ser q´ulu es como meterse en otra realidad, agradable porque te aparta de lo que sufres... A veces extraño esa sensación, estar sin responsabilidades, a la deriva, es rico y triste pues...”.

Jorge no se avergüenza de su pasado. Se comunica con su madre y le ayuda económicamente y a veces va a albergues, invitado por algunos educadores que hacen intervención con chicos en situación de calle, para hablarles de su experiencia.

Jorge a su vez acepta que la adicción a los inhalantes es como pertenecer a un grupo que te acepta sin juzgarte... El peligro de la clefa (y también del thinner) es ese: una escapatoria fácil que integra a los semejantes hasta sumirlos en una miseria que a la sociedad importa poco.

“Lo único que quisiera saber de este mi pasado, es qué sucedió con el Chávez, no sé si estará vivo o dónde estará... si lo viera por la calle, me lo llevaría a vivir a mi cuarto para ayudarle, porque sé lo que es ser q´ulu, sé cómo la gente te ve, cómo otros q´ulus te aceptan en su mundo... y eso es triste”.

“¿Dices que los q´ulus son solidarios en medio de su miseria?”.

Me mira, asiente con un movimiento de cabeza y con esto termina esta entrevista.

 

6. BREVE EVOCACIÓN DEL Q´ULU

 

Pariente carnal y espiritual del alcohólico, y dueño de un espacio que se remonta al espacio en que no hubo espacio, divagando con la puna urbana a cuestas, el q´ulu de la ciudad de El Alto es por derecho propio el que carga a nuestros muertos hasta que se pudran; pero también sucede al revés: nosotros los llevamos como resultado de nuestra indiferencia como ciudad.

Él es quien recibe, instante tras instante, la descarga de las tensiones colectivas; en él se sintetizan la alegría y el espanto, el nihilismo innato, que surge por ver que no está en el mismo tren de la existencia que los demás, y por ello domina los más profundos aforismos, itinerantes como la suave brisa que te regala, algún jueves, una caminata a pleno sol por la Feria de la 16 de Julio. Y si algo le pertenece de modo exclusivo y absoluto entre todas las posesiones que se podría tener, es la desesperación.

Menos de un alma completa hurga en su ser, y esta le obliga a dormir más de lo necesario; un cuarto de alma, casi un quinto por los pedazos de la indiferencia familiar, con pausado tiempo y espacio para la pesadilla, porque la pesadilla está en despertarse, sea de día, de noche, de tarde o de madrugada.

Ningún muerto lo perturba.

Son hermanos de la muerte los q´ulus, no necesitan temerle.

Se resignan a verla transitar, mientras acarician a sus perros, los más fieles y cariñosos seres para ellos, pero sangrientos para con quienes les molesten (cual creados por London o Levin o Barker o Alegría).

Así van los q´ulus con la muerte, no de la mano, pero en dos líneas que, algún día habrán de cruzarse por el frío, el atropello o el cuchillo.

Conoce el q´ulu a cada habitante —y cada habitante de El Alto lo ve en sueños y en la vigilia, cada noche y cada día.

El q´ulu es una resignación de la especie, una tregua al horror de vivir sin propósito.

El q´ulu es, como ya se dijo líneas arriba, el muerto que cargamos hasta que se pudra, así como nosotros somos los cadáveres cargados por él.

El Alto existiría sin él, pero él no existiría sin esta ciudad, que los construye con su indiferencia y crueldad.

Octubre de 2017.



[1] En la literatura boliviana del grotesco, se ha notado que se escribe k´olo, kholo, q´olo, qholo, ckolo, ck´olo, pero nunca q´ulu; dicha palabra, en aymara, se escribe de esta manera. Gracias a Sayuri Loza e Iván Apaza-Calle por la debida orientación. 

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"El Q'ulu de la ciudad de El Alto" es uno de los capítulos pertenecientes al libro "Clave de Sol" de Daniel Averanga Montiel, Editorial Nina Katari, 2022

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