La prisión del hambre
Ariel Flores
Aún reinaba la
oscuridad cuando salió de su casa aquella madrugada. Al instante, fue sorprendida
por los militares que vigilaban como aves de rapiña y gritaban injurias como
perros rabiosos. Una sensación de frío y sudor entremezclados trepó por su
cuerpo que, estremecido, cerró rápidamente la puerta con una viga larga de
madera que utilizaba, tanto para secar la ropa húmeda, como para trancar la
puerta por las noches.
Al igual que
muchas familias que vivían del trabajo diario, Raquel se encontraba en aquel
perentorio dilema al que se había reducido la vida en cuarentena: morir por
contagio o morir de hambre. Un día a la semana no le era suficiente para
abastecerse de alimentos. Después de un mes de no salir a trabajar, ya no le
importaba tanto la gravedad de la enfermedad como la peligrosidad del hambre.
Esa fuerza insuperable, necesidad incontrolable, que ciega, nubla los sentidos
y lleva al ser humano a cometer las más grandes atrocidades.
Todas las mañanas,
al despertar y, todas las noches al cerrar los ojos, era su principal enemigo.
Sin trabajo y sin dinero, las pocas provisiones que tenía se reducían y
resonaban quejosamente en su estómago vacío. Sentada detrás de la puerta,
esperó impacientemente a que el desfile de militares se alejara lo suficiente
para pasar inadvertida entre las sombras
de la noche.
Mientras el
silencio retornaba a su estado sepulcral, sintió un breve, pero intenso
recrudecimiento en la boca del estómago, recordó uno de los cuentos de Cortázar
que había leído en sus años de ocio, donde decía que “el amor recrudecía más
que el hambre” –con seguridad Cortázar lo escribió más empachado del amor que
esquelético de hambre– pensó, eso estaba bien para la poesía, pero la situación
no estaba para ello, nadie hace poesía con el estómago vacío. Luego recordó a
Ugolino, un personaje imaginario de Dante, que fue encerrado en una prisión
juntamente con sus hijos; después de varios días de encierro y desesperación
empezó a morder sus brazos, sus hijos pensaron que era por hambre y le dijeron “Padre,
será mucho menos nuestro dolor si comes de nosotros: tú nos vestiste de estas
miserables carnes; aprovéchate tú de ellas”, después de devorar a todos sus
hijos y ciego de locura se dio cuenta que ¡más que el dolor, pudo el hambre! Esa
idea la inquietó tanto que en una reacción inmediata se levantó, quitó la viga
de madera que trancaba la puerta y salió a la calle impulsada por la desesperación
de ser vencida.
Evitando los
controles siguió en dirección a su negocio. El frío había congelado su rostro,
y no sintió que un par de lágrimas, que habían escapado de sus ojos cafés y
ojerosos, también se habían congelado a la mitad de su mejilla. Cuando se enjugó
el rostro con la manga estirada de su chompa (una mala costumbre de adolescencia)
sintió rabia. Rabia por el capricho e ilusión de un amor prohibido por sus
padres, rabia por haber dejado la universidad, rabia por no poder arreglar el
seguro interior de la maldita puerta, rabia por la cuarentena, por el
confinamiento que la obligaba a permanecer en aquel pequeño y humilde hogar que
se había convertido en una
prisión del hambre.
Sintió el paladar
agrio y ácido que, luego de enjuagarlos con un poco de saliva, se la tragó como
Sócrates la cicuta, con la misma certeza de que aquel veneno, era inevitable y
necesario. Para ella, la mala suerte tenía rostro humano y le seguía caprichosamente
como un hombre obsesionado, pero Raquel era tozuda y orgullosa, incapaz de
llorar voluntariamente.
No solo abandonó los
estudios sino también cambió los libros que llevaba siempre entre las manos por
pañales y ollas de cocina. Vendía coca en una plaza muy concurrida por
choferes, albañiles, comerciantes y otros obreros que se movilizaban por ese
extraño ambiente color ceniza del amanecer. Tal vez creyó ver en esa milenaria
planta el último signo de rebeldía contra un sistema que lo había alienado todo
o tal vez un simple negocio rentable.
Siguió adelante
por las calles oscuras y pedregosas de la noche, solo podía pensar en el hambre
que veía crecer, peligrosamente, al interior de sus dos hijos pequeños, como
ciertas especies de arácnidos que al nacer devoran a su propia madre.
Mientras caminaba
desconfiada y temblorosa, pensó en sus hijos, Carla de 12 y Javier de 10 años. Niños
bien educados, pero demasiado tranquilos para su edad. Siempre quiso una
pareja, “es el número perfecto” - se decía a sí misma, filosóficamente también
era perfecto, incluso se atrevió a decir que era el “número de Dios” a pesar de
sus creencias. Sin embargo, la vida suele ensañarse con las cosas perfectas.
“Los niños no siempre vienen al mundo con su marraqueta bajo el brazo”, “los
números, filosóficamente perfectos, a veces no significan nada”, “el sol no
siempre sale después de la tormenta”. La vida es un azar de circunstancias y
Raquel fue su juguete favorito.
Carla y Javier
eran niños, pero no eran ajenos a su situación económica. Sufrían el mismo
dolor y las mismas penas que su madre. La misma preocupación que no la dejaba
dormir, la sentían ellos en la oscuridad. La misma carga angustiosa con la que se
levantaba de madrugada a preparar la comida e ir al trabajo, la soportaban
ellos en silencio.
A la edad de 10
años, Carla veía a las niñas de 12 más decididas y más maduras. Llegada a la
misma edad, sintió que no necesitaba preguntar a su madre para tomar
decisiones, se sentía madura y responsable. Su hermano menor, que solo veía en
su hermana la extensión de la autoridad de su madre, la seguía y obedecía
fielmente.
Ella hacía lo
imposible para evitar que sus hijos se dieran cuenta de la desesperación que la
mantenía en pie durante el día, ni del dolor de úlcera que la aniquilaba
durante las noches. Pero siempre fracasaba. Sus dos hijos no solo estaban
enterados de lo que pasaba, sino que habían pensado muchas veces en una
temeraria solución.
Poco a poco la
claridad de la mañana ahuyentaba las últimas sombras de la noche, que
tímidamente se escondían bajo las piedras, entre las ramas de los árboles o,
por debajo de las banquetas. Raquel llegó a su negocio, era una pequeña caseta
ubicada en una conocida plaza de la zona de la Ceja de El Alto. Durante todo el
día vendió algo, pero era no lo suficiente, mientras tanto, en su casa, la
comida se reducía a un plato de arroz y el desayuno a dos tazas de té
endulzado.
Por la tarde, de
regreso a su casa, Raquel se vio rodeada de una pobreza diferente a la que
existía antes de la cuarentena. Era una pobreza resignada. Una pobreza
predispuesta a la muerte. Vio que la gente se rendía dócilmente ante ella, de
la misma forma en la que un animal se rinde cuando cae en la arena movediza.
A las seis en
punto de la tarde, a esa maldita hora hecha para la nostalgia, los ojos de
Raquel se distrajeron por un instante ante la fuerza penetrante del rojo del
ocaso que teñía el cielo. Súbitamente, una sensación extraviada entró por sus ojos
y llegó con tristeza a su pecho en la forma de ese tipo de angustia que
mortifica. Aceleró los pasos a una velocidad que la empezó a agitar, sintió que
las calles se hacían más extensas y empezó a correr. Con las llaves sudorosas y
apretadas entre sus delgados dedos, elevó ligeramente el brazo apuntando a la
cerradura a pesar de estar a varios metros de su puerta. Ingresó a su casa con
la mirada en el suelo, cerró la puerta despacio y se dio la vuelta fijando los
ojos hacia sus dos hijos.
En aquel momento
sintió en su pecho que aquel mecanismo que facilitaba el bombeo de sangre hacia
el resto de su cuerpo, y que le daba la vitalidad para funcionar, se apagaba
súbitamente, de la misma forma en la que agoniza el motor de un coche cuando se
apaga después de un largo viaje. Raquel cayó arrodillada, los brazos rendidos,
la mirada llorosa y un quejido doloroso que se evaporó cuando salía por su
garganta.
Los cuerpos de sus
hijos colgaban del techo envigado de su cuarto. Al igual que los hijos de
Ugolino, los hijos de Raquel sintieron profundamente el sufrimiento y dolor de
su madre y en un desprendimiento tan puro e inocente, se quitaron la vida a
cambio de su tranquilidad y felicidad. No sintieron miedo sobre lo que harían
ese día, pues a su temprana edad no conocían de miedos. Sentían en sus pequeños
corazones que aquella decisión era correcta. Querían que su madre se salvase de
la pobreza en la que estaban sumergidos.
Erguida, al borde
del precipicio en un barranco desconocido, con los ojos hinchados y el corazón apagado,
Raquel, antes de caer, comprendió al fin por qué se llora, comprendió por qué
se muere.
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