De
las catedrales que he visto en el escaso mundo que conozco, siento que la más
bella (junto a la Sagrada Familia, de Barcelona) es la de Colonia, en Alemania.
Bajé del tren que me había llevado desde Berlín, ciudad en la que viví dos
meses, y al salir de la estación me encontré con esa vista que maravillaba
todos los sentidos, pues, esa belleza, no sólo me penetró por los ojos, sino
que el olfato, el tacto, el oído y el gusto, se me alborotaron ante esa visión,
manifestándose este último, talvez, en el enorme trago de saliva que esa
contemplación me produjo en el momento en que me disponía a cruzar la calle. No
logró sacarme del arrobamiento la reprimenda que me dio el policía que se
encontraba en las proximidades, pues yo intenté atravesar desde donde estaba,
ya que como buen sudamericano despistado y al que le costaba aprender las
normas, sabía que no podía atravesar fuera de los pasos peatonales. Pero,
respetando las indicaciones del agente, crucé por donde debía y me ubiqué a la
distancia que me permitía observar.
De
las sensaciones que tuve, —la naturaleza gótica de la misma, la infinidad de
adornos, como las figuras en los arcos ojivales de las puertas, las estatuas a
los lados, y la inacabable cantidad de ornamentos en todos los vértices
proyectándose al cielo, que saturaban la visión en su perfecta demasía, el
color negro intentando apoderarse de ella—, creo que la que más me sacudió el
alma, fue la altura, la búsqueda del cosmos, su proyección inaudita hacia el
infinito. Esa altura, a la que yo mismo, con los pies perfectamente anclados en
el suelo, durante el tiempo de un relámpago aspiré ascender. Fue apenas como un
vértigo, como una amenaza frustrada de lipotimia. El ser humano y su capacidad
de construir belleza, los arquitectos que la soñaron y la diseñaron, los
obreros (que quizá ignoraban lo que estaban construyendo), talladores y
escultores haciendo sus partes, que recién cobrarían su sentido y precisión
exactas, haciendo parte del todo. Era deslumbrante, tanto, que ya no podía ver
de tanto ver, de ver tantas cosas. Yo no era, no soy, religioso, pero algo
místico se apoderó de mí en esos momentos. Yo era apenas un pecador y de alguna
manera sentí, que por alguna secreta razón el destino me había colocado frente
a ese increíble homenaje a Dios, tal vez para hacerme entender, que tenía que
purgar algo de los daños hechos. Quizá era Suzanne, que había quedado en Berlín
disimulando las lágrimas en el momento de la despedida.
Suzanne,
claro, que se me había entregado sin condiciones, con la que habíamos hecho el
amor durante 50 días en su departamento con una estufa de carbón mineral en la
sala de su pequeño departamento. Suzanne, cuyos ojos celestes se encendían por
sobre el rojo intenso de los carbones, mientras vigilaba mi angustia por otra
mujer lejana y a cuya llamada respondía el viaje que había empezado a hacer,
cruzando no sólo Europa, sino el Atlántico, hasta esta Sudamérica, en la cual,
estando solo, sin la mujer buscada, encontrada y perdida, escribo estas letras.
Suzanne, manos de ternura, cuerpo rosado de atardecer, espíritu de ángel que yo
no había merecido. Suzanne, que no había estado conmigo frente a la otra
catedral, Notre Dame o la Sainte Chapelle Royale, porque allí, aunque yo estaba
igualmente solo, otra mujer, con su resplandecer momentáneamente apagado, me
esperaba en el desamparo y en la angustia.
Posiblemente
fue real, posiblemente ahora sólo lo imagino desde la enorme distancia del
tiempo, pero me parece que por un instante sentí, que la visión de la Catedral
de Colonia me imponía purgar aquellos daños. Talvez, al escribir al cabo de
tantos años, estas palabras que son también un homenaje a Suzanne y a aquella
otra mujer que no nombro, pretendan ser el resarcimiento tardío y mezquino, de
aquello que, realmente, es imposible de resarcir. Veo las formas múltiples de
la catedral, me veo a mí mismo frente a ella. Ahora, es una visión un tanto
borrosa, ahora en que ya no sé si yo mismo me he perdonado.
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