Andrés Canedo - La Catedral


 

De las catedrales que he visto en el escaso mundo que conozco, siento que la más bella (junto a la Sagrada Familia, de Barcelona) es la de Colonia, en Alemania. Bajé del tren que me había llevado desde Berlín, ciudad en la que viví dos meses, y al salir de la estación me encontré con esa vista que maravillaba todos los sentidos, pues, esa belleza, no sólo me penetró por los ojos, sino que el olfato, el tacto, el oído y el gusto, se me alborotaron ante esa visión, manifestándose este último, talvez, en el enorme trago de saliva que esa contemplación me produjo en el momento en que me disponía a cruzar la calle. No logró sacarme del arrobamiento la reprimenda que me dio el policía que se encontraba en las proximidades, pues yo intenté atravesar desde donde estaba, ya que como buen sudamericano despistado y al que le costaba aprender las normas, sabía que no podía atravesar fuera de los pasos peatonales. Pero, respetando las indicaciones del agente, crucé por donde debía y me ubiqué a la distancia que me permitía observar.

 

De las sensaciones que tuve, —la naturaleza gótica de la misma, la infinidad de adornos, como las figuras en los arcos ojivales de las puertas, las estatuas a los lados, y la inacabable cantidad de ornamentos en todos los vértices proyectándose al cielo, que saturaban la visión en su perfecta demasía, el color negro intentando apoderarse de ella—, creo que la que más me sacudió el alma, fue la altura, la búsqueda del cosmos, su proyección inaudita hacia el infinito. Esa altura, a la que yo mismo, con los pies perfectamente anclados en el suelo, durante el tiempo de un relámpago aspiré ascender. Fue apenas como un vértigo, como una amenaza frustrada de lipotimia. El ser humano y su capacidad de construir belleza, los arquitectos que la soñaron y la diseñaron, los obreros (que quizá ignoraban lo que estaban construyendo), talladores y escultores haciendo sus partes, que recién cobrarían su sentido y precisión exactas, haciendo parte del todo. Era deslumbrante, tanto, que ya no podía ver de tanto ver, de ver tantas cosas. Yo no era, no soy, religioso, pero algo místico se apoderó de mí en esos momentos. Yo era apenas un pecador y de alguna manera sentí, que por alguna secreta razón el destino me había colocado frente a ese increíble homenaje a Dios, tal vez para hacerme entender, que tenía que purgar algo de los daños hechos. Quizá era Suzanne, que había quedado en Berlín disimulando las lágrimas en el momento de la despedida.

 

Suzanne, claro, que se me había entregado sin condiciones, con la que habíamos hecho el amor durante 50 días en su departamento con una estufa de carbón mineral en la sala de su pequeño departamento. Suzanne, cuyos ojos celestes se encendían por sobre el rojo intenso de los carbones, mientras vigilaba mi angustia por otra mujer lejana y a cuya llamada respondía el viaje que había empezado a hacer, cruzando no sólo Europa, sino el Atlántico, hasta esta Sudamérica, en la cual, estando solo, sin la mujer buscada, encontrada y perdida, escribo estas letras. Suzanne, manos de ternura, cuerpo rosado de atardecer, espíritu de ángel que yo no había merecido. Suzanne, que no había estado conmigo frente a la otra catedral, Notre Dame o la Sainte Chapelle Royale, porque allí, aunque yo estaba igualmente solo, otra mujer, con su resplandecer momentáneamente apagado, me esperaba en el desamparo y en la angustia.

 

Posiblemente fue real, posiblemente ahora sólo lo imagino desde la enorme distancia del tiempo, pero me parece que por un instante sentí, que la visión de la Catedral de Colonia me imponía purgar aquellos daños. Talvez, al escribir al cabo de tantos años, estas palabras que son también un homenaje a Suzanne y a aquella otra mujer que no nombro, pretendan ser el resarcimiento tardío y mezquino, de aquello que, realmente, es imposible de resarcir. Veo las formas múltiples de la catedral, me veo a mí mismo frente a ella. Ahora, es una visión un tanto borrosa, ahora en que ya no sé si yo mismo me he perdonado.

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