Mal
de amores©
Pilar
Pedraza Pérez del Castillo
“Mal de amores... mal de amores”.
Te repetía tu madre sin cesar, con la dispensa que le dieron sus años,
demostrados por las hebras de plata que adornaban su cabellera permanentemente
recogida hacia atrás; siempre con el mismo peinado y la misma cara feliz y de
luna llena que, para ti, sería la misma que te acompañó en tu niñez, durante tu
adolescencia y hoy, vieja y sin envejecer, observa tu entorno de tanto en
tanto.
Ahí estaba yo, desfalleciendo por
mal de amores. Quién lo diría; tenía treinta años, un prestigio bien ganado
ante Dios y los hombres, una carrera que me aseguraba vivir el resto de mis
días disfrutando y compartiendo la riqueza ajena junto a la generosidad de la
comunidad.
-Para aquel pueblo de casi
ochenta mil almas, tú eres la máxima autoridad, y tus consejos y veredicto, son
considerados siempre como la última palabra al antiguo estilo del rey Salomón.
El Prefecto y el Alcalde, aunque
pertenecían a distintas tiendas políticas y estaban en constantes desacuerdos
sometidos a un dinámico pugilato verbal, no dudaban en aceptar mis sugerencias
poniendo punto final (aunque transitorio), a sus legítimas disputas; por lo que
las cosas nunca llegaron a mayores y existía una convivencia pacífica en mi
pueblo actual, en donde oficiales, soldados y civiles solían pasear por las
tardes en la plaza principal. La costumbre se mantiene y los jóvenes varones
pasean la plaza de izquierda a derecha para que las señoritas lo hagan de
derecha a izquierda; pudiendo así, intercambiar miradas coquetas y sonrisas amorosas
en cada cruce y encuentro.
-Ese era tu pueblo antes de ser
como es. Y es que tuviste otros... Sí, los tuve: el pequeño pueblo en donde
nací y pasé mi infancia estaba situado en un valle cálido de alguna hondonada
por algún lugar. Sus casas diminutas y de techos coloniales se alineaban en
filas, para mí, interminables. Las tres calles que rodeaban la plaza estaban
empedradas y las otras colindantes eran de tierra; la iglesia de construcción
de adobe permanecía blanqueada de cal, estática y orgullosa cual monumento
único y principal. Yo vivía en la casa parroquial junto a la iglesia, en plena
plaza central; mi madre la administraba al igual que a sus bienes y al párroco,
que bastante entrado en años (que es como lo recuerdo), fue mi tutor y quien me
dio el oficio que ejerzo, me habló de Dios y las ventajas que conlleva ser su
legítimo y fiel servidor. Sí, en efecto... lamentablemente falleció cuando yo
cumplía quince años y comenzaba a inquietarlo con cuestionamientos de la
pubertad y mis consecuentes erecciones, que no me atreví a manipular, por temor
de ofender a Dios y enfadar al párroco; más aún, siendo yo su monaguillo y
aprendiz de cura.
-De allí, a la muerte del
párroco, te mudaste a otro pueblo...
Sí, Lo hicimos; mi madre embaló
casi todo lo que había dentro de la casa parroquial, desde los muebles, trastos
y lencería, hasta todo cuanto cupo en el pequeño y destartalado camión que nos
llevó a nuestro nuevo destino; era otra casa parroquial, más pequeña, pues el
pueblo también lo era.
-Sin embargo, tu madre no parecía
afectada por el cambio; siempre dueña de la situación y con vozarrón de mando
presentó sus credenciales al nuevo párroco y, de inmediato, ustedes dos se
posesionaron de todo lo que allí había (tres habitaciones pintadas de celeste,
baño y cocina).
Este cura era distinto a mi
anterior tutor, más joven, y por lo tanto más liberal; bebedor de buen vino y
demasiado atento con las damas, en especial casadas jóvenes y beatas maduras.
-Bajo sus enseñanzas concluiste
tu adoctrinamiento y, al mero estilo pueblerino, fuiste ascendido a capellán
para ser enviado al seminario de la capital a terminar estudios hasta graduarte
como legítimo representante legal de la Iglesia Católica.
Mi estadía en la capital
consolidó mi fe y la real vocación por tomar los hábitos. Me apasionó la
teología y el celibato dejó de incomodarme.
-"La naturaleza hace lo suyo",
te decía uno de tus maestros; aquel cura excepcional y pragmático que fue tu
consultor y guía durante dos años, hasta que prefirió ser asesor en el cielo
que guía en la tierra.
Las visitas de mi madre eran
mensuales y con ella venían las galletas, el jamón serrano y el rollo de queso,
que eran esperados con ansias por varios de mis compañeros.
-Así transcurrieron tus dos años
de seminario y, de los veintiocho jóvenes que iniciaron los estudios, solamente
se ordenaron sacerdotes diecisiete.
En efecto, sólo fuimos diecisiete
para la felicidad de mi madre que, mirándome con ojitos empañados aquel día, me
dijo emocionada: "¡Bendito mi Dios, cómo te pareces a tu difunto
padre!". Vale aclarar que mi padre (según mi madre), falleció antes de mi
nacimiento y que por ello, y porque no llegaron a casarse es que llevo el
apellido de mi madre: Péres Urduñes, y en honor a mi padrino, el cura que me
bautizó y crió, llevo su nombre, el de Esteban.
Gracias a las influencias de mi
madre y con el orgullo de servir a Dios, fui nombrado párroco de una iglesia
importante en un pueblo también importante de casi ochenta mil almas cristianas
entre turistas, residentes y peregrinos.
-Una vez más, tu madre cargó sus
bártulos, y es allí en donde viven desde hace cinco largos años...
Quién lo diría hoy: Yo, un párroco eficiente,
serio y dedicado, con prestigio e influencias... ¡sufriendo de mal de amores!
-El problema se tornó sentimental
aquel día domingo. Descubriste la gracia de su vacilante caminar y la belleza
de sus ojos negros en aquella mirada piadosa al recibir la comunión: entreabrió
sus labios perfectos y sensuales para recibir de tus dedos temblorosos la ostia
del Señor. ¡Era hermosa!; tanto, que te distrajo en el altar; era tímida,
tanto, que rehuía tu mirar; era dulce, tanto... que no pudiste dejar de amarla.
Así fue. A partir de entonces,
recé más para verla y no verla, para tenerla y no amarla. A partir de ese día
mi cuerpo reaccionó y volvió a la vida convirtiendo el celibato en mi peor
pesadilla. Pasé noches interminables releyendo la Biblia; en vano intenté
hallar la excusa que me permitiera amarla y al mismo tiempo amar a Dios por sobre
todas las cosas. Nada había; nada encontré que redimiera mi error. Entonces, y
como justificativo, me aferré a la palabra del viejo testamento que, además de
servir al Señor nuestro Dios, le permitió a Moisés y a las doce tribus de
Israel tener amantes, concubinas, esclavas y esposa legítima.
-Y amparado en esta ocurrencia
diste rienda suelta a tu gran pasión, repitiéndote incesante que el celibato
era, únicamente, una gran aberración impuesta por la Santa Madre Iglesia Católica,
Apostólica y Romana en uno de sus Concilios Ecuménicos más de mil años atrás.
Nada más cierto y apropiado a tu circunstancia, que aquel dicho de tu difunto
maestro: "La naturaleza hace lo suyo".
Lo sé, pero yo necesitaba el “permiso"
de la iglesia para un urgente y legítimo encuentro carnal con Merceditas,
encuentro que día a día se hacía imperioso. Todo se me complicó aquella noche
en la que Mercedes, en confesión, me enteró de su amor por mí y del deseo por
un contacto físico muy íntimo que mi cercanía le producía. De inmediato sentí
que la barrera entre ambos se derrumbó, dando paso a un torbellino de pasión de
innumerables noches de pasión prohibida entre dos almas afines de cuerpos
enamorados. Conforme pasaban los días yo esperaba las noches; noches en las que
Merceditas se escurría de la misa para introducirse en mi alcoba.
-Pero entonces... tu dilema se
volvió mayor; amas a Dios por sobre todas las cosas y como a ti mismo, pero
también como a Mercedes.
Recurrí a la oración, flagelé mi
cuerpo y martiricé mi alma; rogué y supliqué a mi Dios por Su consuelo y mi
calma. Amo mi trabajo, y el servicio que profeso a la comunidad cristiana es
valioso. No sé hacer otra cosa que no sea ejercer de cura o administrar
primeros auxilios en el dispensario de la parroquia. No tengo patrimonio propio
sino fortuna ajena, pero a Merceditas no parece importarle en absoluto, por
ahora, es a mí a quien tiene por demás preocupado.
-Por ello, convencido de no tener
otra salida, fue que pediste la dispensa a tus votos, ya que no te está permitido
amar a Dios por sobre todas las cosas y convivir con Mercedes al mismo tiempo.
Sus padres aún no lo saben, es gente humilde y de mente estrecha que, con
seguridad, terminarán expulsándola del hogar. También entiendes que tu madre
deberá abandonar la casa parroquial cuando cuelgues los hábitos.
Estos eran tus cuestionamientos
mientras esperabas noticias del Vaticano, cuando te anunciaron la visita de
Monseñor Torrejones, quien acababa de arribar de la gran ciudad, para sostener
una conversación con el cura rebelde (ese eras tú). Al principio pensé que me
traería la dispensa a mis votos, pero, según supe por mi madre, venía a
petición suya para aclararme algunas dudas usuales a mi edad, pero que pasaban
desapercibidas para la Santa Madre Iglesia, que aún se niega a revisar las reformas
al celibato, con las consecuencias que todos conocemos y la colectividad
católica tanto lamenta.
-Evidentemente, Monseñor se
encontraba bastante preocupado ante lo que la Iglesia llama una "crisis de
fe", muy común en sacerdotes de tu edad y que está dañando de sobremanera
la imagen de la Iglesia; para colmo, te decía Monseñor: "debemos lidiar
con el escándalo de la pedofilia y el homosexualismo en los curas; así como
también la paternidad de muchos hijos ilegítimos, atribuida a curas de las parroquias.
Ante este descalabro, Monseñor me
informó que la dispensa a mis votos (si la tomaban en cuenta), requeriría de un
par de años, que me darían el tiempo suficiente para recapacitar. Si accedía,
Monseñor vería la forma de que Mercedes continuara a mi lado en el puesto de
ama de llaves de mi parroquia y nos trasladarían a un pueblo pequeño donde esta
relación pudiera pasar desapercibida, así como pasó la de mis padres... Ahí fue
cuando me enteré que el cura que me crió, mi "padrino", no fue otro
que mi padre biológico, el que me negó su apellido por temor a Dios y
obediencia a la Iglesia. La historia se repetía.
-Ante tu mutismo, y como quedaras
atónito con tal revelación, Monseñor te lanzó la otra alternativa: enviarte a
Roma, al Vaticano, para que hicieras un "Post Grado" que fortalecería
tu fe y aceleraría tu carrera eclesial; por supuesto que Mercedes podría
visitarte aduciendo ser pariente cercana. Te enteraste entonces que así era
como se manejaba una "crisis de fe"; por lo que, según Monseñor, una
dispensa a tus votos no era procedente ni se justificaba: "Tú eras un buen
sacerdote, al igual que lo fuera tu padre y debías seguir sus pasos y su
ejemplo en bien de la comunidad y, por supuesto, de la Santa Iglesia".
Fueron sus últimas palabras.
Fue entonces que mi mal de amores
se convirtió también en males peores; resulta que descubrí que no era tan malo
como pensaba, ni tan morboso como me imaginaba y nada anormal como creía. Descubrí
que la farsa existe y se practica junto a la hipocresía. Evalué mi posición
desde el punto de vista mío y de la iglesia: consulté, leí, me contacté con curas
dispensados de sus votos y convertidos en parias, excluidos de la Iglesia y
marginados por nuestra sociedad quienes hoy, indigentes y arrepentidos, me
aconsejaron reflexionar sobre el tema; sólo uno de ellos tenía hogar estable,
bonanza económica y familia feliz, y es porque una mujer rica y distinguida fue
quien le motivó la dispensa; esto me quedó bien claro.
-Dejaste de ver a Mercedes,
dejaste de celebrar la misa; pasaste dos meses debatiendo tus pensamientos,
cuestionándote tus valores y tu moral.
Si, sin duda luché con mis
sentimientos sin lograr olvidar; perdoné a mi madre y a Mercedes; perdoné a la
Iglesia, pero a mí... a mí nunca me perdoné. Finalmente descubrí que no podía
dejar a Dios, lo amaba por sobre todas las cosas...
-Justificaste tu gran pecado de
amar también a Mercedes culpando de ello a la carne y al deseo terrenal. Tras
semanas de ayuno y penitencia, que no lograron aplacar tu pasión por Mercedes
sino acercarte más a Dios, decidiste pues... aferrarte a tu amor por Él.
Sin tener que dejar de amar a
Mercedes, y sin más remedio; aquella mañana perdida de sol resplandeciente pero
carente de horizonte, amé a mi Dios por sobre todas las cosas y en un acto de
infinito amor por Mercedes, de incondicional fidelidad para con Dios y enorme
valentía como hombre... opté por la castración.
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Mal
de amores ©
Cuento
extraído de:
“La
Ruta Olvidada – Epítome de Cuentos”
Pilar
Pedraza Pérez del Castillo
Grupo
Editorial Kipus
Segunda
edición, 2014
Cochabamba,
Bolivia
Biografía
Pilar: tu prolifica imaginación e interminable repetorio son un deleite para la mente y el espíritu.
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