Óscar Barbery Suárez - El Pajonal

 


1

Arrastrado por la adversidad, Napoleón Jiménez se fue a vivir a una casita de un dormitorio frente al cementerio "El Pajonal", sintiendo que él era como aquella basura que oleaje tras oleaje iba dejando el mar en un recodo de la playa de Búzios, allá por el 1990, cuando era feliz.

 

- ¿Y cuál es su música, pues, joven? -preguntó la vieja. Abstraído de sí, escuchó mágicamente la canción meda que el mar le susurraba al oído; la algarabía del sol desbaratado en millones de puntos luminosos sobre el agua, los gritos de la gente feliz y la sensación de libertad que le entregaba la arena. Liberado de su condición mortal por la engañosa promesa de eternidad vibrando en el cielo azul que amaraba sobre el azul del mar, observó la basura ahogada en el agua aceitosa de un sector de playa que parecía rescatar los restos de una humanidad naufragada, y creyó leer en ella, con un súbito don de pitonisa, que esas serían sus últimas vacaciones.

 -A me encanta, por ejemplo, "se te olvida que me quieres a pesar de lo que dices, pues llevamos en el alma cicatrices, imposibles de borrar" -tarareó la vieja.

 Se dijo, entonces, que la felicidad tiene esa maldita costumbre de advertirte que se acabará. En las bolsas de plástico con palpitaciones de marea y en las revolcadas latas vacías de gaseosa y cerveza, se vio a sí mismo convertido en el residuo de esa humanidad bronceada y riente. Adivinó que años después, lejos ya de esos días de sol y mar, estaría reconociéndose como un despojo frente a un cementerio, hablando con una vieja.

Pero cuál es la música de uno. Aquella, la de los días felices, con ritmo brasileño en la última vacación compartida con Leticia y las niñas, o las canciones de los años jóvenes que hamacaron su adolescencia para calmar la ardiente sed de sexo y la urgente necesidad de amor; o esas que años después ambientaron a unos romances intensos, hogaño desvaídos, aferrados a la música como un barco a su ancla, para no irse definitivamente de la memoria, olvido adentro. Napoleón pensó que la música de uno, la entrañable, es aquella que nos acompaña en el despertar del amor, aun si no se tiene a quién amar. Recordó a Aznavour y una de sus canciones que hablaba de una pareja de enamorados pretendiendo salir a festejar su aniversario de bodas. De esa canción siempre le gustó la música, y la letra contaba una historia de amor, que era su propia historia de soñada convivencia con una mujer amada en aquellos años cuando él se asomaba a la adultez; y décadas después fue una canción que valoraba la sencillez de lo cotidiano convirtiéndolo en extraordinario, con ese hombre esperando nervioso que su mujer se vista para ir a festejar, y el vestido no llega, y cuando el vestido llegó ya podés respirar, también respiro yo a punto de estallar, más pronto comenzó un drama singular, tu traje no cerró y te oí sollozar; a tu espalda corrí con ganas de ayudar, tan pálida te vi como una flor de azahar y el cierre descorrí más luego al intentar, cerrarlo lo partí, ay de mí, por piedad, cantó Napoleón para sus adentros, envidiando la inocencia del drama de Aznavour, ingenuo cuando lo comparaba con el drama de su propia vida, de inexorablemente días que venían para matarlo. Por eso le gustaba la canción.

-Mis pretendientes que traían serenatas: Noche de ronda, que triste pasa, que triste cruzas, por mi balcón; noche de ronda, cómo me hieres, cómo me lastimas, mi corazón. Luna que se quiebra sobre la tiniebla de mi soledad, a dónde vas- La vieja tarareaba con dulzura.

Boleros. Ritmo dulce para bailar incitando al amor, sea frente a la plaza principal, en el Club Social 24 de Septiembre, o en la canchita polifuncional del barrio periférico. La vieja tiene sentido del ritmo, pensó Napoleón Jiménez. La ciudad tiene otros ritmos, se dijo. El pulso de la urbe es como la marea: el agua que regresa al seno del mar se lleva al nadador agotado o enfermo.

-Y entonces, ¿qué música le gusta?

La que no me gusta es la música fúnebre, pensó, mirando las cruces adornadas con flores de plástico multicolor en ese cementerio apenas escondido tras una bardita de ladrillos, de un metro de alto y con un alambrado de púas montado encima, percibido por Napoleón como un campo de concentración cuidando con indecisión que los muertos no se escapen.

Quizás se animaría a contarle a la vieja que durante su enfermedad, las pulsaciones de la ciudad lo fueron alejando con un ritmo centrífugo, del trabajo, el dinero, el reconocimiento público, el amor de los suyos. La marea lo sorprendió enfermo y agotado, y lo alejó de la plaza principal, de las melodías que sonaban en esa boca central, en ese corazón donde palpita la historia.

En su largo viaje hacia la periferia vendió la casa heredada de sus padres, localizada dentro del primer anillo de circunvalación, en la calle Velasco casi esquina La Riva; vendió la casa que comprara después, en el segundo anillo y la radial “Tres pasos al frente”, y volvió a vender, ya en un estado de total desasosiego, cuando vivía en el quinto anillo de circunvalación y la avenida Santos Dumont.

-Mi marido se llamaba Juan. A veces, para hacerlo reír y otras para molestarlo, yo le cantaba “En mi viejo San Juan”. El pobre me decía: no soy ni santo, ni viejo- la vieja tarareó-: “pero el tiempo pasó y el destino borró mi terrible nostalgia; y no pude volver al San Juan que yo amé, mi cabelló blanqueó, y mi vida se va, ya la muerte me llama”.

Napoleón creyó oportuno decir algo:

-Bien pudo Usted cantarle “Caballo viejo”, es una canción de mi generación y es de la suya- y cuando la vieja, con el cálido don de gente que tiene aquella de extramuros, quiso ponerlo en la categoría de joven aún a costa de declararse 25 años más vieja, Napoleón le devolvió gentilezas diciendo “tengo 50 años. A estas edades no vamos a estar peleando los segundos de diferencias que Usted me lleva”.

Le resultaba paradójico venir a recobrar la salud justo frente al cementerio. Paradójico y oportuno, pues la enfermedad ya había consumido todos sus recursos en trece años de médicos, medicinas y clínicas. Ahora ya estaba sano, según los médicos, pero con esta enfermedad nunca se sabe, según él. Atrás quedaban, como hitos de su derrotero hacia el suburbio, las casas perdidas que se agigantaban en el recuerdo a medida que se alejaba de ellas.

- ¿Y Usted es solito?

Napoleón le iba a decir: “mujer, al fin, tanta música para llegar a esta pregunta”, pero la dulzura y calidez de la vieja lo inhibieron de agresividades.

-Tengo una mujer y tres hijas: Felicia, mi mujer, de cuarenta años; mi hija Ana Leticia, de 22 años, mi hija Carmencita, de 19 años y mi hija Marimar, que tiene 14 años.

Tiene nombre de telenovela, ¿no? Se llama así porque la concebimos en una playa Búzios, frente al mar.

- ¿Y dónde está esa montonera de gente?

- En Miami. Se fueron a EEUU a trabajar, estudiar, a formarse porque aquí no hay futuro. Yo tuve que quedarme, por motivos de salud. Curarse aquí cuesta caro, pero curarse allá cien veces más. En fin. Ellas son muy buenas. Desde allá me ayudan como pueden.

La vieja también se animó a ciertas confidencias.

Uno de sus dos hijos, no el que es artista y que toca el órgano en una banda cuya tarifa es de ocho dólares la hora, sino el otro hijo, el que es comerciante hace diez años le compró esa casa frente al cementerio, porque gracias a semejantes vecinos las casas de la cuadra tenían un precio de oferta. Antes vivía en la ciudadela Andrés Ibáñez, en el décimo anillo de circunvalación y al saberlo, Napoleón calculó si a ella le alcanzaría la vida para llegar a vivir en las centralidades que él había conocido, y si él, en el proceso de su exilio, llegaría al extremo de vivir más allá del octavo anillo. Pensó: “en todo caso, en este punto de encuentro en el que nos cruzamos, ella tiene el optimismo de los que llegan y yo el pesimismo de los que se van”.

-Usted, que es vecino nuevo, no me ha preguntado cómo es vivir frente a un cementerio. Eso es algo que todo el mundo pregunta… -dijo la vieja.

Napoleón sintió una súbita necesidad de no llamarla “la vieja”. Probó con “la viejita” y al fin decidió que ella, a punta de simpatía, se había ganado el derecho de ser llamada por su nombre.

- ¿Cómo me dijo que se llama Usted?

-Piedades Paniagua viuda de Sosa.

-Bueno, Piedades, dígame cómo es vivir frente a un cementerio, ya que soy nuevo aquí.

-Para empezar, no se alarme si escucha las canciones que cantan los muertos –dio Piedades


2


Tres meses después, para Napoleón, los cortejos fúnebres con su aparición recurrente agigantaban la percepción de "no somos nada" y redimensionaban la idea del Destino, a tal punto que resultaba fácil sentir la presencia de un personaje celestial tomando lista, apoyado en las desvencijadas puertas del cementerio, verificando que los muertos no falten a la cita en el día y la hora señalada.

El llanto desgarrador de los dolientes, que invadía nítidamente la salita del comedor y se colaba hasta el único dormitorio de su casa "especialmente cuando sopla el viento norte", al principio no era un llanto, eran varios, disímiles, identificables, con origen en las gargantas de estos o a aquellos, hombres y mujeres que uno ha visto, a veces directamente y a veces de reojo, presidiendo el cortejo fúnebre en un lastimero andar por la calle, como un gran manto negro y pesado que se arrastra en el polvo, rumbo a la desdentada reja de la entrada principal. Pero estos muchos llantos en tres meses habían terminado siendo un único llanto, como un rumor persistente, sin horario, sin pecho o entrañas; sin género o generación o cortejo fúnebre adjudicados como origen. Era un único llanto al que ya no le hacía falta nacer en el cementerio para ser escuchado, pues se quedaba dentro de la cabeza como un eco perenne, para saltar unívoco a la conciencia, montado en cualquier otra clase de llantos, en ladridos de perros, maullidos de gatos, bocinazos repentinos; una prolongada risa de alguien en la calle, el chirriar de frenos provenientes de una avenida cercana; en el ronquido de una pesadilla en la madrugada, en el silbido estruendoso del viento al estrellarse contra las lápidas, latigueando las flores de plástico, súbitamente desatado en ese mes de agosto, como si soplara el diablo para apagar las velas, decía Piedades.

"Todo está impregnado por el llanto. Hasta la caldera llora al hervir el agua. De la música que dice la vieja que se escucha, no hay noticias", pensó Napoleón, sumando ese asunto a sus recurrencias mentales. Lo demás sí, "su verdad había sido", pues los difuntos espían desde las sombras del patio, y sus miradas son dos reflejos en un charco de agua, dos puntos de luz en la hoja húmeda del plátano en el jardín, dos luminosidades en una mancha de cal en la pared mal revocada, dos gotas de agua colgadas del cable de tender la ropa, dos medias amarillas puestas a secar, el destello rojizo surgido en las botellas rotas que coronan la barda. Los difuntos espían en cada resplandor que aparece en las sombras y hay que acostumbrarse a vivir vigilado, silenciosamente o ruidosamente, pues al final se aprende que la muerte es bullanguera y entre sus varios sonidos, está el del motor del carro fúnebre que la muerte cabalga como a un caballo manso, encontrando su eco debajo de la cama, donde esperan las falanges inquietas de unas manos muertas para tomar los pies desnudos; y aunque nunca sucede, siempre se espera que suceda, pues se sabe que las penumbras resguardan lo corrompido como un peligro latente contra todo lo que vive. El eco del motor martillado invade lo penumbroso agitando a gusanos que desbaratan tramas y urdimbres, destejiendo carnes y acabando vidas, con un susurro agrio, en una escena que se esfuma cuando es iluminada. De repente alguien toca tu espalda, saludando, y no es nadie. O una voz de boca invisible dice tu nombre. O arremete una mirada golpeándote la nuca. O un aliento caliente y hediondo desde lo oscuro te enferma de escalofríos. O al salir a la calle a media noche, escapando, te encontrás con profanadores de tumbas, brujos que roban calaveras, quizás vampiros, en vez de las parejas de enamorados que naturalmente pueblan los rincones de cualquiera otra calle de la ciudad. O al sintonizar películas de terror en la tele te das cuenta de que los zombis, los hombres lobos y los dráculas de la pantalla están incitando a que los muertos pacíficos del vecindario se solivianten, y cambiás de canal, desesperado.

Los animales tienen un aura extraña. En qué animal se convierte una rata que se alimenta con carne de difuntos y cuya madriguera son las tumbas. Acaso un gato puede ser un gato con esos ojos fijos de lechuza. Qué adiestrador invisible y demoníaco hace dar vueltas al perro, como si el perro inocentemente jugara con su cola. Los insectos no sólo son los más asquerosos del mundo, también son los más temidos, y al aplastarlos uno siente que tomarán venganza de algún modo, conectados como están, a través de infinitos túneles, a esa tierra corrupta, a los muertos que la habitan y a las maldiciones y hechizos que en ella ocurren.

"A todo se acostumbra uno" le había dicho Piedades y así parecía ser. Los habitantes más antiguos no actuaban de manera muy diferente a los vecinos de otros barrios que Napoleón había conocido en su peregrinar hacia el suburbio. Pero tres meses después Napoleón aún se desesperaba. Reconocía que era un vecino desacostumbrado, quizás porque vivió trece años pensando en la muerte y su sensibilidad magnificaba la corrupción de las cosas desde una perspectiva existencial que sólo le mostraba putrefacción y desperdicios.

-Mire, Piedades: muchas de las cosas que usted me ha dicho que ocurrirían y muchas otras que según usted yo iba a sentir, han ocurrido y las he sentido, casi tal cual- le dijo Napoleón, y agregó-. Lo que hasta ahora no escuché es la música que usted dice que se escucha. Solo hay viento, silbando.

La vieja tomaba un café, sentada en el pequeño espacio que articulaba el dormitorio con la cocina, el patio de atrás, y la entrada principal de la casa de Napoleón. Vino de visita, como tantas otras tardes en los tres meses transcurridos, desde aquella mañana en la que ella ofició de anfitriona en representación de los vecinos del barrio. Mirando por la ventana hacia el cementerio canturreó reloj no marques las horas porque voy a enloquecer y al frente, tras el alambre de púas del cementerio, se sacudían las flores de plástico aferradas a unas cruces que parecían recibir con sus brazos abiertos a ese sol melancólico de las seis de la tarde.

Piedades cantaba, desvaída, más vieja que otras veces. Napoleón la miraba tristemente con sus ojos superpoblados de imágenes de muerte y decadencia. Entonces ella dijo:

-Así me han dicho todos. Que no escuchan las canciones. Pero anoche soñé que sólo los que van a morir las escuchan. Los muertos te dan la bienvenida cantando las canciones que más te gustan.

Y Napoleón vio sin asombro cómo Piedades se moría. La taza rota en el piso, el café derramado dibujando en las baldosas rojas una llamarada negra que crecía tímidamente. Piedades tenía los ojos vacíos de miradas y la boca atragantada por una palabra a medio cantar.

Eran las siete de la noche cuando Napoleón creyó que sabía lo que tenía que hacer. Le informaría a Leticia, a través del chat, que vendería la casa al precio que fuera. Explicaría, mintiendo, los motivos por los que la vendía, y ante las indirectas de sus hijas, dejaría en claro que hizo lo posible por ser tolerante con los habitantes del vecindario. Sería enfático al explicar que no vendía por malas relaciones con sus vecinos, que la culpa no era de él, de su mal humor, producto de los medicamentos que por las dudas seguía tomando, ni de su manera de ver el mundo. Abandonaría el Café Internet y caminaría con inquietud por el centro, sintiéndose un extranjero, y en su extranjería trataría de ubicar escenas de su infancia en esa Plaza 24 de Septiembre, para atarse a ellas como un náufrago a un madero y salvarse de morir ahogado en el desarraigo. Asustado, se detendría frente a la basílica menor de San Lorenzo y se persignaría para sacudirse así el polvo de los muertos. Escaparía. Les pediría un giro extra a sus hijas para pagarse un cuarto de pensión y vivir cerca de la Catedral y al amparo de Dios. Se desentendería de "El Pajonal" y de sus difuntos. Con plegarias invocaría las virtudes de la desmemoria. Y hasta creyó que le sería posible olvidar para siempre esa cancioncilla de Aznavour que parecía venir desde las tumbas.

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"El Pajonal" es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado de este sitio a simple requerimiento del mismo.

"El Pajonal" pertenece a la colección de cuentos "Crónicas Anilladas" de Óscar Barbery Suárez publicado por Grupo Editorial La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2008

La ilustración que acompaña este texto es "El duende y yo" de Óscar Barbery Suárez

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