Juan Carlos Salazar del Barrio - Casilda

Casilda© 


Juan Carlos Salazar del Barrio

 

Alisó lentamente su faldón negro, dándose tiempo; apoyó la palma de la mano sobre la frente para protegerse del sol, oteó el infinito con sus ojos grises y apuntó al horizonte con el índice derecho. “¡Hasta allí!”, sentenció. Estaba de pie en lo alto de la loma, junto al molle centenario que había resistido sin calcinarse la caída de un rayo durante una tormenta bíblica de carnaval. “¿Dónde es allí?”, insistió la nieta, ansiosa por conocer los límites de la propiedad familiar. Desde la cima, la abuela Herminia recorrió con la mirada el paisaje ocre salpicado de churquis y maizales. “¡Allí…, pues!”, repitió con desgana, esta vez sin señalar ningún punto, mientras giraba en redondo, rumbo a la casa de hacienda. “Ya, vamos niña Casilda, no ve que la mamita está apurada…”, quiso apresurarla Nabor, el caporal manco, pero ella soltó rauda la mano sana del capataz y se prendió de la saya descolorida de la anciana.

 

Un aroma fresco, sabor a durazno reventón, subía desde la acequia que corría al pie del montículo con sus aguas vidriosas, relampagueantes, pujando por alcanzar el río, entre guijarros bruñidos por el torrente y el tiempo. Casilda vio de reojo la mirada maliciosa de Nabor y se alzó sobre las puntas de los pies para divisar mejor el cauce de la estrecha cañada. Sentadas bajo la fronda de los sauces llorones, con las polleras recogidas sobre las rodillas y los pies hundidos en la corriente, las imillas de la aldea azotaban la ropa sucia contra las rocas pulidas, intercambiando chismes y carcajadas.

 

– Abuela, ¿es cierto que en la acequia hay duendes? – preguntó la niña, intrigada.

 

– ¿Quién ha sido el majadero que te ha dicho semejante bobería? – respondió la anciana.

 

–¿Y en el abra? – insistió.

 

Desde la loma se podía divisar el abra, una hendidura angosta que la separaba de otro montículo, por donde discurría un riachuelo de aguas barrosas. La abuela solía bajar al fondo del tajo los domingos para acampar entre los cardones añejos. Permanecía absorta, arropada por la fragancia resinosa de los matorrales de queñua, con la mirada fija en el fogón y la olla de barro, donde Josefina, la mujer de Nabor, preparaba la merienda de papas criollas, habas maduras, choclos de granos dorados y grandes tajadas de queso de cabra.

 

A Casilda le gustaba bañar a su yegua en la acequia por las mañanas y recorrer el abra por las tardes para recoger los frutos de los molles, unas uvillas rojas como la sangre, olorosas y dulzonas, y las choloncas de los churquis, relucientes y cantarinas, para convertirlas en collares y sonajas de las muñecas de trapo que cosía Josefina. “No vaya a la acequia sola, niña, tampoco al abra…”, le había advertido Nabor.

 

–Abuela, ¿es cierto que al Nabor le cortaron la mano en el abra?

 

–¿Quién te ha dicho esa tontería? Nabor tuvo un accidente en la monte…

 

Era lo que contaba Doña Herminia, que se voló la mano con un cachorro de dinamita cuando quiso arrancar de cuajo un árbol añoso en la recolecta de leña, pero los lugareños hablaban de un lance amoroso provocado por la Severita, una imilla de ojos ardientes como tizones, mejillas tiernas y trenzas negras y  tupidas, que hechizaba a los mozos de la comarca cuando se desplazaba airosa, desafiante, con el cántaro de agua en la cadera, meciéndose rítmicamente, con los muslos prietos,  juguetones, apenas insinuados debajo de su pollerita carmesí.

 

Los duendes de la acequia no son malos, comentaba Nabor, sino traviesos. Se les aparecen únicamente a las mujeres y a los niños porque a los hombres no les gusta jugar con ellos. Josefina los vio una madrugada, de jovencita, cuando fue a lavar ropa. “Son enanos, sombrerudos y levudos; con unas orejitas puntiagudas y una barbita de cuatro pelos. Se comportan como wawas para ganarse la confianza de las imillas”, recordaba. “Bien lisos saben ser; están chanceando todo el tiempo con las solteritas, diciéndoles cosas bonitas para enamorarlas. Saben estar buscando pareja, pues, porque no hay duendes mujeres”. Dizque así, lisoteando, lisoteando, prometiéndole el oro y el moro, uno de ellos preñó a la Matilde y le dejó un hijo opa.

 

Los nopales habían florecido. Verdeaban en las faldas de la loma, con sus pencas voluptuosas, cuajadas de capullos rojos y amarillos.

 

–Hay que cosechar las tunas antes que los chiguancos den fin con ellas– ordenó la abuela.

 

–Sí patrona– replicó Nabor.

 

–También hay que recoger las lechiguanas– agregó, al ver la nube de abejas revoloteando sobre el panal de un cardón de brazos macizos y flores perfumadas.

 

Josefina decía que los duendes buscaban la miel de las tunas para endulzar sus palabras y así poder seducir a las mozas, pero que el Niño Nazareno, ¡bendito sea!, con la ayuda del Tata Santiago, llenó de espinas las pencas de los nopales para evitar que los intrusos pudieran utilizar los dones de la naturaleza para sus lisuras. “Saben disfrazarse, convertirse en animales mansos, para ver si así engañan a sus víctimas… Saben vengarse feo de las mujeres que no quieren retozar con ellos… Las dejan secas”.

 

Pero nunca quiso hablar de la mala hora del pobre Nabor. Los campesinos contaban que fue un forastero que murió de amor por la Severita, un hombrecito con aspecto de niño, quien lo desgració en el abra. Dizque llegó una noche montado en un tordillo negro que echaba fuego por los ojos y le voló el brazo de un machetazo. Y a la Severita, ¡ay!, le arrancó el corazón de un solo tajo. Unos arrieros la vieron atravesar el río como alma en pena, arrastrando su culpa, rumbo al Angosto. Los lugareños aseguraban que volvía al abra el Día de los Fieles Difuntos porque los churquis amanecían cuajados de choloncas, que son las lágrimas de las ánimas que reclaman el perdón de sus pecados.

 

La abuela Herminia se afanó esa tarde en preparar la fiesta de los Santos Difuntos del día siguiente. “¡Apuren! ¡Apuren!”, arreaba a las criaditas, almitas nuevas, inocentes, elegidas por los mayores para recibir a los finados. “¡Rápido, rápido, no llegaremos a tiempo!”, las apresuraba. Atufadas, unas levantaban el altar de muertos, otras adornaban la casa con flores de retama, lamparitas de aceite, velas de sebo de cabra y crespones morados, y las demás amasaban la harina para hornear las tantawawas, los pandulces y las roscas para el convite.  

 

–¡Josefina! ¿Dónde está el Nabor, pues? Todavía no ha traído las jarras para el arrope ni las tinajas para la chicha– reclamó Doña Herminia, mientras se dirigía al horno de barro para comprobar si ya estaba a punto para introducir los panes y pasteles.

 

–Ya ha de venir, patrona; cada día tiene su afán– respondió Josefina, acostumbrada a los ajetreos de las vísperas.   

 

–Seguro que está sonseando con los músicos. Esos qué se van a aguantar hasta mañana, ya deben estar chupando…– apuntó el Padre Casiano, quien acababa de llegar para celebrar el oficio del día siguiente.

 

–Y usted tampoco, padrecito. ¿No quiere acompañarnos con un pisquito mientras salen los primeros panes? – interrogó la anciana, desatando las carcajadas de la servidumbre.

 

–Sí, me va a venir muy bien… Vengo muerto de frío. El río estaba crecido y me he mojado hasta el cogote– replicó el sacerdote, a quien las malas lenguas atribuían la paternidad de muchas de las mozas de la comarca.

 

–Padre, ¿ha pasado por el Angosto? – preguntó Casilda, aguijoneada por la curiosidad, con los ojos abiertos de par en par como lunas de agosto.

 

Josefina le había contado que los caballos se espantaban al cruzar el cañadón al escuchar el tamborileo de una caja dejada por el Maligno en la grieta de una de las cumbres. De día era una piedra cualquiera, semejante a un tambor criollo, pero en la noche cobraba vida y lanzaba un gemido desgarrador, como el llanto de un niño. Nabor decía que era la caja de Mayhuato, custodio mayor del Angosto, la puerta del Averno. “¡Ahí penan todos los condenados!”.    

 

–No hijita, para venir aquí no se pasa por ese lugar– contestó el cura, quien se había trasladado hasta la hacienda de Doña Herminia a lomo de mula, como solía hacer en los recorridos por sus dominios.

 

–Yo no pasaría por ahí ni pagada, menos en un día como hoy– apuntó Josefina, santiguándose-. ¡Nunca se sabe! Los espíritus tienen por costumbre pasearse entre los vivos y los vivos no entendemos las razones de los muertos.

 

Los celajes naranjas marcaban el final de la tarde con sus penachos alargados, sostenidos como suspiros sobre el horizonte del lomerío, arrullados por el aleteo de los huichicos, orfebres de los crepúsculos. Los campesinos ascendían por la falda del montículo, rumbo a la casa de hacienda, con paso lento y torpe, acompasado por las notas lastimeras de los erkes y las anatas, el golpeteo monótono de las cajas y el runrún de los tarareos. 

 

Esta cajita que toco,

tiene boca y sabe hablar,

solo le faltan ojos,

para ayudarme a llorar.

 

Así cantando y bailando,

chichita me estoy ganando,

quizá pa’l año que viene,

me estén enterrando.

 

–¡Apuren! ¡Apuren! – gritaba Nabor, mientras acometía los últimos tramos de la cuesta, jadeante, blandiendo el rebenque de mando con su único brazo.

 

Doña Herminia dispuso las carnes y verduras para la tijtincha del día siguiente y salió al patio para dar la bienvenida a los comunarios, con Casilda prendida de su faldón. Dirigió su mirada gris cuesta abajo y distinguió entre las copas redondas de los churquiales y los matorrales de palqui el serpenteo multicolor de la peonada. Sobre los poyos del patio y las mesas del salón de la casa de hacienda reposaban los tazones de chicha y arrope y los platos rebosantes de buñuelos, pencos y capias de maíz.

 

–Bueno, ya estamos todos– proclamó el Padre Casiano, disponiéndose a bendecir la vigilia de los Santos Difuntos, mientras apretaba el breviario contra el pecho y buscaba con la mirada a su monaguillo, Jacintito, un llokalla que lo acompañaba como perro sin dueño a las celebraciones religiosas de su extensa parroquia.

 

El aroma suave de los bollos de maíz recién horneados se confundía con la fragancia de los durazneros en flor. Casilda soltó el faldón de Doña Herminia y corrió hacia el molle centenario para ver mejor a los campesinos que subían penosamente por la falda de la loma. Recorrió con la mirada el mar castaño de la floresta, salpicada de hojas brillantes y chauchas verdosas, matizada por las sombras tortuosas y amenazantes que suelen tejer los ocasos entre las ramas.

 

Sintió que un olor nauseabundo invadía el ambiente y golpeaba su rostro, un aliento fétido que le recordó las matas de palqui machacadas por el paso desganado del ganado. Buscó a tientas el faldón protector de la abuela y se encontró con el muñón enjuto del caporal manco.

 

–Qué hace aquí, niña –escuchó que le decía–, no ve que se puede caer al barranco.

 

Casilda volvió su mirada al fondo de la acequia. A lo lejos, entre los sauces acongojados bajo el crespúsculo, alcanzó a divisar a un hombrecillo con cara de niño. Iba vestido de blanco, montado en un tordillo negro de crines relucientes, que la contemplaba con una sonrisa traviesa.

 

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“Casilda” es uno de los cuentos de la colección “Figuraciones” de Juan Carlos Salazar del Barrio, Plural Editores, 2021. La Paz, Bolivia.

 

“Casilda” es publicado con la autorización autor. Podrá ser retirado de este sitio a simple requerimiento del mismo.

Ilustración: "Figuras" Luis Zilveti, Paris, 2020

 

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Juan Carlos Salazar del Barrio es periodista, narrador y docente universitario. Radica en la ciudad de La Paz, Bolivia. En su importante currículum periodístico destacan importantes actividades: ha sido corresponsal de la Agencia Alemana de Prensa (DPA) en Bolivia, Argentina, México, América Central y Cuba. Fue editor internacional del diario Excélsior de México. Dirigió el Servicio Internacional, en lengua castellana de la agencia DPA en Madrid, España. Cubrió los acontecimientos de la guerrilla del Che Guevara en Bolivia, los procesos de militarización del Cono Sur de América, la guerra civil centroamericana, el levantamiento zapatista en Chiapas.

Es miembro del Directorio de la Agencia de Noticias FIDES (ANF), Presidente del Directorio de la Fundación Para el Periodismo (FPP) y docente de Periodismo de la Universidad Católica de Bolivia (UCB).

Es coautor de “La guerrilla que contamos”, libro en el que relata, junto con los periodistas José Luis Alcázar y Humberto Vacaflor, la “historia íntima” de la cobertura periodística de la guerrilla boliviana del Che Guevara, y de “Che: Una cabalgata sin fin”, sobre las incógnitas que aún rodean a la captura y ejecución del guerrillero argentino-cubano en Bolivia en 1967. También es autor de “Semejanzas”, un libro en el que retrata a 40 personajes, en su mayoría bolivianos. Sobre esta obra, el escritor e historiador boliviano Carlos D. Mesa Gisbert dice que “el libro es un trasiego que hipnotiza”, en el que el autor “combina la calidad narrativa, los hechos, el perfil humano de los personajes y la historia intensa que fluye detrás”, y “demuestra una vez más el gran parentesco y vinculación entre periodismo y literatura”.

 Ha participado en otras obras colectivas, como “Prontuario”, un libro que recoge varios casos de la crónica roja que conmocionaron a Bolivia (Editorial 3600 y Página Siete, 2018), con Liliana Carrillo, Isabel Mercado, Cecilia Lanza y otros.

Obras publicadas:

Figuraciones – Cuentos; Plural Editores, 2021. La Paz, Bolivia

Periodismo en tiempos de dictadura (con Harold Olmos y Fernando Salazar) Fundación para el periodismo y Plural Editores, La Paz, Bolivia, 2021

Prontuario (con Liliana Carrillo, Isabel Mercado y Cecilia Lanza, Editorial 3600/Página Siete, La Paz, Bolivia, 2018)

Semejanzas (Plural Editores, 2018, La Paz-Bolivia)

Che: Una cabalgata sin fin (con Gonzalo Mendieta y Luis González, Editorial Página Siete, La Paz-Bolivia, 2017)

La guerrilla que contamos (con José Luis Alcázar y Humberto Vacaflor, Plural Editores, La Paz-Bolivia, 2017)

De buena fuente (Coordinador, Madrid, España, 2010)

Manual de Estilo de DPA (Coautor, Hamburgo, Alemania, 2006)

 

Distinciones:

Premio Nacional de Periodismo 20162

100 Personajes Latinos de 2010 (España).

 

 

 

 

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