Andrés Canedo - Encuentro

 


Debe haber sido a las siete y media de la tarde (noche) cuando sonó el teléfono y la voz me dijo: “Soy Elena Petriowska, y le traigo un regalo de su amigo Juan, de Berlín. Pasaré la noche aquí y me gustaría poder entregárselo. Estoy en el aeropuerto, de manera que espero en una hora estar allí. Mejor si nos encontramos en un café al que sea fácil de llegar. Yo de allí seguiré a algún hotel, y mañana temprano, retornaré a Europa”. Dos imágenes se me atravesaron de inmediato: la de Juan a quien no veía hace años, y la percepción, desde la musicalidad de su voz, de un esbozo de lo que imaginaba el rostro de Elena Petriowska. Algo de Polonia debe haber en ella, me dije, e inmediatamente respondí que la esperaría en el café Sir Francis, y le envié el mapa. Le dije, además, claro, el color de mi camisa para que pudiera identificarme. Ella indicó que era una mujer rubia, de ojos azules y cercana a los treinta años. Así, media hora después, estuve en una de las mesas en la vereda del café, más agradables en medio de la contundencia de nuestros veranos.

 

La vi bajar del taxi, percibí su porte de mujer bella, enfundada en unos jeans ajustados, calzando botas negras y con una blusa ligera. Vi, claro, su cabello rubio, su rostro armónico, hermoso podría decir, pero fue el faro deslumbrante de sus ojos azules el que atrapó mi visión sin permitirles el escape a mis propios ojos, como si hubiera quedado prisionero de una momentánea alucinación. Sólo traía una pequeña mochila y un bolso que oficiaba de cartera. Los pocos metros que nos separaban me hicieron ponerme de pie, no únicamente por cortesía o por llamar su atención, sino impulsado por esa sensación de que debería inclinarme para rendirle homenaje. Eran una vez más las estupideces que se me ocurrían y que guardaba en secreto y casi con vergüenza debido a mis treinta años, de manera que sólo dije mientras agitaba la mano, cuando ella subió a la vereda, “Yo soy Mariano”. Nos saludamos con un beso en las mejillas y la invité a sentarse. Entonces noté su boca hermosa, de labios prominentes, despiadadamente tentadores. “Sólo un par de minutos”, me advirtió, y se puso a hurgar en la mochila de la cual extrajo un paquete que era evidentemente un libro. No lo abrí, para no ser descortés, pero ella me dijo, “Sé que es un libro de Modiano, El café de la juventud perdida. Imagino que le gusta Modiano” “He leído sólo otros dos libros de él y me gusta mucho. Suelo leer más a Houllebecq”, le respondí. Ella asintió bajando la cabeza y esbozando una sonrisa, entonces agregó: “Bueno, misión cumplida. Me voy. Como habrá visto, dejé mi equipaje en la consigna del aeropuerto, pero ahora tengo que buscar un hotel y tengo que hacerlo, aunque la tentación de hablar de libros es grande”. No podía permitirle que se fuera, que me dejara sin el encanto de su visión que originaba todas las ensoñaciones. Mi alma que emigraba buscando belleza en los seres y en las cosas, quedaría quebrada si ella se iba. “Quédese un rato más, así disfrutará un poco de Santa Cruz de la Sierra, hablaremos algo de libros, me contará un poco de Juan, y luego yo la llevaré en mi auto a un hotel. De paso podremos comer aquí una milanesa picada con papas fritas, que es una verdadera delicia”, le retruqué. “Esa es una tentación tan grande como los libros. Me quedaré, pero no por mucho tiempo”, me respondió.

 

Llamé al mozo y pedí dos platos de milanesa picada y jugos de fruta. Ella me agradeció mientras separaba un mechón de su cabello de trigo que le caía sobre la frente, y sonriéndome me mostró que estaba dispuesta a escuchar. Yo, contrariamente al orden que había establecido previamente, le pregunté sobre ella, porque quería saber más, mucho más de ella. “¿Petriowska, es polaco?”, pregunté: “Sí, mi padre era polaco, mi madre era de aquí, con el apellido más difundido por supuesto, que es Fernández. Sí, ella era de esta ciudad, donde nací y viví los tres primeros años de mi vida. Luego nos trasladamos a La Paz, donde estuvimos hasta que cumplí 15 años. De allí nos fuimos a Europa, a Berlín, donde estudié. Soy licenciada en Arte, profesión que no ejerzo, salvo en la capacidad de disfrutar de las cosas bellas, y un día me casé con Helmuth, quien me esperará en el Aeropuerto Berlín Brandemburgo. Ahí tiene usted Mariano, mi breve y poco importante biografía”. Le respondí que estaba seguro que había muchas cosas importantes en su biografía y que ella no me había revelado y agregué que ninguna mujer hermosa como ella, podía tener una historia intrascendente. Ella me sonrió, y advertí que su sonrisa nacía en el azul maravilloso de sus ojos que se diseminaba formando como una cúpula que nos aislaba del resto del café y del mundo entero. “Si se refiere a mis logros, durante algún tiempo escribí, sin mucho éxito, comentarios sobre pintura que se publicaron en algunos periódicos y revistas, pero al casarme abandoné esas inclinaciones. Si se refiere a mi historia amorosa, tuve, claro, antes de casarme algunos romances más o menos apasionados, algunos de los cuales, recuerdo con un poco de nostalgia”.

 

Llegaron las milanesas y los jugos. La vi comer con verdadero deleite, aunque no pudo terminar su porción y como explicación me dijo, “En Bolivia, todo lo que sirven de comida es absolutamente exagerado, casi pantagruélico. En Cochabamba, donde estuve unos pocos días, me sirvieron un silpancho, esa especie de milanesa, que parecía una sábana de tan grande que era. Tampoco lo pude terminar, aunque lo disfruté enormemente, como esta comida aquí”. Yo, cambiando el tema, le dije que sus ojos eran lo más maravilloso que había visto. No me atreví, claro, a hacer alusión a su boca sin riesgo de parecer grosero. Ella me agradeció, pero su rostro cambió y se vistió de tristeza.

—¿Qué sucede? Pareces haberte entristecido —la interrogué, mientras me decidía a tutearla.

—Soy consciente de que mis ojos y yo toda, despierto ilusiones o impulsos en los hombres, pero también soy consciente de que me debo a Helmuth y que otras aspiraciones deben ser ajenas a mí.

—¿No eres feliz?

—Sí, creo que lo soy, pero no puedo evitar sentir un poco de nostalgia, de pensar que aunque el amor debería significar que dos son uno, sin dejar de ser cada uno, uno mismo, parece que, a ratos, yo misma, siento quebradas mis alas. Pero no hablemos de eso. Hablemos de libros, tú eres escritor y tendrás mucho que decirme.

 

Hablamos de libros, largamente, hondamente. Me maravillaron su conocimiento y sensibilidad. De literatura europea conocía mucho más que yo, y de Latinoamérica había leído casi todo, incluso mencionó que había leído una de mis novelas, que Juan, de quien se había hecho amiga de verdad, le había prestado. Me dijo, y pienso que fue honesta, que esa mi obra debería publicarse en Europa. Yo intenté la torpe explicación de siempre, que el vivir en un país isla a pesar de la tecnología; que el habitar en uno de los países más pobres y con menos aficionados a la lectura, del continente; que la imposibilidad de un mercadeo adecuado, etcétera. Pero entretanto, yo era víctima de su enorme capacidad de seducción, de su belleza que parecía exacerbarse a cada momento. Advertí que la deseaba desesperadamente, y pensé que podría tener éxito con ella, ya que me sostenía la mirada sin falsos pudores. Al menos, eso pensaba. Ella clavó todo su resplandecer azul en mis ojos, y, refiriéndose a mi posible éxito en Europa, me dijo: “Talvez algún día”. Habíamos superado la una de la mañana y sólo nosotros dos quedábamos en el café, pero quien nos atendía, nos dijo que debían cerrar el local. Yo rememoré algunos otros sitios más trasnochadores, pero entendí que por su ambiente potencialmente violento por la cantidad de ebrios, no le sería soportable. Entonces una vez en el auto, sin temor, le dije que podríamos seguir conversando en mi apartamento. Sin remilgos, me respondió casi inesperadamente: “Vamos, total mañana tendré tiempo de sobra para dormir en el avión”.

 

El apartamento, la mínima sala, ella sentada en el pequeño sofá a mi lado, la copa de vino barato que pude invitarle, y sus muslos mostrando su diseño perfecto desde los rellenos pantalones en el asiento, y yo desbarrancándome en sueños. Ella me mira a los ojos, y no sé si hay una dosis de picardía en los suyos, o si es todo ese relumbrar azul el que me confunde. Viene entonces la advertencia, la casi admonición. “Estoy aquí, a solas contigo, porque confío en ti. No se te vaya a ocurrir intentar seducirme, por favor”, me dijo de pronto. Yo acepto sus palabras, sin obligarme a ceder. “No te haría nunca nada que tú no quisieras”, le respondí un poco tramposamente. Ella, con voz queda y más para sí misma, repitió dos veces: “Lo que yo quisiera… lo que yo quisiera”. Yo la oigo y me rehago en la esperanza.

 

Pero ella escapa. Sabe cómo hacerlo. Empezó a hablar de pintura, desde Botticelli, pasando por Van Gogh y por Chagall, para culminar en Klimt, y especialmente en el beso de Klimt.

—El beso entre un hombre y una mujer, aquel en el que se intercambian fluidos, aquel en que las lenguas se entregan y penetran la otra boca, suele ser sublime y además, riesgoso, desencadenante de abandono para precipitarse en las honduras del amor y del sexo —me dijo.

—El beso es entrega y promesa de entrega, posesión y alborada de posesión, es flor que estalla radiante en las dos bocas, es sabor sentido y presentimiento de otros sabores y soles y fuegos —le retruqué con voz ronca, mientras asomaba mi rostro al suyo, mientras me acercaba a su boca que ya intuía. Sin embargo, casi al fin de ese acercamiento ella gira levemente el rostro para esquivar mi boca, en una especie de forzado desdén, mientras su respiración se agita. Le respeté el sentimiento, aunque me pareciera absurdo, claudicante, pero ese ser humano que latía a mi lado, que vivía vaya a saber qué secretos sentimientos, aun frente a su rechazo, me parecía inobjetablemente respetable. Al cabo de unos segundos de silencio, me atreví a preguntarle “¿Por qué?”

—No sé por qué. Quizá simplemente porque soy demasiado cobarde, talvez porque la imagen de Helmuth se me aparece y me inhibe. Posiblemente porque no aprendí a ser feliz.

—Yo creo que hay que aprovechar todas las oportunidades que la vida nos ofrece para arañar la casi inalcanzable felicidad. Pero respeto tu sentimiento.

—No sé si agradecerte o reprocharte esa concesión. Es posible que hubiera deseado que me forzaras un poco a aceptar, a tomar los frutos de la vida. Pero así soy, mucha de mi seguridad no es más que una máscara. Finalmente creo que todas mis lecturas, que todo el arte vivido, no son, en el fondo, más que un refugio para olvidarme de que me niego a mí misma.

—Entonces, ¿por qué no aprovechas de una vez la oportunidad de tomar los frutos de la vida, como dices?

 

Bajó la cabeza y pude adivinar las lágrimas que corrían por su rostro, y sentí su propia pasión, aquello que llamamos compasión. Le acaricié el cabello intentando transmitirle mi afecto despojado de todo deseo de su cuerpo, y entonces le oí decir:

—Helmuth me protege, se ocupa de darme gustos, Helmuth es hermoso. Pero Helmuth es violento, y a veces me golpea, no por celos, sino por desacuerdos, a veces mínimos, cuando ha bebido un poco demás.

—No deberías permitir que te golpee. Eso es…

—Ya lo sé —me interrumpió—, ya sé de memoria toda esa teoría. Simplemente que no puedo.

—No tomes ese avión. Quédate aquí, conmigo. Ya enfrentaremos a Helmuth si fuera necesario—. Digo esas palabras y siento que las digo con rotunda honestidad.

—No puedo, ¡No puedo! Oh, Dios, estoy muy cansada. Mariano, déjame dormir un rato en tu regazo. Quítame las botas, por favor.

 

Le quité las botas, mientras ella permanecía inmóvil, con los ojos cerrados. Se rebelaron entonces sus hermosos pies, partes integrales de un todo creado para el placer y no para el sufrimiento. Sentí la tentación de besárselos, pero me contuve a pesar de toda la confusión que se había apoderado de mí. “Ven, acurrúcame”, dijo de pronto. Volví al sofá y ella, se encogió en posición fetal y apoyó la cabeza sobre mis muslos y pareció quedar dormida durante un tiempo. Multitud de pensamientos cruzaron por mi mente. Allí estaba yo, con esa mujer de pies desnudos, símbolo de desnudez entera, esa mujer objeto actual de todos mis deseos, tan enormemente frágil, tan fácilmente vencible, oscilando entre mi lujuria y mi inédito amor, con tanta beatitud como un santo o como un imbécil, no lo sabía. Pero habría algo de bien en mí, porque permanecí sirviéndole de lecho, en el que la breve noche de su sueño, podría traerle consuelo. Pasaron unos diez minutos, de pronto se incorporó y se puso de pie, junto al sofá. “Ven aquí, bésame”, dijo con un tono que tenía más de súplica que de orden. Allí estuve. Su boca se abrió, su lengua buscó mi boca, sentí la delicia líquida de su saliva penetrar en mí. Durante pocos segundos sentí toda su pasión y le entregué la mía, luego, con sus manos separó mi cuerpo del suyo. “Ya es bastante, Mariano. Ya es bastante. Talvez mañana, talvez haya un mañana para nosotros”. Se recompuso, la urgencia se apoderó de ella, se calzó las botas y me dijo: “Llévame al aeropuerto por favor, mi avión sale a las seis”.

 

Hicimos todo el camino hacia el aeropuerto casi en silencio. Al llegar recién habló: “Me acobardé a último momento. Pero algo he avanzado. Jamás olvidaré tu beso, todavía lo siento y lo llevo dentro de mí. Perdóname, Mariano. Tal vez, mañana. Te ruego que no bajes, que no me acompañes. Quiero estar sola con mis pensamientos y mis recuerdos. “Todavía hay tiempo, le dije, no subas a ese avión” “No, no hay tiempo”, respondió ella.  No bajé, pero me quedé dentro del auto en el estacionamiento, pensando intensamente en ella, tratando de llegarle desde ahí, en una especie de telepatía mágica del alma. Me quedé hasta que sentí su avión levantar vuelo. Pensé que de ahora en adelante, en todas las mujeres la buscaría a ella, buscaría en cada una un fragmento del espacio luminoso de ese ser que se alejaba velozmente, que ese sería mi legado y mi condena. Cuando salía del área aeroportuaria, encendí la radio y desde alguna emisora desconocida me llega el Vals del Adiós, de Chopin, y contribuye a mi melancolía. Entonces, me dije como buscando consuelo: “Talvez mañana… talvez mañana…”, pero no llegué a creerlo, porque aunque nunca había vivido algo tan intenso, la vida ya me había enseñado que suele ser amarga y acostumbra a amarrarnos a nostalgias de lo que pudo ser y no fue.

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