Observaba
cómo caía la tarde a través de la ventana de la cafetería. Desde el segundo
piso, se podían contemplar las hermosas casas de estilo colonial de Sucre. Me
encontraba en el centro de la ciudad. A pocos metros, se divisaba claramente el
campanario de la Catedral, bañado por una suave luz esmeralda proyectada por
los reflectores. Unos días atrás había llegado a la ciudad.
Antes de
viajar, fui invitado a participar en algunas actividades literarias, pero, al
llegar, recibí otra de carácter especial, una propuesta que me pareció muy
intrigante. La invitación por WhatsApp solo decía que se trataba de una reunión
privada para conversar temas afines. No sabía a qué se referían.
Quedamos
en vernos con mi anfitriona antes de la reunión. Ella era una escritora versada
en la investigación y en la literatura lírica. Llegué con veinte minutos de
anticipación. Pedí un café americano y, aunque llevé una libreta de anotaciones
para escribir mis pensamientos, al final solo me quedé contemplando el paisaje
urbano que se desplegaba ante mis ojos. Pasando de la contemplación del paisaje
urbano, me sumergí en la intrigante propuesta que me esperaba en la reunión
privada. Argelia llegó puntual. Su mirada penetrante y cabello oscuro como la
noche, transmitía el peso de vastos conocimientos de sabiduría ancestral.
—Disculpa,
creo que me demoré unos minutos, la reunión literaria se extendió un poco y me
apresuré —me dijo Argelia al llegar. Nos saludamos. Colgó su bolso en el
espaldar de la silla y sacó un libro. Tomó asiento.
—No te
retrasaste, llegaste puntual —le dije.
—Gracias,
no me gusta ser impuntual. Te traje esto —me dijo, al tiempo que me pasaba un
libro titulado Alce Negro habla.
—No lo
conozco, ¿de qué trata? —le pregunté con curiosidad, mientras ella respondió
con cierta emoción.
—Habla de
un chamán Lakota que pidió al autor del libro, John G. Neihardt, que contara su
historia. Al principio fue un escrito espiritual poco conocido que, años más
tarde, fue redescubierto por Jung y mandó a traducirlo al alemán. Te mencioné
que había investigado sobre el tema. ¿Lo recuerdas? Luego te la puedo
compartir.
En ese
momento, su celular comenzó a vibrar constantemente, interrumpiendo la
conversación.
Me están
llamando para pedirme información, pero no les responderé. La reunión ya
terminó y no es horario de trabajo. Voy a silenciar mi celular. ¿Y tú, cómo
estás?
—Bastante
bien, aunque el día fue ajetreado. Esta ciudad es muy especial. Me gusta
contemplar las casas coloniales de fachadas blancas con techos de teja naranja.
Se respira mucha historia en sus calles. Pero también en la noche hay lugares
un poco sombríos y se siente una energía extraña.
Llegó el
mesero a pedir la orden y ella pidió un té chai. Mientras el aroma del café
fresco rodeaba el aire, Argelia comenzó a relatar las leyendas que hablaban de
los poderes ocultos que yacían en las profundidades de Sucre.
—En esta
ciudad hay muchas energías de diferentes tipos, también hay fantasmas, por si
no lo notaste —dijo ella observando el fondo de la sala.
—Las
casas son muy antiguas —le comenté pensativo—, quién sabe cuántas personas
habrán muerto en cada una de ellas.
Argelia
levantó la mirada y contempló a su alrededor, hacia el techo y dijo:
—Aquí
mismo hay una presencia. Las hay en muchos lugares también. Las veo algunas veces.
En el castillo de la Glorieta, por ejemplo, en ausencia de personas, se
escuchan ruidos extraños. Una noche, pasábamos por ahí con unos amigos y vi a
una mujer parada en una ventana. Por supuesto, no había nadie en el Castillo,
me refiero a nadie vivo. Era una presencia sobrenatural.
—¿Y qué
hacían en ese lugar?
Argelia
se arregló el cabello mientras me respondió, mirándome a los ojos.
—Estábamos investigando algo, pero todavía no
me hagas preguntas sobre esos temas. En esa ocasión nos acompañó Adriel. Ya lo
conocerás. Es un hombre muy especial, ya tiene una edad avanzada y ahora se
dedica a la investigación. Nuestra amistad no necesariamente implica a que
estemos de acuerdo en todo. Disentimos en algunos asuntos. Pertenece a una
agrupación a la que yo no asisto, por supuesto. Tiene muchas ganas de ayudar y
aporta bastante en el ámbito cultural.
—¿Se
llama Adriel? Qué nombre más extraño.
—¿Te
parece extraño? Sí… lo es. No solo su nombre, sino él también. Aunque ese no es
su verdadero nombre. Lo utiliza como un seudónimo.
Levantando
la taza de té, siguió observando hacia un rincón del techo como si mirara algo.
Un aura de inquietud se sintió entre nosotros.
—Te noto
extraña, ¿te inquieta algo de este lugar?
—El lugar
es agradable, pero hay una presencia aquí que me molesta. ¿Ya terminaste tu
café?
—Me falta
un sorbo.
—¿Podemos
irnos, por favor? No me siento cómoda aquí —dijo, mientras seguía viendo
alrededor. Hay algo rondando por aquí. Una figura sombría ingresó al lugar, sus
ojos transmiten una advertencia silenciosa. Mandaré un mensaje a Adriel. Le
dije que te presentaría esta noche y ya estamos en camino.
Mandó el
mensaje y esperamos un rato.
—¿Vamos? Ya me respondió. Nos esperará en su
casa. Tomaremos un taxi en la avenida Venezuela, cerca de la Fuente del
Bicentenario.
Al salir,
busqué un taxi.
—No
todavía —me pidió, señalando una calle—. Él estará en su casa en cuarenta y
cinco minutos y en taxi llegaremos en diez. Si gustas, caminamos un poco, vamos
por allá.
Asentí
con gusto. Las sombras de la noche se extendían por las calles empedradas de
Sucre y yo no dejaba de imaginar las historias que se ocultaban en cada tienda,
cafetería y bares que se vislumbraban al pasar.
—Me
dijiste que conoces poco sobre la ciudad —continuó—. Aquí cerca, en la Iglesia
de San Francisco, hay una cripta donde se encuentran los restos de los
fundadores. A decir verdad, en todas las iglesias hay criptas, algunas tienen
osarios muy antiguos.
—Me
parece que la idea de la muerte no es tan ajena en esta ciudad.
—Ni la de
los antepasados. Sí… aunque no se hable abiertamente, se puede percibir en la
vida cotidiana. Todavía se respira la vida ancestral en estas tierras. Los
nativos norteamericanos también veneraban a los ancestros. El pueblo Hopi decía
que los Kachinas eran seres de las estrellas que llegaron a enseñar a su pueblo
las artes de la vida espiritual y material. Observaban, por ejemplo, las
estrellas, las Pléyades y el cinturón de Orión. Era un pueblo muy especial y
místico. Hopi significa ‘gente de paz’. Pero las personas no comprenden estas
cosas.
—Si les
mencionas eso creerán que estás hablando de ovnis.
—Sí. Las
personas de nuestra época piensan de manera extraña y equivocada. Jung cuenta
que un indio Hopi le dijo que el hombre blanco estaba loco. Cuando Jung le
preguntó el porqué, el indio Hopi respondió: “Porque el hombre blanco piensa
con la cabeza”. “¿Y cómo piensas tú?", le preguntó Jung. "Nosotros
pensamos desde aquí", le dijo. —Inmediatamente, Argelia apuntó con su
índice hacia mi corazón.
—Lo
entiendo. Hay conocimientos del corazón y otros de la cabeza. En términos más
modernos, los llamaríamos conocimientos intelectuales y emocionales.
—Pero
estos conocimientos de los que hablamos son del corazón. Se cree que los
pueblos antiguos estaban formados por gente tonta, nada más contrario a la
realidad. Aunque no tenían el tipo de tecnología que ahora tenemos, ellos
poseían otros conocimientos que las personas actuales, incluso las más
educadas, desconocen. Parece que, en la antigüedad, el conocimiento espiritual
era más vasto que el actual. Imaginamos que las personas estaban limitadas por
la falta de tecnología, pero, diversos descubrimientos a lo largo de la
historia nos demuestran increíbles avances en todas las áreas, que asombran por
su exactitud o incluso por su aparente imposibilidad, y que resultan comunes y
corrientes en los avances actuales y hasta menos eficaces que sus antecesores.
De
repente, se detuvo.
—¿Qué
sucede?
—Ya hemos
llegado a la Avenida Venezuela. Podemos tomar un taxi desde aquí. Faltan diez
minutos para la hora acordada. Llegaremos a tiempo.
Dejando
atrás la conversación sobre los conocimientos ancestrales y la espiritualidad,
nos encaminamos hacia la casa de Adriel. Al salir del taxi, pude ver claramente
una casa blanca de dos pisos que conservaba el estilo colonial. La puerta de
entrada, grande y sólida, tenía un aldabón en forma de león.
Un
escalofrío recorrió mi espalda, como si presintiera que algo inusual estaba por
suceder.
Argelia
se adelantó un poco para golpear la puerta, pero antes de hacerlo, un hombre
alto de cabello plateado, barba bien cuidada y ojos penetrantes abrió la
puerta. Besó la mano de Argelia y nos dijo que nos esperaba, invitándonos a
acompañarlo. No hubo presentaciones, eso de "fulano, te presento a tal o
cual". Y aunque mi amiga no me lo dijo, me di cuenta de inmediato de que
era Adriel.
Caminamos
por un pasillo iluminado con una luz tenue hasta llegar al umbral de una gran
puerta que tenía en la parte superior un emblema en forma de sol. Antes de
entrar, Adriel se detuvo y pronunció unas palabras:
—Señor,
te saludo, fuerza grande, de gran poder, el mayor entre los dioses, Helios,
señor del cielo y de la tierra, dios de dioses; poderoso es tu aliento,
poderosa es tu fuerza, señor.
Ingresamos
a una gran sala de amplios ventanales que emanaban una sensación de misterio.
Los muebles antiguos contribuían a esa atmósfera. Al igual que los cuadros en
las paredes y una imponente biblioteca. Era evidente que Adriel tenía gustos
peculiares.
—Es un
placer conocerte —dijo Adriel dirigiéndose a mí—. Argelia me ha hablado mucho
sobre ti. De alguna manera, no es una coincidencia que hayas llegado aquí;
tarde o temprano tus búsquedas te habrían traído a este lugar. De hecho, estaba
escrito desde el momento de tu nacimiento. Me comentó Argelia que eres
escritor.
—Intento
serlo. He abordado algunos temas de interés, quizás no apreciables para el gran
público, pero trato de ayudar en el esclarecimiento. Por supuesto, ser claro y
legible es un don, que creo no poseer, pero hago lo que puedo. También es un
gusto conocerlo.
—No es
necesario que seas tan modesto. Estamos entre amigos. ¿Quieres una copa? —dijo
Adriel, mientras servía un líquido oscuro de una botella de cristal, que supuse
que era vino—. Este es un vino muy especial, lo elaboran en un viñedo de
Tarija, bueno... eso asegura la persona que me lo trae. Aunque yo sé que viene
de Camargo. A nuestra amiga no le sirvo porque sé que no toma alcohol. Pero
también tengo un exquisito té de frutas que estoy seguro de que te encantará,
Argelia.
—Lo que
gustes, para mí está bien —dijo ella—, esta es una ocasión especial y aceptaría
una copa.
Adriel
nos pidió que tomáramos asiento y continuó:
—Bueno,
brindemos por la compañía de dos escri… Perdón, Argelia me dijo que ese título
es un gran honor que no se debe otorgar a cualquiera. Se los daría con gusto a
ustedes, pero sé que a ella le molestaría.
—No es
para tanto, Adriel. Solo que ese oficio está sobrevalorado en la actualidad.
Hace años, al menos, se hacía una diferencia entre escritor y escribidor. Hoy
en día, cualquiera ostenta el título de escritor.
—Lo sé. Y
dime, mi estimado amigo, ¿piensas escribir sobre este encuentro? —preguntó
Adriel, mientras levantaba un libro de la mesa de centro.
—No lo
había considerado, pero si ustedes me lo permiten podría escribirlo —respondí.
—Claro
que sí, pero me gustaría pedirte una única condición: que no menciones nombres
reales. Puedes usar nuestros nombres ‘espirituales’. Aquí en Sucre, pertenezco
a una agrupación que se remonta a los tiempos de la fundación de nuestra
patria, y solemos usar el nombre que por gracia del altísimo nos ha sido
entregado. Aunque pensándolo bien, si mencionaras nuestros verdaderos nombres,
nadie te creería. Ja, ja, ja.
La risa
estruendosa de Ariel nos contagió de inmediato.
El sonido
de la puerta principal que se abría y cerraba, junto con el tintineo metálico
de unos tacones, anunció la presencia de una mujer que se acercaba a la sala.
Abrió la puerta de la sala, pero no ingresó. Era alta, de cabello castaño y
ojos claros. Nos saludó y luego cerró la puerta.
—Ella es
Idalia —nos dijo Adriel—. Quizás no es tan voluptuosa como Argelia, pero
también es muy inteligente y una delicia en el amor. A ella le debo mis
felicidades eternas.
—Gracias
por el cumplido, tú siempre tan bromista—inquirió Argelia—. Solo por ser mi
amigo te lo permito. Nunca me hablaste de ella. Es una hermosa mujer.
—Es
argentina, de padre boliviano, aunque tiene un alma griega, quizá egipcia
—respondió Adriel—. No hace mucho que nos conocimos. Posiblemente ha vivido
desde tiempos remotos tanto como ustedes y tiene, por supuesto, el brillo de
largos siglos que iluminan sus ojos. Aunque tú has sido bendecida con el rayo norteamericano
y escribes sobre ello.
—Me
halagas demasiado, solo quiero transmitir en mis escritos algunas
sensibilidades e imágenes que me llegan a través de la intuición —comentó
Argelia.
—Querido
amigo —prosiguió Adriel dirigiéndose a mí—, Argelia es una pitonisa, aunque es
demasiado modesta para admitirlo. Transmite mensajes de otros planos a este mundo
materialista para bien de la humanidad. Permíteme mostrarlo, ella lo dice
también, aunque de manera velada.
Me pidió
que lo acompañe a uno de los anaqueles de la biblioteca del que extrajo un
libro.
—Este es
un libro de ella —señalando un poema del libro que lo leyó con cierta
solemnidad:
«Por El
Camino de la Calavera
ellos
vendrán...
con el
crepitar del vendaval
y con su
silencio
dicen que
viven en el alba
no los he
visto...
aún no
sé que
están allá
esperando
por mí
y algún
día
podrán
llevarme con ellos
pero hoy
no
todavía
estoy agonizando
tal
vez... tal vez
mañana.»
—Como
verás ella se conecta con seres de este y de otro mundo. O este otro poema:
«En La Casa de la Piedra Eterna
a la que
siempre regreso en mis sueños
enredaderas
de hongos recubren los arcos
que giran
retorciendo su carcasa…
En La
Casa de la Piedra Eterna
ellos
caminan o están quietos
siempre
ignorando a las almas perdidas
como yo
jamás podría hacerlo
pues sólo
un muerto... reconoce a otro muerto.»
—¿Qué
opinas? Al que tiene oídos para oír… ¿Les parece si pasamos a mi estudio?
—solicitó Adriel.
Dimos
unos pasos hacia una puerta a un costado de la sala para ingresar al estudio.
Un escritorio, un par de sillones de cuero y muchas figuras simbólicas
descansaban sobre varias repisas.
—¿Tú
sabes por qué viniste a esta ciudad? O sería mejor preguntar, ¿Sabes por qué te
invitó Argelia? —preguntó Adriel al tiempo que buscaba algo en una repisa.
Miré a
Argelia intentando encontrar la respuesta, pero ella permaneció en silencio.
—Vine por
una invitación a la feria para promocionar mi libro —respondí.
—Claro
que sí —interrumpió Adriel—, pero el destino tiene también otras intenciones
con nosotros. Argelia me había mostrado tu libro antes de que vinieras y te
reconocí como amigo de tiempos remotos por algunos símbolos que mencionas.
Sabía que podía conversar de algunos temas contigo. En ese momento no dudé en
pedirle que te trajera. Al respecto, ¿estudiaste los símbolos del escudo de
Chuquisaca?
Le
respondí que no, pero alguna vez cuando lo vi, intuí sus significados.
¿Reconoces este símbolo?
Me mostró
una cruz roja cuyos cuatro brazos son iguales, similar a la cruz griega.
—Sin duda
—le dije—, es la cruz templaria.
—¿Cómo lo
sabes?
—Los
brazos son más anchos en sus extremos.
—Mira el
escudo de Chuquisaca.
Le
comenté mis apreciaciones. Se notaba claramente la cruz templaria; las torres,
símbolos del hombre que debe permanecer vigilante y virtuoso en lo alto. Las
columnas no eran otras que los pilares de la puerta de ingreso al templo.
—Bien lo
dijiste, querido amigo —afirmó Adriel. Hubiera sido muy obvio que tuvieran
inscritas la ‘J’ y la ‘B’. En el aniversario del departamento hicieron una nota
de prensa comentando sobre los símbolos del escudo. Dijeron que eran pilares
coloniales, que la cruz la incluyeron por la época cristiana, que los cerros
simbolizaban las riquezas y que las banderas eran las réplicas de las velas de
las naves de Colón. Ja, ja, ja.
Su risa
estrafalaria inundó nuevamente el lugar.
—Deberías
disculparlos —dijo Argelia—. No tienen la culpa de desconocer la verdad detrás
de esos símbolos y la creación de este país.
—Claro
que la tienen —inquirió Adriel—. Indoctos a musis atque a gratiis abesse.
Hay una guerra de tipo ideológica en esta ciudad y en este país. Los seguidores
de las sombras quieren destruir las tradiciones y los símbolos. ¿Se dieron
cuenta de cómo estas ideologías antihumanistas inundan nuestro país? Quieren
esclavizar tanto nuestros cuerpos y nuestras almas. Lo peor que pueden hacer es
mantener a el pueblo en la oscuridad de la ignorancia. A propósito, ¿fuiste al
castillo de La Glorieta?
—Todavía
no.
—Deberías
ir, te será muy agradable. Pero visítala con esa mirada investigadora que
tienes. Encontrarás símbolos interesantes. Se equivocan aquellos que creen que
solo los pusieron ahí como decoración porque son bonitos. En una ocasión fuimos
con Argelia y otro grupo de investigadores y encontramos secretos fascinantes. Lamentablemente,
en el transcurso de los años ha sido desmantelado de una manera grotesca. Ya no
se encuentran los colores originales y muchos de los elementos que poseía. Nuestra
amiga también descubrió que los 'espíritus' todavía cuidan ciertos lugares, no
solo en La Glorieta, sino también en muchos otros de Sucre.
Todavía
conversamos un poco más sobre símbolos y leyendas populares. Fue una velada
agradable. Adriel nos llevó en su auto. Dejamos a Argelia en su casa y luego me
despidió en mi hotel.
Los
siguientes días que me quedé en esa ciudad, me invitaron a varias reuniones,
tertulias y charlas en algún café, donde conocí a personajes interesantes,
incluso algunos con cargos políticos muy altos.
El último
día, por la noche, sentado en la plaza principal, observaba a las personas
transitar. Entre heladerías y tiendas de chocolates, nadie se imaginaría la
otra Sucre que habita en la misma ciudad. Me llevé los recuerdos de sus calles,
sus habitantes y la sensación de haber vivido una experiencia única. Recordaré
la dualidad encantadora de esta ciudad, capaz de sorprender a aquellos
espíritus arriesgados que se animan a desentrañar sus maravillosos misterios.
*******************************
Harold Kurt, nació en La Paz, Bolivia. Ávido lector, escritor, pensador, humanista, apasionado a la literatura y la filosofía, empezó a escribir a una edad temprana. Amante de la música, el cine, la pintura y la buena literatura. Como Diógenes, afirma ser ciudadano del mundo. Conferencista y ensayista, ha escrito ensayos (Imagen y Sentido. La Paz, Bolivia: Editorial Kipus) y algunos cuentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario