Su mujer, su
compañera desde no hacía mucho, un par de años a lo sumo, siempre se mostró un
poco rara. Es que le gustaban las religiones orientales y, en consecuencia,
expresaba pensamientos distintos, adoptaba actitudes extrañas. Pero nada
alarmante, nada insoportable. Inclusive, había unas ventajas de su manera de
ser que a Juan le agradaban profundamente: su dulzura, su prudencia, la
rectitud de su ser. Y también, claro, su conocimiento, entre otras cosas, del
Kamasutra, lo que la convertía en una amante inigualable por la magnitud de su
entrega, por la hondura de su pasión, por la sabiduría de su cuerpo, por los
conocimientos deliciosos de su vagina para generar el placer. Desde luego que
Juan no podía seguirla en las posiciones casi acrobáticas que ella proponía,
pues sabía que, de hacerlo, terminaría dislocándose algún miembro, de manera que,
en toda esa práctica sexual, a pesar de su deseo, a pesar de sus impulsos,
terminaba convirtiéndose en un participante pasivo, pero que disfrutaba
intensamente de toda la ciencia, y también de la intuición del placer, que ella
le brindaba.
Él, era un
hombre relativamente culto, mentalmente avanzado, pero muy “con los pies en la
tierra”, como se defendía ante los alegatos de ella frente a lo que ella
definía como su pobreza espiritual. Pero era lo suficientemente evolucionado
como para aceptar que, aunque a él esos “juegos” de ella le parecían casi una
postura (una especie de inocente impostura), posiblemente ella estaba en lo
cierto, que sus propuestas eran más veraces frente a la vida espiritual, y que
él sólo resumía a los libros que leía, al arte que frecuentaba, a su
posicionamiento muy occidental, muy de este mundo. De manera que la forma de
ser de Manuela, no lo incomodaba, no lo asustaba, y simplemente, él sacaba el
maravilloso beneficio erótico, y también para su alma, de esa su rara mujer.
Estaba convencido, de que ella jamás podría provocarle un dolor profundo, menos
el de el abandono, que él ya antes había padecido, pero que había aprendido a
borrar de su mente, como cuando el sol pleno y el cielo azul, borran una
tormenta. Y eso, con dificultad lo había borrado, pues de otra manera le
hubiera sido imposible abordar nuevas relaciones.
La había
conocido en una de esas reuniones bohemias en casa de un pintor amigo. Ella
allí estaba sin participar del jolgorio, pero integrada silenciosamente, porque
tal vez pensaba que ese mundo de artistas era el único en que algo del mismo se
aproximaba a su sentir y a su pensar. Pero no era como las otras mujeres (y
hombres) que expresaban palabras atinadas, que forzaban metáforas, que se
empeñaban en demostrar que pertenecían a ese otro mundo de elegidos e
incomprendidos. Y no lo era porque, además, su belleza externa era superior.
Todo en su cuerpo era armonía: su rostro bello y humano, las curvas y las
prominencias de su cuerpo que se insinuaban bajo su largo vestido hindú, los
pies como flores delicadas metidos en sandalias mínimas, sus manos y brazos que
serpenteaban al desplazarse en el espacio. Ella tenía algo, pensó Juan, que
recordaba al calmo discurrir de un arroyo en la llanura y, a la vez, las
potencialidades salvajes de un incendio en el bosque. Juan supo, mientras la
observaba, que ese fruto extraño y misterioso, era el que estaba llamado a
poseer, y al que, probablemente, debería pertenecer.
—Soy apenas
como soy, poca cosa, pero puedo convertirme en más— fueron las primeras
palabras que él le dijo.
—Yo lo sé
—le respondió ella—. Eres como eres, y como eres, por ahora está bien. Pero yo
no soy como me ves, aunque también soy poca cosa y pretendo ser más.
No hablaron
de arte, no hablaron de política, no hablaron de las personas que los rodeaban.
Simplemente se miraban con intensidad, se conocían desde los ojos e iban
inventariando cada detalle del otro cuerpo. Y desde los ojos, también empezaron
a conocer sus almas. La charla se limitó a monosílabos o palabras sueltas: sí,
no, así es, luz, amor, alma, alma, alma. Y con ese bagaje se fueron a la casa
de él e hicieron el amor. Para ella, fue satisfactoria la entrega de Juan, el
desbordarse de su pasión y la manifestación sin retaceos de su ternura. Para
él, fue como hacerlo por primera vez, el descubrir de erupciones absolutas de
ardor, pero cargadas de espiritualidad; sexo y alma, como debe ser, como
generalmente es, pero mucho más que eso, mucho más que todas sus experiencias
anteriores sumadas. Juan, nunca había sentido algo así, y aunque eso hubiera
sido suficiente, entendió que en pocas horas se había enamorado de esa mujer, y
supo, que no sería capaz de perderla.
Ella aceptó
cuando él le propuso que vivieran juntos. Entonces Juan, empezó a vivir una
experiencia distinta en su vida. Su nueva mujer le era maravillosamente próxima
y a la vez lejana, pero con una lejanía que no le producía dolor; tal vez
asombro, admiración. Ella le brindaba una forma diferente de ternura, que es,
de todas maneras, una de las manifestaciones del amor. Ella era dócil, no
sumisa, y ampliamente independiente. Ella enseñaba, sin intención de enseñar,
sobre la libertad total, tan ajena a nuestros conceptos sobre la misma. La
libertad, así se lo había enseñado ella, no estaba en hacer todo lo que quiero,
sino en dejar de hacerlo, en no someterse siempre a los influjos del deseo. La
libertad, estaba en saber renunciar. Pero claro, en esos tiempos felices, ella
no renunciaba a él, ni a los placeres mínimos que son tan indispensables en
nuestra vida cotidiana. Pero renunciaba, sí, a toda intención de dominio sobre
el otro, a las exageraciones de la mesa o la bebida. El agua simple, era el
elemento que ella bebía; la comida parca, su alimento. Sin embargo, no
interfería en esos gustos tan terrenales de Juan, y claro, seguía brindándole
el más extraordinario de los disfrutes sexuales, para los cuales tenía una
sabiduría que colmaba toda imaginación, todo sueño. Juan, con todas esas
rarezas, la amaba. Tuvo la certidumbre de que el sexo abismal que ella le
brindaba, ya no era lo más importante, y aunque a veces las acciones de Manuela
le parecían tontas, en el fondo sabía que se encontraba frente a un ser
superior. Y así vivieron los dos años en un estado próximo a la felicidad,
aunque para Manuela algo faltaba, pues si bien Juan era como el agua para su
sed, esa sed concernía a muchas cosas más, que el agua elemental de Juan, no
podía calmar ni colmar. Él, en cierta manera intuía que ella buscaba
profundizar en su camino, pero no creía que aquello pudiera convertirse en un
abismo. Ella tan mansa, tan suave, podría ahondar en sus prácticas, pero
siempre permanecería a su lado. Dudaba sí, de sí mismo, porque estaba
consciente de que su amor por ella era tan grande, que él podría concederle
muchas cosas, aun a costa de pequeños o mayores sacrificios.
Juan, por
todo lo anterior, no estaba del todo inadvertido la noche en que ella llegó y
le dijo:
—Amor mío,
amor hasta donde llegué a amar como aman las gentes. Estoy agradecida por todo
lo que me has brindado, pero ahora debo irme, debo dejarte para siempre, pues
tengo que buscarme a mí misma y para ello debo eliminar mi Yo. Eso significa
eliminar todos mis deseos y apegos; eliminar el hambre y la sed, eliminar el
calor y el frío, eliminar el dolor y el placer. Debo vaciarme de mí, de mi Yo
presente, para así, si lo logro, llenarme de verdad, llenarme de luz. No trates
de impedírmelo, porque eso no sería digno de ti. Tú estás hondamente en mi Yo,
como lo están las otras cosas que he mencionado, pero ahora tengo que vaciar
todo. Sé que me amas, y por ese amor, deberás aceptar lo que yo necesito hacer.
Para ello, tengo que estar sola, aunque, por un tiempo, alguien, tal vez tú,
deberá asistir mis necesidades mínimas: un poco de agua, un poco de alimentos.
No puedo hacer esto en cualquier lado, menos en esta enorme ciudad tan
entregada a la vida, como sus gentes la entienden. Tampoco puedo irme al campo,
donde no sé qué encontraré. No puedo ser un anacoreta como los de las historias
clásicas. Por eso te pido que me permitas estar en esa habitación vacía que hay
al fondo de la casa, y que cada cierto tiempo vayas a asistirme para que no
tenga que morir por falta de sabiduría, por inexperiencia. Dame eso último,
como demostración de tu amor terrenal, por mí.
Juan se
aterrorizó ante esas palabras, supo del sacrificio que vendría, supo que en ese
momento, ya la había perdido para siempre. Y aunque quiso rebelarse, supo también,
que esa mujer que tanto lo había satisfecho, merecía el don de su propia
muerte, la de él, si fuera necesario. Y aunque algo, desde el fondo de su
conciencia le dijo que se estaba volviendo loco, que no debería permitir lo que
ella le pedía, sintió que era una tarea de amor a la que no podría negarse.
Sintió, que él mismo se superaría al aceptar esa entrega infinita que le daba a
ella; que se la debía a ella. Ella merecía ir a donde quería llegar, y Juan
claudicó, en aras de ese amor irrefrenable que le hablaba desde el fondo de sí,
como la luna frente al sol en cada amanecer, como el río que deja de serlo
cuando se sumerge en el mar. También, de una manera diferente, el debería dejar
de ser, para poder ser.
Ella cruzó
por el pequeño charco de agua que la lluvia había formado en el patio y avanzó
pisando la luna y las estrellas, que el peso de su paso, todavía firme, fue
deformando en hermosas imágenes plateadas. El aroma de los jazmines, encantados
con su transitar, se hizo muy intenso en esa noche calurosa. Juan la seguía por
detrás. Cuando llegaron a la puerta de la habitación deshabitada, ella le pidió
que la dejara sola, que volviera, al cabo de tres días, con algo de arroz y un
poco de agua, que los dejara a la entrada, pero que no entrara. Juan, sin
embargo, la espió desde la ventana lateral, y vio que se desnudó y se colocó en
postura de flor de loto. Recordó que ella le había dicho que esa posición se
llamaba Padmasana, algunas de las veces en que practicaba la meditación en la
casa común. Por amor, por preocupación, se quedó allí durante toda la noche,
observándola, gracias al resplandor lunar, mientras ella permanecía inmóvil y
concentrada en su posición, buscando vaya a saber qué mundos ignorados por él.
Algo en su propio yo se sublevaba, él se estaba entregando a su propia
inmolación, pero sabía que, aunque intentara detenerla, tampoco podría lograr
nada. Únicamente le quedaba dar. Dar todo a su amor, para de esa manera
perderlo. Y así, ante el dolor de esas pérdidas gigantescas a las que uno mismo
contribuye, un rato de esos, le pareció advertir, que una fosforescencia
emanaba de su bello cuerpo y empezó a creer, que ella sí poseía un don
diferente que la separaba de las gentes comunes como él.
Así
transcurrieron dos meses y hacia el final de los mismos, él comprendió que ella
ya sólo recogía el agua y no la comida. Desde su posición, junto a la ventana,
fue advirtiendo cómo sus carnes iban desapareciendo y una delgadez cada vez más
alarmante se apoderaba del cuerpo de ella. Le pareció que era como una vela que
había ido consumiendo toda su parafina y estaba próxima a apagarse en un
exacerbado fulgor final, y que luego, sólo quedaría la oscuridad. Y aunque lo
que quedaba de su amado cuerpo, resplandecía cada vez más, lo que lo obligaba
al respeto y a la no intervención, la desesperación fue más fuerte que todos
sus compromisos previos y decidió entrar. Cuando lo hizo, notó que el cuerpo de
Manuela estaba completamente inmóvil, que no se notaba ni siquiera, un leve
movimiento de respiración, que los huesos descarnados, apenas cubiertos por la
piel, era lo que restaba de ella. Observó también, que una sonrisa se dibujaba
en sus labios ya apenas esbozados y entendió que tal vez ella había migrado
hacia una realidad más acorde con lo que siempre había soñado. La tocó, la
sacudió suavemente, pero ella permaneció en su posición inalterable. Entonces,
de frente a su rostro le habló quedamente y le dijo las únicas palabras que
pudo articular en medio del terror y la compasión. “Amor”, “amor”, pronunció él
y entonces ella abrió sus ojos. Allí, desde el fondo de sus cuencas casi
inhabitadas, surgieron dos intensas luces que casi lo cegaron. Estaba viva,
pero su mirada ya no pertenecía a esta realidad. Se dio cuenta de que ella lo
vio, pero que él, para ella, ya no era el que había sido, era tal vez apenas un
ser más, de tantos, a los que esa luminosidad, ahora suavizada, expresaba amor,
amor en plural, no con él como único destinatario. Se quedó allí, arrodillado
frente a ella que ya no era la misma, pero que tal vez era mucho más, sin saber
qué hacer. Una sola certeza se apoderó de la mente de Juan. A partir de ahora,
tendría que vivir la soledad absoluta, tan parecida a la muerte, y esa
certidumbre lo paralizó. Y allí permaneció, frente a la mujer que había amado
pero que estando presente ya no estaba, durante varias horas, hasta que la
empleada que limpiaba la casa, contradiciendo la norma al no encontrar a Juan,
se dirigió a la habitación que tenía vedada y los encontró.
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