Ariel Flores - El miedo de un ángel

 El miedo de un ángel


Ariel Flores

 

Acodada en la ventana. Tratando de sostener, equilibradamente, un inquieto mentón que se mece de un lado hacia otro de forma caprichosa. Sus dedos. Sueltos y traviesos, chocaban intercaladamente sobre sus mejillas a la manera de pequeñas baquetas sobre dos tamborines.

Mientras mantenía la mirada en la calle, sus pequeños labios hacían un extraño movimiento. Murmurando, tal vez tarareando o describiendo en voz baja lo que sus pequeños ojos capturaban desordenadamente: los techos de las casas, los árboles robustos, los pajarillos de la mañana, el quiosco de la esquina, una lata vacía rodando hasta chocar con una piedra, un pedazo de papel tomando vuelo mientras juega con el viento.

“¿Qué es eso? ah, nada” –dijo-. “Solo el viento arrastrando un pedazo de papel. Aquel perro se parece a…, no…, es otro. ¿Por qué estará en la calle? ¿Acaso no es peligroso también para las mascotas? ¿Qué es eso? ah, otra vez el viento…”. Se oye un ruido. Gira la cabeza. “¿Mamá?” -silencio por unos segundos- “ah, es la abuela. Abuela siempre tiene dulces” –dijo-. Mira más lejos “¿Qué es eso? Ah, otro perro. ¿Está solo? Siempre están solos. El parque. Quiero ir al parque. No, mamá dirá que no. -Grita aburridamente- ¡Mamá… ¡¿Puedo ir al parque?” No hay respuesta. Gira otra vez la cabeza. Ya no está la abuela. Está sola. Mira otra vez por la ventana. “¿Qué es eso? Ah, es solo el viento”.

Angelita intentaba reconocer, en aquel ambiente negado, aquello que su mamá, su abuela e incluso la televisión le advertían sobre un peligro que acechaba a los niños y adultos, hombres y mujeres, ricos y pobres, por igual. Pero no conseguía verlo. Lo buscaba en todas partes, en todos los objetos, en todo lo que sus ojos podían capturar a la manera de una pequeña lente de una cámara de seguridad.  

Como muchos niños, Angelita quedó confinada en su casa, en una pequeña vivienda sobre la que estaba construido su mundo. Era hija única y vivía con sus padres y su abuela materna. Era una niña de cinco años que insistía en que tenía 5 años y medio. Todos los días, por la mañana, mientras sus papás aún dormían, se levantaba temprano para sorprender a ese desconocido mal. Corría hacia la ventana para sorprenderlo caminar por la calle, arrastrarse por la acera o volar por entre las ramas de los árboles. El virus le era una persona extraña que no conocía, un objeto desconocido que nunca había visto, un lugar al que nunca había visitado. Pero estaba en su cabeza; en sus pensamientos; en cada pequeño movimiento.  

No sentía miedo porque el miedo precisaba de materializarse en “alguien”, en “algo” o en “algún lugar”. Ella sentía curiosidad. Mucha curiosidad. Ese tipo de curiosidad que mantiene los sentidos en alerta, que inquieta, que quita el sueño. Porque como decía Burke, “no es tanto la realidad de la amenaza, sino cómo imaginamos esa amenaza los que nos renueva y restaura”.

Algo distinto ocurría con sus papás y su abuela. En realidad, pasaba todo lo contrario. En ellos el miedo se manifestaba a través del estrés, la desesperación, la tristeza, la rabia, el enojo, la pena, la resignación, etc. Un conjunto de sentimientos confusos y contradictorios, talvez porque los adultos son, a diferencia de los niños, seres confusos y contradictorios, con pandemia o sin ella.

Al mismo tiempo que seguían atentamente las noticias sobre la enfermedad, el virus evolucionaba al igual que el miedo en sus padres, desde una simple precaución a un estado de alerta exacerbado. Cuidaban de todas las posibles formas de contagio. Sospechaban de todo elemento extraño. El hermetismo había se había convertido en paranoia.

Las visitas estaban prohibidas, incluyendo a los familiares. Las salidas para el abastecimiento de alimentos estaban guiadas por un procedimiento que podría parecer exagerado pero metódico. La ducha era usada constantemente para desinfectar a sus papás cuando llegaban del mercado o del trabajo. No eran necesarias algunas provisiones porque las preparaban en casa. Las ventanas que daban a la calle estaban aseguradas por clavos de dos pulgadas para que no fueran abiertas. Las puertas se cerraban con doble seguro durante todo el día. En la cocina había más productos desinfectantes que frutas o verduras. En el patio más bolsas de plástico que juguetes.

El mal que recorría por las calles era el mismo mal que la abuela recordaba cuando Moisés dijo: “Así lo ha dicho Jehová. A la medianoche yo pasaré por en medio de Egipto. Y todo primogénito en la tierra morirá. Desde el primogénito del faraón que se sienta en su trono hasta el primogénito de la sierva que está detrás de su molino”. Entonces solo quedaba el encierro y marcar las puertas con alcohol y lavandina a falta de “sangre y vísceras de cordero”. Nacimos con miedo y moriremos con miedo – repetía con un aire de sabiduría profética -.

Una mañana fría, mientras todos dormían, una neblina densa cayó suavemente al nivel del suelo y se arrastró perezosamente por las paredes hasta los techos. Semejaba un animal fantasmal que reptaba lenta y torpemente. Angelita tiritaba por el frío, pero estaba segura que esa rara malignidad, que confundió con el virus, no pasaría el cristal que los separaba. Sus pupilas se dilataron frente a la luz tenue que pasaba a través de la neblina. Ésta vez la tenía en frente, por fin la veía en toda su extensión y magnitud.

“¡El virus!” –dijo en voz baja-. “No parece malvado. Es grande. No tiene ojos, ni boca. Tampoco rostro ¿dónde está su rostro? ¿Tiene cabeza? No veo sus pies. Ni su cola. ¡ah, no es un animal! ¿Es un fantasma? No, los fantasmas no existen, dijo mamá. ¿Pero qué es? No tiene forma. Tiene un cuerpo grande. Parece espuma. ¿Qué es? ¿Se cayó del cielo? Parece una nube. Pero las nubes no pueden bajar del cielo porque son de Dios. ¿Tal vez se cayó? ¿Qué es? ¿Me vio? ¿Me busca? ¿A quién busca? ¿Habrá gente en la calle? ¿A dónde va? ¡Está en el techo! ¡No podrá entrar! Papá cerró todas las puertas y ventanas. ¡El patio! ¡Quiere entrar por el patio!”.

Corrió a través de la sala y pasando por la cocina llegó a la puerta que da hacia el patio. Vio como la neblina empezó a cubrir el cuarto pequeño donde habitaba su abuela. La neblina espesa se posó y se mantuvo ahí por un tiempo que pareció detenerse. 

Angelita se quedó mirando, con la boca abierta y los ojos acuosos. Quiso salir. No se lo permitió un extraño sentimiento del que nunca había experimentado. Una especie de escalofrío que corrió por sus pies descalzos hasta sus mejillas. Era miedo. Ahora sentía miedo porque ahora sabía cómo era el virus, o al menos creyó saberlo. Corrió a su cama junto a sus papás. Se tapó con la frazada hasta la cabeza. Cerró los ojos. Lloró en silencio. Se durmió.

El miedo, el primer sentimiento humano desde que Adán comió del fruto prohibido por Dios y fue echado del paraíso. Para Angelita el miedo no fue el primer sentimiento que conoció, pero fue el que siempre recordaría a partir de ese día. Durante toda la mañana no quiso salir de la cama. No desayuno ni tampoco quiso jugar como todos los días. Sus padres no la molestaron, pensaron que había dormido mal y la dejaron descansar. Pero algo había cambiado en ella. Algo de inocencia había perdido ese día. Nunca lo sabrían.

A mediodía, la hora del almuerzo, su mamá salió de la cocina, pasó por el patio y se dirigió hacia el cuarto de la abuela para llevarla a la mesa como todos los días. Llamó desde la puerta insistentemente sin hallar respuesta. Entró. La miró recostada en la cama con los ojos aún cerrados y los pómulos hundidos por el paso de los años. Reposó delicadamente su mano sobre su hombro para despertarla. Tiro suavemente de ella dos veces “¿Mamá?” –dijo con una voz suave y trémula-. La miró otra vez. Puso la mano en su frente. Sintió su piel arrugada y fría. Pálida e inerte.

Se sentó en la cama al lado de su cuerpo arropado de frazadas. Apretó con las manos un pequeño paño que llevaba siempre que cocinaba. Juntó las rodillas, agachó la cabeza. Un nudo en la garganta se hizo de pronto y reprimió con fuerza un grito lastimero que intentó salir de lo más profundo de su ser. Un grito que se ahogó entre sollozos. De ese legítimo grito que pudo ser, solo quedaron quejidos. 

Angelita y sus padres lloraron juntos y el miedo los cubrió como un manto invisible. No sabían si la abuela había muerto por senectud o por el virus. No sabían qué hacer ni qué decir. Se consolaron mutuamente, se abrazaron con fuerza y no se soltaron por varios minutos. En ese instante comprendieron que el miedo no era el verdadero enemigo, el miedo solamente les devolvió el conocimiento esclarecedor de que el mal existe.

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“El miedo de un ángel” es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado a simple requerimiento del mismo.

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