Él, hombre
guapo y sombrío, de unos 35 años, había perdido a la mujer que amaba en un
accidente automovilístico, hacía tres años, pero no se había recuperado de
ello. Yo, mujer sensible e intelectual, pero, además bella, era escritora y
profesora de literatura y tenía 32 años. Lo había conocido media hora antes, en
ese vernissage, porque me sentí atraída por su belleza y su hombría, un tanto
tristes, y entonces me acerqué a él. Inmediatamente supe que era pintor, lo que
era lógico en ese ambiente de inauguración. Cuando me dijo su apellido,
comprendí que sabía de su prestigio, que había apreciado obras suyas en algunas
exposiciones colectivas, pero no imaginaba que pudiera ser tan joven, y menos,
tan lindo. Pero él me dijo, cuando le pregunté por su ocupación, “Era… soy
pintor. En realidad, ahora no sé qué soy”. Cuando le pregunté por qué decía
eso, me respondió “Porque ahora estoy muerto. Otra muerte fue la que me mató.
De manera que, aunque camino, hablo, me alimento, no soy el que fui. Soy, sí,
pero no sé qué soy”. De allí, sin que yo se lo pidiera vino una breve
explicación: su mujer había muerto hacía tres años en un accidente
automovilístico. Esa era la muerte que lo había matado y lo seguía teniendo muerto
en vida.
Esas sus
declaraciones me cerraban todos los accesos. Debo aclarar que para nada soy una
puta, sí una mujer que le gusta tomar lo que desea. Sin embargo, aunque entendí
que no se me abrían posibilidades en procura de ese objetivo, el hombre siguió
intercambiando palabras conmigo. Pensé que de alguna manera le había parecido
simpática o, por lo menos, soportable. Supe su nombre, Roberto; le di el mío,
Teresa. Me dijo que en una revista literaria había leído algunos cuentos míos,
inclusive hizo mención a uno en especial que le pareció “muy bueno”. Yo le
correspondí diciéndole que había visto unos trabajos suyos, que me habían
gustado. Él me replicó que eso era ayer, el antes, y que ahora, pintaba otras
cosas, más reales, de acuerdo a lo que estaba viviendo y que, además, no se
atrevía a mostrarlas. Pero fue sólo eso, antes de cumplirse una hora, me pidió
disculpas y me dijo que tenía que irse. Yo, ya no con ánimo de cazadora, sino
viva y verazmente interesada en el personaje, le dije que sería lindo que
volviéramos a vernos y le nombré el café donde suelo ir casi a diario, a partir
de las siete de la tarde. Roberto me respondió, “Tal vez pase por ahí, uno de
estos días”. Giró para dirigirse a la salida, y volvió hacia mí agregando: “El
anterior Roberto y este, aunque son seres distintos, por lo visto ambos son
pintores, aunque diferentes. Los pintores, para serlo realmente, tienen,
primero que nada, que tener sentido de la estética. Yo estoy seguro de que tú
eres una mujer bella, Teresa. Pero esas palabras significan nada más, pero nada
menos que eso: eres bella”. Y entonces se fue. Me quedé en el local, un rato
más, pensando que las palabras finales de ese hombre, eran a la vez un halago y
un límite. Yo era bella, pero nada más. Como un cuadro que te gusta pero que no
tienes la fuerza para querer poseerlo, como una manzana hermosa, que está en tu
frutero, pero no la comes. Minutos después, tuve que hacer malabarismos para
liberarme de un joven pintor cuyas intenciones eran evidentes, y que en otras
circunstancias seguramente no hubiera rechazado, pero por algo que yo misma
desconocía, tal vez por la fuerza y horror del misterio que Roberto llevaba
consigo, yo ya estaba colmada. En ese momento, no estaba para esos trotes.
Pasarían
ocho o diez días, cuando Roberto apareció por el café. Yo estaba concentrada,
leyendo una novela de Houllebecq, pero, al manifestarse su presencia, una
fuerte vibración que venía de él, me sacó de la lectura y lo vi. Era como si su
intensidad, su dolorosa intensidad, tuviera el poder de hacer oscilar las
luces, pues mientras se acercaba a mí, vi moverse la gran araña luminosa de
cristal que colgaba sobre el centro del salón. La vi durante un par de segundos
y realmente se movía. No es un terremoto, pensé; es la fuerza que emana de él y
que puede movilizar algunos objetos. Claro que él seguía siendo bello, pero esa
característica pasaba a segundo plano; era el poder, la ferocidad de ese ser
humano lo que impulsaba mi atención de escritora.
Se sentó.
Sin preámbulos ni fórmulas de gentileza me contó del accidente de su mujer, de
cómo tuvo que ir a la morgue a reconocerla, del horror de esas visiones, de su
bella cabeza que mantenía el rostro intacto, aunque prácticamente fue
cercenada. Y que le dijo, “Amor, no puedes haberte ido, no puedes irte así, no
puedes, amor, dejarme en el desamparo y frente al vacío”. Y que le dijo más
palabras de amor y desesperación, hasta que el médico compadecido, lo abrazó y
lo sacó de ese espacio colmado por la muerte. “A partir de entonces, primero
con asombro y luego con incalmable hastío, fui entendiendo y sintiendo lo que
es el vacío y presenciar cómo esa nada se fue apoderando de mí”. Luego
prosiguió: “La muerte de lo que más amas, es la ausencia y el vacío: al
vaciarse todo lo que era, nos colma el conocimiento de la muerte que es la
certidumbre de lo que ya no es, de lo que nunca volverá a ser. Nos colma la
ausencia… un vacío lleno de ausencia. Y ese vacío se atiborra también de
recuerdos que son, en realidad, una presencia en falso o la afirmación de la
ausencia. Entonces el conocimiento de la
muerte, que es la más terrible de las presencias, se sustenta en una paradoja:
es la presencia de la ausencia. Es el conocimiento de lo que no es. Pero sobre
todo es el dolor, un dolor que llena todo el espacio que fue vaciado pero que a
la vez es infinito”.
Sus palabras
me colmaron de horror y compasión. Sus palabras me dejaron ahíta con su
dolorosa belleza. Estaba frente a un hombre, que además de su condición previa
de artista, la vivencia de la tragedia había proyectado a un plano superior, o
al menos, diferente. Le tomé la mano que él no retiró y le dije: “No sé quién
eres. Tú también dices que no lo sabes, o que por lo menos no eres el mismo de
antes. Pero sé, que el hombre que está frente a mí, es, definitivamente es.
Pleno de amor y rebeldía, ardiendo en una pasión feroz, pero, sin duda, siendo.
Puede parecer absurdo, sin embargo, aunque apenas intuyo la magnitud de tu
extravío, de alguna manera te envidio, Roberto. Yo quisiera sentir así, tal vez
hasta me animaría a pagar ese enorme precio. Pero te pido un favor: date una
pausa, concédete un instante de olvido. Hablemos de otra cosa, ¿quieres?” Él
hizo oscilar su cabeza, como negando, luego la levantó un poco y mirándome a
los ojos, me preguntó: “¿Quién eres tú?”
Pasaron unos
segundos antes de que pudiera contestar. ¿Sabía yo, quién era yo? Los humanos,
¿sabemos quiénes somos? ¿Podemos definirnos en pocas palabras, si más allá de
nuestro superficial conocimiento de nosotros mismos, están los inmensos abismos
insondables del alma? Opté por lo más simple. “Soy una escritora, que con
esfuerzo y constancia ha desarrollado un cierto talento. Y como el material al
que debemos recurrir, somos nosotros mismos y los seres humanos, soy
observadora de lo externo y de lo poco interno que se logre develar o, digamos,
aprehender. Soy una mujer que ama y ha amado y que procura tomar los frutos de
la vida cada vez que se le presentan. Creo que eso, esencialmente, es lo que
soy”.
—Además,
eres bella— añadió él.
—No, no lo
soy. Tal vez sí, erótica, sexi, como se dice. Desde la primera pubertad tuve el
maravilloso poder de atraer a los hombres, sobre todo, a los mayores. Fue un
amigo de mi padre el que me desvirgó a los catorce años. No me violó, yo lo
seduje. No me arrepentí tampoco, sino que disfruté de dominarlo, de hacerlo
casi mi esclavo. Desde entonces, decenas de hombres han pasado por mi vida,
muchos de ellos bastante mayores que yo. Luego, con los años, las cosas se van
nivelando.
—Cuando mi
mujer murió, al poco tiempo yo intenté buscar el consuelo del sexo —me
respondió Roberto—. Me hundí en numerosos cuerpos, sin
remordimientos, pero también sin fe. Sólo quería una pausa, un respiro, un
resplandor. Y el respiro, la pausa, el resplandor existían, pero me dejaban más
vacío, o más lleno de nada. No lo sé. El hermoso cuerpo elegido estaba allí y
se me entregaba, el alma de la mujer ocasional muchas veces también estaba
presente. Pero yo sólo los consumía y me consumía, y quedaba, después del
fuego, yo mismo como un trapo ceniciento, olvidado en un rincón de la
habitación. Entonces, ¿esas mujeres eran presencia verdadera o apenas una
triste suplantación? Y esta vida mía que, sin embargo, siento tanto, es como si
no fuera. Ya no es, ya nunca será. Es tan simple que es imposible de expresar.
El sentimiento ante la muerte es el más huérfano de signos. Se pueden balbucear
el amor, el odio… y las palabras pueden encontrar vagas resonancias. La muerte es simple y es incomunicable,
intraducible. Por eso, todo esto que pretendo expresar, es absolutamente vano e
inútil. No puedo contarme ni razonar mi propio dolor. No pueden las palabras
que son la forma limitada del pensamiento. Tampoco el arte que es siempre
insuficiente, porque es como tratar de alumbrar con una vela la lobreguez
infinita de la noche de todos los tiempos. Pero claro, es mejor tener la vela
que no tener nada. Por eso sigo pintando. Pero ahora, todo lo que intento decir
es tan insuficiente como aquellas otras mujeres con las que pretendí respirar.
Por eso a ti, que eres bella y sexi, no te buscaré para evitar mi dolor y, tal
vez, también el tuyo. Pero es que todo es como si me cortaran cada palabra con
la perversa tijera de Dios. Por eso mejor me callo, me acallo y me abandono
para que el dolor, que tiene su propio lenguaje, me siga haciendo saber que
para aprender de la muerte de Teresa y de su ausencia, yo estoy vivo.
A partir de
entonces empezamos a vernos más seguido y luego, lo hicimos todos los días. Yo
me había convertido en su única amiga de verdad, en su familia. Él, finalmente,
parecía ir saliendo poco a poco del dolor, aunque también, repentinamente,
volvía a caer en su angustia, en su desconocimiento, en esa ya enorme cadena de
dolor. Yo, sentía renacer mis instintos de fémina, pero esta vez, mezclados con
un sentir inédito, con algo que, aunque no lo había vivido nunca, podría decir
que era amor. Una tarde, en que Roberto estaba suelto, tranquilo, casi
luminoso, yo le acerqué mi rostro e intenté darle un beso, un piquito, en la
boca. Él, suave pero firmemente me detuvo mientras me decía: “No lo hagas,
Teresa. Yo te quiero mucho y eres lo único que tengo en este mundo. Pero si me
empiezas a entregar tu cuerpo, yo podré ceder y serás una más de aquellas como
las que te conté. Todavía no he podido liberarme de todo lo que me atormenta,
todavía no sé quién soy realmente. Si algún día me diera a ti, quiero hacerlo
desde la más nítida limpieza de espíritu. Sea yo quien sea, el de ayer, que es
poco probable, o que termine de estructurar y liberar este nuevo yo que está
surgiendo en mí. No lo hagas, por favor”. Sentí vergüenza, sentí también un
poco de ira, pero pude sofrenarla. Todo mi orgullo, toda mi magia de mujer
quedaron humillados. Pero para eso había aprendido a amarlo.
Él todavía una
vez me dijo: “Cuando muere quien tú amas más que a tu propia vida, todo se
quiebra y uno deja de ser el que era. Lo que queda de uno, lo que sobrevive, es
como una botella en el mar conteniendo el mensaje de un náufrago, que podrá
circular cientos de años sin llegar a destino, haciendo que el mensaje mismo
desaparezca por la corrosión del tiempo y la botella misma corre el riesgo de
hundirse para siempre. Así me he sentido durante estos últimos años. Sin embargo,
ahora, creo que me estoy reconstruyendo, que aunque el mensaje se haya borrado,
será solamente la botella la que cumplirá su función de luz, pues el medio será
el mensaje mismo, diciendo ‘yo, que tanto he deambulado, aquí estoy. Sálvame a
mí, rescátame a mí, pues quien me envió ya no existe y yo merezco ser rescatada’”.
Y cuando hubo dicho eso, me dio un beso en la frente.
Han pasado dos
meses de aquella última vez. Con paciencia, con abnegación, con amor que ahora
sé que siento de verdad, he visto a Roberto ir acumulando luz como un sol
pronto a nacer. Los fragmentos que lo hacían se han ido comprimiendo y
generando calor y luz que son cada vez más intensos. Claro que ha sido un largo
y difícil proceso. Hoy, cuando llegó a buscarme al café, me tomó de ambas manos
y me dijo simplemente, “¡Vamos!”. Siento, como si fuera ayer, todos los órganos
de mi cuerpo predispuestos, y también, esos mecanismos del alma que estoy
próxima a estrenar, pidiendo poder expresarse.
Y ahí estamos yendo, juntos, a probar si alumbraremos el cielo de noche
por el tiempo que nos quede de vida, o si explotaremos como una supernova y
luego de la inmensa luz, quedarán el vacío y la oscuridad. Pero vamos con
felicidad, con fe de que podremos iluminar las tinieblas que quedarán en el
pasado.
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