Fernando Fuentes desmontó de su caballo con el fantasma del odio contra sí mismo atorado en su garganta; un odio supurante y descarado que, convertido en fiera esta mañana, le hundía los dientes en el centro mismo de esa herida abierta que tenía por corazón. Miró a ambos lados de la calle y sólo pudo ver la tierra más roja que de costumbre y las columnas de humo que se levantaban como grandes gusanos azules que reptaban rumbo al cielo para invadirlo. Qué distinto era todo esto al color festivo y al aroma de la vida que abundaba allá, en las plantaciones de banano de donde había salido hacía ya algunos años. Fuentes entró a la cantina desierta y sucia con la pistola en la mano y dejó oír esos pasos de plomo de aquel que ya no desea nada de la vida.
En medio del desorden de lo que debió ser una fuga apresurada,
Fuentes encontró una botella de lo que tal vez era tequila en una repisa que
seguro tuvo tiempos mejores. La descorchó con sus dientes amarillos de viejo
animal carnívoro, la disfrutó con el olfato como a una hembra, se dejó caer
sobre una silla con forro de cuero vacuno, miró la luz ceniza que penetraba por
la ventana rota -y arrastraba adentro el hedor a muerte que venía de los cerros
y las calles- y bebió un trago largo y profundo como un grito de terror, un
trago de rabia que costaría dos vidas más en cuestión de minutos. Dos más entre
miles, no eran nada.
El muchacho que había entrado con él a la cantina, un chico
idealista de no más de dieciséis años que oficiaba de su Ordenanza, le dijo de
la forma más firme y respetuosa posible que la orden del Jefe Supremo era hacer
cumplir la Ley Seca y destruir todo el alcohol que se encontrara en la ciudad
capturada. "Para eso estamos aquí, para destruir el alcohol, no para beberlo,
don Fernando. La causa de la patria exige esa obediencia y Los Dorados somos
jinetes de élite a cargo de una ciudad que se puede volver loca si se
emborracha, o sea, don Fernando, no sea así, nos van a putiar y hasta nos
pueden fusilar".
Fernando Fuentes se chupó la lengua y los labios, luego de gozar
de ese sabor eterno que por un segundo le quemó la cara al fantasma de odio que
llevaba atorado en la garganta. Suspiró lento como lo hacen los resignados y
una gota de sudor despertó al fresco rasguño de bala que le cruzaba la frente.
Suspiró de nuevo y escupió un coágulo, algo que en la sombra se movió. No miró
al joven idealista, sólo levantó su mano en la que llevaba el arma y lo mató de
un tiro en el pecho. ¿Qué era un muerto más en este matadero del mundo? Quizá
realmente el chico idealista aún no había matado a nadie, era un Ordenanza, un
mensajero, sus manos estarían limpias de sangre y entonces podía ir sin
problemas a la presencia de Dios. No como él, como Fuentes. De alguna forma
sintió que le había hecho un favor al muchacho al librarlo de este infierno y
del otro. Además, mejor morir aquí, en la tibia intimidad de una cantina vacía,
que en las batallas que aún faltaban en el camino a la Capital. Mejor aquí, en
la quietud muda de esta paz momentánea, que morir destrozado de un cañonazo o
por las pezuñas de la caballería adversaria. Tu madre me lo agradecería,
chico.
Fuentes dio un segundo trago de lo que debió ser tequila. No fue
tan largo, ni tan hondo como el primero, más bien se trató de uno corto, como
una reflexión breve sobre algo que ya se sabe. Pensó con encono que lo mejor
hubiera sido morirse allá, detrás de esa ametralladora hirviente en Saltillo,
hacía un año. Pero no, ahí se rindió, pudo más su miedo a morir que su voluntad
de vencer. Un cobarde, eso era y lo sabía. Y otros también lo sabían. Veía ese
veredicto en los ojos de sus compañeros, y esa certeza crecía como su mala
suerte hasta tornarse insoportable en el centro de esa llaga abierta que tenía
por corazón.
El destino se empeñaba en hacerlo caer y
sus malas decisiones no ayudaban. También lo sabía, no era tonto. Se había
educado con el cura de su pueblo que le enseñó a leer y a escribir con El
Quijote; su astucia lo había llevado a vencer su condición de
hombre rural falto de un dedo en la mano derecha e instalarse como ayudante de
tipógrafo en la Capital, para después entrar al Colegio Militar con una beca
del gobierno. Fuentes era un Mayor en serio, con los grados ganados en la
academia y en la batalla, no un loco cualquiera que por loco había sido
ascendido a un cargo de oficial. Él, a diferencia de casi todos los rebeldes,
era un profesional. No era tonto, sólo que a veces decidía mal y una vez había
sido un cobarde.
Para Fuentes era claro que Dios no tenía nada que ver en esto, a
veces creía que sí, que todo era su culpa ¿de quién más? pero en sus reflexiones
más serias llegaba a la conclusión de que el que se jodía era uno por su cuenta
y había que ser valiente para aceptarlo y no andar culpando a otros. Uno se
jode porque no se quiere mover del sitio donde está jodido, pensó mientras
esperaba que alguien entrara por la puerta de la cantina para detenerlo. Luego
dijo en voz baja: Pero hay que moverse, hay que ayudar a los idiotas a hacer el
trabajo de uno.
Apretó los dientes y después los puños, puños de una mano
incompleta luego de amputarse un dedo por accidente mientras cosechaba bananos
en la estancia rural donde había nacido peón. No se apenó por matar así al
chico idealista, ni odió al gobierno ilegítimo que se caía a pedazos, ni amó a
los rebeldes ahora poderosos como un monstruo de diez cabezas a quienes cada
victoria le hacía brotar una más hambrienta que la anterior. Se odió a sí mismo
y con ganas por estar vivo y vencedor en esa ciudad en ruinas que él había
ayudado a rendir.
La lucha por la ciudad había durado nueve horas de intensos combates,
en los que las fuerzas rebeldes llegadas a lomo de ferrocarril y de bestias,
sitiaron primero y rompieron después a sangre y fuego el perímetro defensivo de
los gobiernistas. Luego tomaron por la fuerza la antigua urbe rodeada de cerros
y clavada de catedrales en una refriega de cañones y cargas de caballería que
hasta ese momento de la guerra no había tenido igual en cuanto al grado de
crueldad y matanza.
Para evitar que las fuerzas victoriosas -chusma de desarrapados
y bandidos- se desataran en saqueos, violaciones y ejecuciones atentatorias a
las extrañas leyes de la guerra, el Jefe Triunfante ordenó so pena de paredón:
Ley Seca y la prohibición de los saqueos.
El Jefe Triunfante dejó caer como un garrote la orden tajante de
que sólo se ejecutaría a los jefes vencidos por ser antipueblo y también a los
malditos Colorados de Orozco, desde el más chico hasta el más grande, por
ser pueblo que traicionó al pueblo al aliarse con los antipueblo. El Jefe
Triunfante ordenó que la brigada de caballería de élite “Los Dorados” haga
cumplir la Ley Seca y destruya el alcohol ahí donde lo encuentre.
Fue entonces que el jefe de Los Dorados, el Mayor Fernando
Fuentes, montó su caballo y tras él vino otro Dorado, uno más joven, un
idealista puro capaz de jurar ante su santa madre que toda la matanza a
la que acaba de sobrevivir era el fundamento necesario para construir una
sociedad mejor.
Fuentes atravesó el polvorín que había explotado ayer matando a
lo que quedaba de la defensa gobiernista, vio a los muertos mutilados en la
calle de tierra brillando al sol, ardiendo por dentro con un fuego que bien
podrían ser las flamas de un infierno más real que nunca en un lugar así. Vio
el negro círculo de buitres sobre los cerros pelones donde habían estado las
baterías de los defensores y oyó el fusilamiento de los civiles
colaboracionistas del gobierno -sobre los que no se había referido el Jefe
Supremo- que no habían podido escapar a la caída de la ciudad. Así se veía, así
olía y así se oía la llegada a la urbe de la magnífica justicia
revolucionaria.
Entonces Fuentes vio el letrero de la cantina, desmontó como si
no existiera nadie más en el mundo, rompió la Ley Seca, desobedeció al
Jefe Triunfante, mató a un idealista y se quedó mirando por un rato a través de
la ventana rota hacia un mundo del que ya no era parte. Ahí fue cuando dijo:
Hay que moverse para que los idiotas hagan el trabajo de uno. Fuentes se puso
de pie, arrastró el cuerpo del chico y lo lanzó a la mitad de la calle, después
se sentó a esperar en la puerta de la cantina con la botella en la mano para
que vinieran por él.
No llamó la atención de nadie un muerto más en la calle,
pero sí la presencia del jefe Dorado con su botella en la mano, rompiendo a
mucha honra el rigor liberador de la Ley Seca. El Jefe Triunfante fue avisado y
ordenó con un gesto de la mano paredón para el traidor. ¿No fue ese Fuentes el
que esa vez, en Saltillo?… Sí mi general, ese. ¿Y por qué andaba de jefe de Los
Dorados? Porque es el único Mayor de carrera, de verdad, que tenemos. Ah.
Pusieron a Fuentes contra la pared de la escuela en ruinas, le
dieron un cigarro y el capitán del pelotón de fusilamiento le preguntó cuál era
su última voluntad.
-¿Pero me la va cumplir?, ¿Capitán?
-Es su última voluntad, claro que sí, mi Mayor.
-Dígale a ese Jefe Supremo suyo que puede irse al gran carajo.
Él y todos ustedes con su puta revolución.
-Si hago eso me fusilan con usted.
-¿O sea que no le va a cumplir la última voluntad a un
condenado?
-Que sea lo de Dios. Se hará.
Fernando Fuentes escupió con desprecio el cigarro a medio fumar
y le devolvió una sonrisa cínica y de autocomplacencia al capitán del pelotón.
Ahora sí se sentía vivo y orgulloso. Se apoyó a la pared de la escuela sin
ninguna venda en los ojos, presentó esa sonrisa gruesa de gastados dientes amarillos de viejo animal carnívoro y recibió la descarga de fusilería con
una expresión de paz en la cara. Cayó liviano sobre la tierra seca y por la
forma en que quedó su mano incompleta -abierta como si se despidiera de gente
muy querida- el capitán del pelotón tuvo la impresión de que el muerto se murió
feliz.
El Jefe Supremo lo convocó para ver cómo había ido “eso”.
-¿Ya lo tronaron?
-El mayor Fuentes fue fusilado sin venda en la cara y su última
voluntad fue darle un mensaje a usted, pero eso puede esperar.
-Ya, hable de una vez Capitán. ¿Qué mensaje fue ese?
-No es necesario señor, desvaríos de un loco.
– Hable de una vez.
-El Mayor Fuentes me pidió como última voluntad que le diga a
usted que se puede ir al gran carajo montado en la chancha de su madre, usted y
su causa, y toda su puta familia, tres generaciones pa´abajo y tres pa
‘arriba. Eso dijo, mi general.
Los dos soldados que llegaron junto al Capitán y que habían
estado en el fusilamiento de Fuentes se miraron sorprendidos, pero no dijeron
nada. El Jefe Supremo se frotó la barbilla erizada de pelos -tras días sin
afeitarse por las marchas forzadas de la ofensiva- y miró hacia el lado donde
debía estar la escuelita del fusilamiento. Luego dijo con real convicción, que
el Capitán interpretó como arrepentimiento…
-Mire usted qué valiente ese Fuentes. Ese nos servía más vivo
que muerto. Y dígame, ¿pa´qué lo fusilamos?
Ni el Capitán ni el Jefe Supremo de esa matanza en nombre del
pueblo supieron para qué lo habían fusilado. Fuentes sí lo supo.
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Biografía del autor:
Darwin Pinto Cascán (Santa Cruz de la Sierra,
1978) es Comunicador Social, docente universitario de pre y posgrado,
periodista, editor de medios escritos, escritor, además de fan de la historia y
del mate.
Es autor de
las novelas Sabayoneses (2010), La máquina de
Aqueronte (2011) y Sayonara Honey (2022) finalista
del Premio Azorín de Novela 2020 (España). Estas tres novelas conforman la saga
de la familia Drake. Es también autor del libro de cuentos El colmo de
la infamia (2009) y es ganador del Premio Nacional de Cuento “Carmelo
Cuéllar”.
Darwin Pinto Cascán ha ganado también el Premio
Nacional de Periodismo (Bolivia) y ha obtenido menciones especiales en el
Premio Internacional de Periodismo “José Martí” (Cuba) y el Premio Nacional de
Crónica Periodística “Pedro Rivero Mercado” (Bolivia)
Por ratos me parecía estar leyendo a Garcia Marquez. Muy bueno.
ResponderEliminarMagnífico relato, lo ví a Fuentes, olí algo que fue tequila, y sentí el olor de la polvora que fulminó al dorado adolecente. Y lo ví redimido sonreir a Fuentes.
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