El hombre se miró al espejo, y aunque se reconoció, algo
muy profundo le dijo que no era él. Se alarmó, se fatigó, intentó razonar.
Talvez la suma de los años, de los dolores, de algunas alegrías, habían
configurado ese rostro que le devolvía el reflejo, algo desconocido, desde el
fondo de vidrio y plata. Se alejó, todavía temeroso, para no contaminarse de
inquietud. Pero la zozobra lo persiguió a través de los días: él era otro.
Claudicando su voluntad, volvió a mirarse y lo que vio, le fue apenas
reconocible. Objetivamente, él estaba dejando de ser él. Azorado, pensó
entonces en la subjetividad, en las trampas que sus sentimientos y pensamientos
podían tenderle. Pero ya el terror empezó a perseguirlo. Y los hechos y las
cosas cotidianas comenzaron a cambiar. Los cigarrillos que había fumado durante
50 años, ya no eran los mismos; otra marca, otro diseño se insinuaba en la
caja. El pan cambió de sabor, la ropa le quedaba chica o grande, la imagen de
las mujeres que había amado se le disolvía como hielo bajo el sol.
Pensó en su
nombre, aquella identificación que nos viene desde fuera y que de alguna manera
nos conforma. Sí, lo recordaba, seguía llamándose de la misma manera. Pero
luego, el hombre o la mujer que lo saludaban cuando lograba asomarse a la
puerta de la casa que ya no era igual, eran extraños que lo nombraban y ese
nombre, el que creía suyo, propio, se fue volviendo un eco vacío. Entonces,
volvió al espejo y se desconoció completamente. El espanto y la ira se
apoderaron de él. Con el puño quebró el espejo, pero las imágenes que le
entregaban los fragmentos del mismo, le mostraban a un ser monstruoso, aunque
perfectamente humano. Con la mano ensangrentada, tomó la navaja que a veces
usaba para afeitarse y se cortó el cuello. Cayó exangüe al pie del lavamanos.
El espejo, lloró lágrimas de vidrio.
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