Andrés Canedo - Reflejos

 


El hombre se miró al espejo, y aunque se reconoció, algo muy profundo le dijo que no era él. Se alarmó, se fatigó, intentó razonar. Talvez la suma de los años, de los dolores, de algunas alegrías, habían configurado ese rostro que le devolvía el reflejo, algo desconocido, desde el fondo de vidrio y plata. Se alejó, todavía temeroso, para no contaminarse de inquietud. Pero la zozobra lo persiguió a través de los días: él era otro. Claudicando su voluntad, volvió a mirarse y lo que vio, le fue apenas reconocible. Objetivamente, él estaba dejando de ser él. Azorado, pensó entonces en la subjetividad, en las trampas que sus sentimientos y pensamientos podían tenderle. Pero ya el terror empezó a perseguirlo. Y los hechos y las cosas cotidianas comenzaron a cambiar. Los cigarrillos que había fumado durante 50 años, ya no eran los mismos; otra marca, otro diseño se insinuaba en la caja. El pan cambió de sabor, la ropa le quedaba chica o grande, la imagen de las mujeres que había amado se le disolvía como hielo bajo el sol.

 

 Pensó en su nombre, aquella identificación que nos viene desde fuera y que de alguna manera nos conforma. Sí, lo recordaba, seguía llamándose de la misma manera. Pero luego, el hombre o la mujer que lo saludaban cuando lograba asomarse a la puerta de la casa que ya no era igual, eran extraños que lo nombraban y ese nombre, el que creía suyo, propio, se fue volviendo un eco vacío. Entonces, volvió al espejo y se desconoció completamente. El espanto y la ira se apoderaron de él. Con el puño quebró el espejo, pero las imágenes que le entregaban los fragmentos del mismo, le mostraban a un ser monstruoso, aunque perfectamente humano. Con la mano ensangrentada, tomó la navaja que a veces usaba para afeitarse y se cortó el cuello. Cayó exangüe al pie del lavamanos. El espejo, lloró lágrimas de vidrio.

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