CAMINO AL CEMENTERIO
Ariel Flores
(Dedicado a
Víctor Hugo Vizcarra)
Despertar, beber, comer, dormir; a veces beber y
dormir; otras, solo beber y seguir bebiendo. Así, sin orden ni horario, todos los
días la misma rutina, sin sobresaltos, que no sea la muerte repentina o la
llegada de uno nuevo miembro.
Sin embargo, algo había cambiado inesperadamente,
algo era diferente. Ya nadie se molestaba cuando salían de las entrañas de la ciudad
para tomar algo de sol y calentar los huesos en algún puente o plaza pública. Tampoco
los denunciaban por los gritos y peleas callejeras que iniciaban escandalosamente.
Pero tampoco nadie les proveía de agua o alimentos, nadie les regalaba una
moneda o algún abrigo para luchar contra el frío talante de la madrugada. La
gente había desaparecido de las calles, los negocios comerciales estaban
cerrados. El humo toxico del transporte se había esfumado, así como el ruido de
los motores.
La sensación de vacío era diferente. Siempre desearon
estar solos con su vicio, pero esta vez estaban solos de verdad. Uno del grupo
que fuera creyente en otro tiempo dijo que “el fin del mundo había llegado y
Dios los había olvidado por sus pecados”. Un viejo ex policía al que dieron de
baja por su permanente estado etílico, aseguró la existencia de una “guerra
bacteriológica entre grandes potencias y que ésta tenía el propósito de exterminar
a la sobrepoblación del planeta tierra”. Nadie más dijo nada. El interruptor de
la lucidez se apagó después de varios días continuos de borrachera que se manifestaba
en largos espacios de silencio y en las repentinas risas desbordadas sin motivo
claro.
Cuando se dieron cuenta de que el viento helado de
la mañana empezó a arrastrar las botellas de plástico vacías, la ansiedad
empezó a inquietarlos. Juan, que había seguido al grupo de forma intermitente,
recordó que, en otra zona alejada, casi en las faldas del cerro hacia el sur de
la ciudad, cerca de un conocido cementerio, un grupo de alcohólicos gozaba de
un proveedor a quien conoció por las mismas razones que las aves del mismo
plumaje gustan de estar juntas. Con él encontrarían bastantes reservas de
alcohol, y con suerte, tal vez un poco de comida.
Se trataba de un hombre de avanzada edad, buen
sentido del humor y muchos defectos. Como el vicio no conoce de religiones ni
de clases sociales, prefería buscar la compañía en el bajo mundo. No le
interesaba escuchar las tragedias humanas de los demás, pero gustaba de contar
las suyas como si fueran narraciones heroicas. Aunque a veces, parecían más bien
alucinaciones que recuerdos. Su nombre era Víctor Hugo. Era agradable, pero
incomprendido. En ese micro mundo creado para las almas perdidas, todo lo
racional sonaba a ironía o hipocresía.
Determinados a hacer cualquier cosa para matar la
sed o escapar de la sobriedad, caminaron con rumbo a aquel cementerio, algo que
era extraño por su naturaleza sedentaria, pero como el vicio era más fuerte aceptaron
al instante. Algo habrían de hacer al llegar – dijeron - ya sea intercambiar
alcohol por objetos robados, negociarlos a cambio de mujeres, o diputarse el
liderazgo del grupo con los más fuertes. Al final, siempre encontraban la forma
de beber ese “elixir de dioses”.
Caminaron por medio de la avenida principal,
aprovechando la ausencia de todo rastro de vida, pero sentían miedo, un miedo
colectivo de estar solos en el mundo, al igual que las personas que caminan
solas por la noche, no es la oscuridad la que les infunde miedo, sino la sensación
de alguien mirando, vigilando, acechando. De ésta forma llevaron sus
atormentados cuerpos por un camino vacío con aspecto tenebroso a pesar del ardiente
sol de mediodía.
Luis, el más eufórico del grupo, caminaba adelante,
siempre desafiante y a la vez temeroso, calculando su reacción frente a la
incertidumbre. Pensó, por las historias del ex policía, en la inminencia de la
muerte cuando se está delante de todos. Al igual que en las grandes
manifestaciones populares, las primeras balas siempre matan a los que está al
frente de las filas; que los primeros en morir siempre son los estúpidos valientes
que se ponen primero. “Todos buscamos la muerte”, se decía a sí mismo, aunque
en voz baja, tan baja que solo la escucharían sus propios intestinos. Gritaba
por vivir un día más.
Bajo un manto de ignorancia, el grupo de
alcohólicos avanzaba sediento y moribundo. “Lo que hacemos por el alcohol no es
nada en comparación con lo que el alcohol hace por nosotros” - pensó Juan -. “No
cabe duda que uno no sabe lo que es tener sed hasta que bebe por primera vez” -
pensó el policía jubilado -. Los demás del grupo, que nada decían más que reír,
gritar o pelear hasta olvidar por qué lo hacían, no guardaban ya ningún hálito
de humanidad, eran autómatas. Tanto les daba estar vivos como estar muertos,
talvez ni siquiera sabían que estaban vivos, tal vez nunca estuvieron vivos. En
ese inframundo terrenal la vida se reducía a un instante o un recuerdo.
Poco a poco se acercaban a su destino, como las
hormigas se acercan al azúcar derramado sobre la mesa. Estaban cansados y les
faltaba el aliento en cada paso. Sus cuerpos empezaron a sudar y en esa
sudoración pestilente sintieron perder el único elemento vital que los mantenía
en pie: el alcohol. El malestar se fue agudizando, la falta de aliento se
convertía en falta de aire, y la falta de aire un impedimento para
respirar.
Luis que pertenecía a otros grupos de alcohólicos,
sabía bien lo que pasaba. Oyó hablar de una rara enfermedad que contagió a
muchas personas de “bien” y a muchos pobres diablos. También escuchó que los
gobiernos habían tomado medidas de seguridad que obligaba a la gente a encerrarse
entre cuatro paredes. Jaulas de oro para los ricos, prisiones de hambre para
los pobres. Pero ni el rumor de gente muriendo de forma instantánea y masiva;
ni el rumor de muertos cubriendo las calles en importantes ciudades del mundo
lo convenció de la gravedad de aquella enfermedad.
Tal vez no haya sido la ignorancia la razón de su
silencio, pues escuchó el rumor por todas partes, tal vez fue el miedo a la
burla que recibiría si intentaba informarles sobre lo que acontecía en el mundo
real. De cualquier forma, nadie le habría hecho caso, el alcohol los volvía
inmunes a las peores enfermedades conocidas por el hombre y un alcohólico supone
que si muere algún día será por la cirrosis, una pelea callejera o por el frío
helado de la madrugada, pero nunca por una enfermedad.
El viejo ex policía fue el primero en desplomarse
sobre el lodo que la lluvia de la noche anterior había formado, sin tiempo ni
fuerzas para pronunciar palabras, murió en la entrada del cementerio, por
asfixia. Le siguió Juan, que ya llevaba un tiempo enfermo de una gripe que se
había convertido en una pulmonía aguda. Luis, que era el más joven del grupo
trato de dar respiración de boca a boca sus compañeros, pero solo consiguió un
patético intento de reanimación. Al fondo del cementerio, el viejo e
invulnerable Víctor Hugo vio a todos los demás entrar y caer como moscas cuando
se expande el veneno contenido en un aerosol. Nadie quedó de pie.
Nunca lo supieron, pero ya estaban infectados desde
hace varios días, posiblemente, desde que Luis retornó de un largo viaje al
Desaguadero en el Perú, antes de que cerraran la frontera. O posiblemente, haya
sido Juan, que hace dos semanas había ido al mercado a buscar provisiones, sumergido
en una muchedumbre. El contagio fue comunitario y él fue, con probabilidad, el
que llevó el virus al grupo, así como las ratas llevan el veneno a su
madriguera.
Habían caminado tanto solamente para llegar a descansar,
eternamente, a los pies de lápidas anónimas desgastadas por el paso del tiempo.
Murieron, con las lenguas secas como puñados de tierra, sin saber que fue el
covid-19 el causante de sus decesos y, antes del alba de aquel día.
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