En el umbral de la noche, aunque todavía se colaban
unos arreboles del sol muriendo por la vitrina del café, se sentó en la barra a
mi lado, porque no había mesas disponibles, y yo, que tenía una larga praxis de
no sentir, al menos ese tipo de cosas, de pronto sentí y me resquebrajé. No
porque fuera la mujer más bella del planeta, no porque fuera un ángel que viene
a cegarnos con su luz; sino porque había algo muy diferente en ella, algo que
parecía llenar todos los huecos de mi vida que yo conocía, pero que soterraba
en los misterios del inconsciente, entre otras cosas, para no tener que sentir.
Y aunque carecía absolutamente de técnicas de seducción, las palabras me
brotaron sin licencia y me oí
diciéndole que era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Ella, sin
alborotarse, me miró con sus relucientes ojos de almendra y me preguntó
mientras esbozaba una sonrisa: ¿Quién eres?
Yo sabía, pero a la vez no sabía quién era. Con la
velocidad inaudita de los pensamientos, empecé a recordar. Yo era un mal tipo,
por elección, por decisión personal. Me habían criado con todo: ternura, buen
colegio que cursé hasta el penúltimo de secundaria, buenos libros que leía con
apasionamiento y que a pesar de los avatares no me abandonaron con el correr de
los años. Pero un día, porque sí, sin ninguna necesidad, se me ocurrió robarle
un dinero a mi mamá y gastar una parte con los pocos amigos que tenía, y el
resto regalárselo a unos niños pobres; no porque fuera una especie de naciente
justiciero, sino porque se me dio la gana, porque se me ocurrió que, con ellos,
ese modesto capital estaría mejor. Mi madre, claro que advirtió la falta, pero
su cariño la borró y sólo su mirada me insinuó un reproche, que yo advertí,
pero no asimilé. De manera que a los pocos días, por la ventana abierta de una
casa del barrio, birlé un reloj y lo malvendí, para darle a ese nuevo dinero un
destino parecido al anterior. De manera que a los quince años ya tenía una
profesión, ya sabía quién era: era un ladrón. Pero esa definición de mí, no
bastaba, no era suficiente. Talvez yo era algo más, y no lo quería reconocer.
Toda la rememoración anterior duró cuando mucho dos o tres segundos, y le
respondí a ella: Soy un comerciante, le dije.
Ella resplandecía a mi lado. Su cabello largo,
lacio y castaño; su boca de labios generosos; sus dientes pulcros y perfectos;
su nariz mediana, algo respingada, y, hacia abajo, sus pechos del grandor de
pelotas de tenis, se agitaban bajo su polera corta y azul, como si el golpeteo
de su corazón los impulsara para manifestarlos, para incrustar morbosamente el
vértice de sus pezones en la tela. ¿Y tú quién eres? le pregunté cada vez más
deslumbrado. Soy Susana, me dijo, y no tengo otra profesión que la de vivir.
Luego agregó: Pero tú no me has dicho tu nombre. Soy Rubén, le respondí. Eres
guapo, añadió ella. Y yo pensé que la simple profesión de vivir podía
significar millones de cosas. Pero eso pasó como un refucilo, porque allí, a mi
lado, estaba ella, llenándome desde los ojos todos los resquicios de eso que
llamamos alma, y haciéndome saber desde sus ojos que todos los colores de la
naturaleza se opacaban ante su brillo; que las estrellas, que yo a veces miraba
en mis noches vacías, se conjuncionaban como surtidores de luz en sus iris
inquietos; que ella, esa mujer, podría juntar todos los fragmentos dispersos de
mi alma, vaya a saber en qué territorios infinitos.
No te hagas ilusiones, ladrón, me dije a mí mismo.
Y el recuerdo volvió, porque claro, seguí robando; alguien me vio, me
denunciaron y fui a parar a la policía de donde mi padre, con su influencia y
algunos billetes, logró sacarme y hasta que destruyan el inicial prontuario que
habían confeccionado, de manera que mi fotografía, de adolescente pintudo y de
somática europea, no se aunó a la de mayoría de ladronzuelos más morenos que
yo. De allí, todo se precipitó porque me echaron del colegio ya que le di una
paliza al matón del curso que era más grande y fuerte que yo, pero yo era más
macho. Me cambiaron de colegio, al que casi nunca asistía; los problemas con mi
padre se agudizaron; seguí robando. Al cabo de un tiempo decidí marcharme de mi
casa y, aunque mi madre pretendía secretamente ayudarme, lo que yo hurtaba era
entonces para mí y me permitió un buen vivir. Era cuidadoso, por supuesto, ya
que no quería caer otra vez en manos de la policía. Además, me amparaba mi
pinta de muchacho de buena familia. Alquilé un pequeño departamento, me compré
un auto casi nuevo, y así fui desarrollando mi carrera de hurtos, más o menos
importantes, nunca demasiado grandes.
Miré a Susana y vi sus hermosos muslos morenos que
salían de un short pequeñito y abombaban refulgiendo, como si estuvieran
alumbrados por la luna, la parte superior del taburete en el que estaba
sentada. Esas convexidades de terneza y de lujuria, se robaban mi visión y tuve
que esforzarme para salir de ellas. Hacia abajo, las piernas y los pies,
armonizaban como en una escultura de Gian Lorenzo Bernini, que había visto en
un libro de arte que había comprado, ya que mi pasión por la buena lectura y
por el arte, nunca decayó. Sin embargo, allí estaba ella y todo lo que había
mirado era perfecto, pero había algo que podía ver que veía, aunque no formaba
parte de su cuerpo; algo que me atraía incontroladamente y me hacía sentir, sí,
sentir, que esa era la mujer de mi vida; que podríamos encontrarnos y
correspondernos como el perro fiel con su amo amoroso. En los 17 años que
transcurrieron en mi oficio de robar, sabía que no podía permitirme el lujo de
sentir (más allá de los libros que siempre leía) porque, por ejemplo,
enamorarme podría ser peligroso para mi profesión. En consecuencia, las mujeres
que tuve, fueron prostitutas, putitas más o menos lindas con las que todo se
hacía con urgencia; con las que no tenía otra obligación que la del pago de sus
servicios, y talvez, de vez en cuando, decirles algunas groserías. Tampoco me
asocié a ninguna banda, aunque, inevitablemente, conocí o reconocí a otros
practicantes de mi quehacer, pero siempre me mantuve lejos de ellos.
Me oí diciéndole de pronto: Quiero entregarte mi
vida, quiero consagrarme a ti, quiero también que me ames. Abrió los ojos
desmesuradamente, luego esbozó una sonrisa y me respondió: Es absurdo lo que
dices, pero creo que sé reconocer una pasión verdadera. No veo falsedad en tus
palabras y tú también me gustas. Puedo acostarme contigo, pero no puedo amarte
así nomás. Eso, se siente o no. Yo ahora, sólo siento atracción por ti; quizá
luego nazca el sentir. Te habrás dado cuenta de que no soy una puta. Tómame si
quieres y yo te daré lo que por ahora te puedo dar.
Ya en el automóvil me preguntó mi edad, 40, le
contesté y ella me dijo que tenía 25, que había estado casada algunos meses con
un imbécil y que su “profesión de vivir”, además de saber y practicar que
únicamente el presente existe, consistía en algunos trabajos esporádicos en
boutiques de amigas de su mamá; una señora viuda y millonaria que siempre le
pasaba algún dinero, que vivía dedicada a jugar a los naipes (por dinero,
claro) y que trataba en lo posible de sacársela de encima y que para eso le
pasaba dinero, para que no la molestara. Que el presente, para ella, era
viajar, por el país, el continente, Europa, algo de Asia y, por supuesto,
buscar que algún momento se le produjera la epifanía que parecía haberme
sucedido a mí con ella, de manera que sus relaciones eran múltiples, variadas y
totalmente transitorias. Que se había entregado y había tomado a muchos, pero
que esas entregas eran parte de una búsqueda, que ella también, ansiaba
encontrar el amor, el Amor con mayúsculas.
Mi último robo había sido una semana atrás, en casa
de unos ricachones de donde extraje varias joyas de oro y piedras preciosas, ya
que, al estudiar las costumbres de sus dueños, advertí que ese día de la semana
siempre salían hasta la una o dos de la mañana. Fue fácil entrar, fue
complicado encontrar el control de las cámaras de seguridad y borrar mi
presencia, aunque yo llevaba una máscara para evitar ser reconocido. Fue fácil
encontrar las alhajas. Al salir, dos enormes perros que no había visto, se
abalanzaron sobre mí, pero con la barra de metal que llevaba siempre conmigo
los dejé fuera de combate. Posiblemente maté a uno, no lo sé, y mentalmente
rogué al universo, que así no hubiera sido. No podía, no debía matar a nadie,
ni siquiera a los animales. Mi prolijidad, la que cuidaba y de la que me
enorgullecía, había pasado por alto ese detalle. Por algo, me llamaba a mí
mismo, “El marqués de los hurtos”, una ironía sin sentido pero que me
gratificaba. El marqués había estado a punto de fracasar y eso, me incrementó
la dosis de miedo que siempre sentía.
Pero en ese momento que estaba narrando, tenía otro
encuentro, distinto, enaltecedor. Allí estaba el cuerpo maravilloso de Susana,
deslumbrante como un diamante de quinientos quilates, alumbrado adicionalmente
por esa energía mágica que brotaba de su interior. Ella se sorprendió al entrar
al apartamento, de la biblioteca relativamente vasta y me pareció que evalúo
mentalmente algunos de los títulos. Desde allí, me sonrió, no sé si como simple
aprobación o como una indicación de secreta complicidad. Allí estaba yo,
totalmente inexperto en las artes de hacer el amor con amor, con compromiso
espiritual, con la intención de comunicarme, más allá de su cuerpo y sus
impulsos, con la realidad profunda de su ser. Alguna intuición inédita me guió.
La penetración lenta, los movimientos suaves, la predisposición a sentir y
transmitir desde cada molécula; el abrazo profundo, el progresar pausado pero
intenso, y el dejarse fluir como el agua que brota mansamente de la tierra y se
desliza, pequeña, a su destino de mar. Ella siguió con sabiduría el tenor del
ritmo propuesto, haciéndome saber que también estaba buscando a la vez que
entregaba, la realidad de mi verdad y ofreciendo la suya propia. Cópula amorosa
y sabia de encuentros y revelaciones. Hamacarse en las nubes, dejarse pintar
por los colores del otro cuerpo y encontrar así, en la nueva policromía, la
unicidad y la paz. Culminar lentamente en el éxtasis, como una dulce floración
del cuerpo y del espíritu, con el resplandor súbito, pero previsto, de los
campos en primavera. “Aquí estoy para ti y dentro de ti, mujer nueva y única.
Todo te lo entrego con absoluta humildad. Recíbeme y deja que deposite en ti la
marca de mi esencia. Dame la luz de tu compañía, dame la potencia de tu amor”.
Yo sentí que había podido leer parte del documento secreto de su alma, aunque
sea una parte; lo demás sería para más adelante. Hubo repeticiones intensas,
quizá menos indagadoras, movidas principalmente por las pulsiones sexuales y
que se separaban del instinto inicial, pero que nos colmaron de placer. Al
quedar lado a lado, agotados, levemente guarecidos por el desorden de las
sábanas apretujadas, ella habló y simplemente me dijo: Me quedaré contigo.
Luego le dije que no era un comerciante, sino un
ladrón, pero que jamás había matado ni dañado físicamente a nadie; que había
comenzado para escapar del ambiente confortable y burgués de la casa de mis
padres, y porque lo sentía como una forma de vivir la libertad, pero que esa
libertad no era perfecta, ya que mi esencia se dispersaba por los arrabales del
universo. Le prometí también que, con ella junto a mí, no volvería a robar, que
tenía dinero suficiente para que viviéramos holgadamente varios años. Que ya surgiría
un trabajo normal, que seríamos pareja, familia, pero que eso lo construiríamos
sin someter nuestro albedrío a las normas sociales. Que el único sometimiento
sería el que el amor nos impusiera. Ella me besó en los labios y repitió: Me
quedaré contigo.
Se quedó conmigo, algo más de ocho meses. Tiempo de
deleites, de leer juntos, de ver buenas películas, de asistir al teatro, de
comer siempre bien, de ocuparse de las pequeñas cosas del vivir, de tratar de
sostener la libertad, los dos libres, pero siendo uno solo. Al menos así yo lo
creía. Hasta que un día, a la hora del almuerzo, me dijo: Me voy a ir, Rubén,
querido Rubén. Sí, querido Rubén, porque te quiero y siempre te querré mucho.
Pero el amor que nos damos, para mí es también una especie de prisión, dulce
sí, pero nos atrapa. Y yo, seguramente es mi falla, no soy capaz de vivir
atrapada ni siquiera por esto que se parece a la felicidad. Tú eres dulce, amor
mío, dueño mío, y quizá para mí ahí esté la trampa. Sé que te estoy lastimando,
sé que sufrirás. Perdóname, te lo pido desde lo más hondo de mi corazón, desde
los fundamentos de la entrega que te brindé todo este tiempo, pero no puedo. No
trates de retenerme, por favor.
Se fue y yo no traté de buscarla, pero sufrí el
abandono y la soledad. El saber que el aire que respiraba tenía un sabor
distinto sin ella, el saber que ya no presenciaría sus gestos, sus risas; la
densidad de su cuerpo, la luz que se había ido de la casa, sin que sus ojos la
alumbraran. Ya no estarían en las mañanas las formas de su cuerpo, que yo al
despertar tocaba, para poder armarme a mí mismo, para reconocer que estaba vivo
y que era yo.
Al cabo de un mes de pesadumbre decidí volver a
robar, pero ahora sería en grande; ya no sería un medio ladrón, como lo había
sido. Busqué unos cómplices, lo que no fue difícil pues, aunque antes había
sido un ladrón solitario, uno en esa práctica aprende a reconocer a sus colegas
también disimulados. Nos fijamos la sucursal de un banco, alejada del centro,
casi intrascendente. Entraríamos durante el día, en los horarios de poca
afluencia de público. Sólo nos llevaríamos el dinero de las cajas, no
intentaríamos llegar a la caja fuerte. Lo planificamos al detalle. Entramos y
redujimos a los dos policías, a los clientes, al personal. Recolectamos el
dinero de cada una de las ocho cajas. De pronto, de la nada apareció un tercer
policía amenazándonos con su arma. Uno de mis compañeros, ni siquiera supe
cuál, le plantó dos balazos. Los otros dos policías se incorporaron de su
posición de recostados en el piso. Uno de ellos forcejeó conmigo y en ese
luchar, se me salió la máscara. Pero logramos reducirlos nuevamente y
conseguimos escapar con el botín. Lo demás es natural y lógico. Por las
imágenes de las cámaras, me reconocieron, me buscaron y ahora, claro, estoy en
la cárcel. A pesar de las torturas, yo no delaté a ninguno de los demás. En el
breve juicio me dieron diez años de prisión, no obstante las gestiones de papá
y mamá, que reaparecieron ante el escándalo. Aquí, en general, no se está, no se
estaba, tan mal, y tengo mucho tiempo para pensar y recordar. Recibo visitas.
Ayer, vestida toda de negro, apareció Susana. Me miró hondamente mientras
lagrimeaba, me tendió sus manos y se estuvo así casi media hora, sin decir
palabra ni responder a las mías. Yo quedé con la imagen de su rostro de dolor y
con la renovación del recuerdo inútil de horas de felicidad, de la gloria de su
cuerpo y de su alma. Eso ha agravado mi situación personal, pues ahora estoy
realmente triste. Ahora que imagino que ella me ama, ahora que sé, que mi
fotografía de buen mozo blancoide, aunque ya no adolescente, sí figura en los
archivos de la policía y en numerosos diarios.
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