Mujer luminosa, apareció brillando a
pesar del contraluz, en aquel atardecer con arreboles y sangre, caminando hacia
donde yo estaba mirando el agonizar del día, pero que ella hacía renacer desde
su propio brillar. Hoy, con el tiempo y la distancia, pienso que tal vez sólo
yo la veía así. Pero, al fin y al cabo, las cosas son como nos pasan a
nosotros. Lo demás es filosofar. Y, desde luego, no es malo el hacerlo, pero
siempre será más importante el vivir. Venía cruzando la plaza y el sol,
muriendo detrás de ella, recortaba su silueta, pero no lograba ennegrecerla,
pues ella tenía su propio fulgor. El vestido corto, los muslos esbozándose
debajo de la tela, el rostro como un manantial de luz. Así llegó junto a mí y
pasó a mi lado. Apenas me miró, pero yo la vi, hacía rato que la estaba viendo
en su caminar felino, en su desparramar de fosforescencias. Era hermosa, pero
de una manera distinta. Sus rasgos podían no ser perfectos, tal vez, los
pómulos eran demasiado salientes, pero resplandecían y derramaban luminosidad
sobre su boca de labios protuberantes y amplios, sobre la pequeña nariz recta.
Y los ojos, que no pude distinguir por la fugacidad de su paso, eran también
dos fuentes de luz y se me ocurrieron marrones. Tendría un poco más de 25 años.
Tuve la intención de seguirla, pero me refrené, me avergoncé de ese impulso, al
fin y al cabo, yo era un hombre de 35, y según las normas sociales que a veces
me aprisionaban, ya no andaba para esos trotes. Al llegar a la calle, tomó un
taxi y desapareció.
Me
quedé con esa inefable sensación de pérdida. La ciudad era enorme y, por lo
tanto, era improbable volver a encontrarla. A pesar de ello, aunque no soy de
los que buscan consolarse con naderías, algo muy hondo me dijo que volvería a
encontrarla. Pasaron tres días durante los cuales no podía quitarla de mi
memoria, en los que mentalmente, en los ratos en que el trabajo no me absorbía,
la llamaba pidiéndole que viniera a mí. Y cuando vino, yo estaba distraído,
tomando un café en la barra de la cafetería, pensando en cómo resolvería un
cuento que estaba escribiendo (claro, como ya se habrán dado cuenta, soy
escritor), y de repente, el taburete que estaba vacío a mi lado, empezó a
reverberar y esos destellos me sacaron de mis cavilaciones: allí estaba ella
pidiendo un café. Para mí, eso fue una señal del destino; no podía dejarla
escapar otra vez, al menos no, sin intentarlo.
—Perdone, no quiero parecerle atrevido,
pero la vi hace unos días, al atardecer, en la plaza del barrio Las Acacias y
me pareció que usted brillaba más que el sol. Esa imagen no he podido
olvidarla, y se lo quería decir. Me llamo Jaime.
Ella giró levemente hacia mí, y sí, sus
ojos eran marrones, era bella, aunque con los pómulos un poco exagerados. Dejó
de resplandecer mientras me respondía, con desgano, con ironía.
—No me diga… Eso es toda una revelación
—Inmediatamente, tal vez tomando conciencia de que había sido descortés, hizo
una mueca con sus hermosos labios y agregó—: Es que últimamente estoy tratando
de brillar, pero nadie lo había percibido hasta ahora. Esto no significa, ni
aproximadamente, que esté en busca de una aventura.
Entonces
giró hacia el frente y pareció dedicarse a su café y al silencio. Yo no podía
rendirme, tenía que clavar un garfio que me permitiera aferrarme al muro de su
alma.
—Entiendo perfectamente. Sólo pretendía
hacerle un homenaje a ese resplandecer suyo. Es que creo que sé ver lo que
otros no ven. Soy escritor.
—Me gusta leer buena literatura, cuando
estoy en paz, lo que no sucede tan a menudo como quisiera. ¿He leído algo suyo?
Le
mencioné los títulos de dos o tres de mis libros que, aunque habían recibido
buenas críticas, no habían sido, para nada, éxitos de ventas. Este país, de
pocos lectores, tiene un modo peculiar de funcionar: como la gente lee poco,
tampoco lee las críticas, entonces, las mismas no se corresponden con las
ventas. Los pocos éxitos son obra del mercadeo o de superficialidades, bastante
indignas para mi gusto, pero el mercadeo y las banalidades son algo ajeno para
mí. Al oír el nombre de los libros, hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Lo siento, pero no los he leído.
Posiblemente soy muy ignorante y desactualizada.
—Me gustaría regalarle uno de mis
libros. Quizá usted descubra en mí, lo que otros no han descubierto.
—Se lo agradezco, —me respondió con una
sonrisa apenas insinuada. Entonces sus expresiones faciales cambiaron, se puso
seria, pagó el café y se preparó para marcharse— Tengo que irme—agregó dando
por terminado el encuentro.
—¿Dónde le envío el libro? —me aferré
ya casi sin esperanzas.
Ella
ya está de pie, a punto de marcharse, pero tiene un impulso de simpatía, y me
responde.
—No suelo hacer esto, pero voy a darle
el número de mi celular. Yo le explicaré cómo mandármelo. Me llamo Alicia.
Me
dio el número en un pedacito de papel que arrancó de una libreta, y partió sin
girar para mirarme. Al día siguiente, en la tarde, la llamé. Me aguanté durante
horas para no llamarla antes y parecer ansioso. Me sentía levemente victorioso,
pero sabía que eso no significaba casi nada.
Cuando me contestó, le expliqué quién era yo y le recordé lo del libro.
Fue amable, aunque distante, y me indicó una dirección para enviarle mi novela.
No dio lugar a más. Apenas pude agregar que me gustaría conocer su opinión, y
ella dijo: “Si me gusta, se la comentaré. Ya tengo su número de teléfono. No
traiga usted el libro, envíemelo. Y, por favor, no vuelva a llamarme mientras
yo no lo llame”. La breve charla me dejó una sensación de tristeza. Le envié
esa misma tarde, por un servicio de mensajería, la obra que era parte de mi
alma. Aunque objetivamente, no tenía motivos para la esperanza, pues la mujer
de luz no quería alumbrarme a mí, algo me dijo que lo que yo había escrito, tal
vez arraigaría en su espíritu y que de esa manera empezaría a conocerme.
Pasaron
diez días. Durante los primeros siete, cada día yo esperaba su llamada. A
partir del octavo fui aceptando que no me llamaría y empecé la labor de
borrarla de mi memoria. En la noche del décimo día, sonó el teléfono y reconocí
su voz, que al igual que su cuerpo vivo, tuvo la potencia de alumbrarme. “Soy
Alicia”, dijo. “He leído su novela y me ha emocionado mucho. Sobre todo, la
descripción del alma de los personajes, principalmente la de María, que en
muchas cosas me recuerda a mí. Gracias, de verdad”. Le pregunté si podía
invitarla a tomar un café, y luego de vacilar un poco, me respondió que sí,
pero agregó que únicamente lo haría en homenaje al escritor, que ella no estaba
para aventuras.
Nos
encontramos, al día siguiente, en la misma cafetería donde la había conocido.
Me pareció más bella que antes. Hablamos largamente de la novela, y me dio la
impresión de que realmente ella había captado su esencia. Era sensible, era
inteligente, además de linda. Entonces, porque eso venía rondándome la cabeza,
le pregunté por qué insistía tanto con aquello de que ella “no estaba para
aventuras”. “Porque soy nociva”, me respondió, “porque temo dañar a quienes
están conmigo, porque estoy viviendo un proceso de curación de mis males. No
soy pacata, hasta puedo confesarle que me atrae. Podría fácilmente acostarme
con usted, pero temo que terminaría dañándolo y dañándome”.
—Pero ¿por qué? ¿Qué tienes que yo no
podría soportar? Sé que es absurdo, sé que no podría decirte que te amo, porque
eso todavía no lo sé. Pero sí sé, que desde que te vi estoy enamorado de ti.
Tal vez fue esa luz de la que te hablé, más allá de que eres realmente hermosa,
pero esa luz tuya que vi, que por momentos todavía vislumbro, me dice que eres
un ser de luz, y los seres de luz, son como ángeles, no pueden dañar —le dije
tuteándola por primera vez.
Ella
me tomó la mano con cordialidad, sentí el calor de su piel que se infiltró
desde ese instrumento para acariciar hasta mi corazón, y mirándome a los ojos
me respondió.
—Luzbel era un ángel de luz. O sea que
hay ángeles dañinos. Yo soy una simple mujer, pero no tan simple. —Hace una
breve pausa que denota vacilación, pero se afirma y en seguida continúa— Te lo
diré: soy drogadicta. Hace casi once años que lo soy. A los 17 salí de mi casa
y me fui a vivir con quien creí ser el hombre de mi vida. Él se drogaba y al
poco tiempo yo también caí en el vicio. Viví dos años tormentosos con él. Tuve
el coraje de abandonarlo e intenté recuperarme. A los tropezones estudié
arquitectura y por momentos he sido o soy arquitecta, de las buenas, pero no de
las estables. Incluso me casé, con un buen hombre, forzándome a la abstinencia
de drogas, mientras pude. Un día volví a caer, y aunque él intentó ayudarme, yo
volví a perderme y a desesperarlo, porque él me amaba. En un rapto de lucidez,
al cabo de cuatro años, lo dejé y le quebré la vida. Parece ser que, para
siempre, aunque hace mucho tiempo que no lo veo ni sé nada de él. He entrado y
salido de las drogas muchas veces. Me he acostado con muchos hombres. Ahora, hace
siete meses que estoy limpia, que no tomo nada de nada, y que, celebrándolo, me
empeño en brillar. Quiero decir, me pienso, me convenzo de que puedo irradiar
luz, aquella que viene de lo más hondo de mí. Imagino, siento, que mi cuerpo es
un venero de luz. Tal vez esa sea la que viste o creíste ver en mí. Pero no
estoy totalmente curada. A veces se debilita mi espíritu y tengo que hacer
todos los esfuerzos para no ceder a la tentación. Entonces, podría acostarme
contigo, eventualmente, sin compromisos. Sólo que el “sin compromisos”, es
apenas un decir. Una no sabe qué parte de su alma enredará en ciertas
ocasiones. Tú eres un artista, un ser sensible. Lo sé porque te he leído. Y
supongo que tú también corres el riesgo de no saber qué parte de tu alma enredarías
en mi cuerpo y en la mía propia. Y eso podría ser el principio del mal.
Yo,
que sentí el impacto de la revelación, le dije que el que ella estuviera
consciente del mal, el que llevara siete meses sin probar drogas, ya era un
gran paso adelante; que yo podría estar para ayudarla, para apoyarla en esa
lucha, aunque fuera como amigo. Ella simplemente, me sonrió con un dejo de
tristeza. Muchas cosas las escribimos y las sabemos sólo en teoría, pero cuando
las estamos viviendo, es como si estuviéramos ciegos. Y como el amor, aun en
sus inicios, es intrépido e irresponsable, nos volvimos a ver el día siguiente,
y el otro, y al tercero, nos fuimos a la cama y nos amamos libres de culpa y
plenos de redención. Al menos yo, así lo sentí. Fuimos felices durante esa
varias veces renovada sesión de entregarnos los cuerpos, olvidándonos de que
también nos estábamos entregando el alma y que, cuando esta se implica, ya
suele no haber camino fácil de retorno. Y en la entrega y en el esplendor de
los cuerpos, fuimos cayendo en eso que se denomina amor que es, claro, una
manifestación del espíritu. Yo, viví un estado de inconsciencia absoluto,
Alicia, así me pareció, sólo se fijaba en su alegría.
A
los pocos días nos fuimos a vivir juntos, rentamos un apartamento. El primer
mes pasó feliz e irreflexivo, como suele suceder con el goce exaltado de los
cuerpos. Hambre de ella, hambre de mí, y la cama o cualquier lugar de la
vivienda para saciarlo. Éramos como dos adolescentes que descubren su
sexualidad y se lanzan al juego inagotable de gozarse. Luego, en ella, aunque
se empeñaba en no demostrarlo, vi surgir como un desánimo, unas sombras que
empezaban a manifestarse. “Tengo miedo”, me dijo de pronto un día. Yo, mientras
la abrazaba para contenerla, también sentí miedo, pero no se lo dije. Al poco
tiempo volvió a estar luminosa, alegre. Todo pareció apenas una breve amenaza
de tormenta, en que las nubes negras desaparecieron con el viento que desde
nuestras almas soplábamos secretamente. Sin embargo yo, por un problema familiar,
tuve que viajar durante cinco días. Como temía dejarla sola, le ofrecí venir
conmigo, pero ella me aseguró sentirse bien y me dijo que tenía que entregar un
proyecto a un cliente. Aunque vacilé, finalmente partí con temor, que se sumaba
al de la enfermedad de mi madre que motivaba mi viaje. Al volver, solucionadas
las dificultades familiares, la encontré retraída, con una mirada culpable que
me llenaba a mí también de culpas. Cuando le pregunté qué le ocurría, las
palabras le surgieron desgarrando el silencio y la pesadumbre que la habían
atormentado desde hacía muchas horas; entonces me respondió:
—¡Es que te fuiste por muchos días! Al
principio lo soporté, luchando, sabiendo que volverías y me amarías, sabiendo
que te amo… pero al tercer día me caí y consumí cocaína. Busqué, te lo juro,
las palabras que pudieran brindarme protección en tus libros, sin embargo, todo
ese impulso hacia el vacío fue más fuerte que yo. Eché a perder en un momento
casi nueve meses de victorias. Temo también haber echado a perder nuestro amor.
No, no he consumido nada en estos dos últimos días, y no sabes cuánto me
cuesta.
Abrazándola,
hamacándola como a un niño, ella comunicándome toda la vibración agitada de su
cuerpo, le dije:
—Fue un tropezón. ¡Nos damos tantos en
la vida! Puedes volver a empezar, ya llevas dos días sin consumir y sabes,
además, a qué mecanismos internos tienes que recurrir. Yo estoy aquí, yo te
cuidaré. Pero no tienes que esperarlo todo de mí. Los nueve meses anteriores lo
lograste sola. Debes empezar de nuevo. Además, estará mi amor contigo.
Ella,
mientras las lágrimas le caían de los ojos, me replicó:
—Agradezco tu amor, y tienes el mío. No
obstante, a ratos se me ocurre pensar que yo no estaré mucho tiempo aquí, en
esta vida, quiero decir.
Le
acaricié el rostro, lo hice desde tan adentro, que sentí que mis manos en su
cara, podían transmitirle mensajes muy hondos de mi presencia a su lado, y
aunque el temor no me abandonó pude decirle lo que parece un tópico, pero que
cuando está dicho con verdad, no lo es.
—Yo te amo y sabes que el amor lo puede
todo. Es la fuerza más poderosa de todas, la que cambia el rumbo de la
historia, la que produce los auténticos milagros. Ni el rencor ni la pena se le
resisten. Es cuestión de cultivarlo, de hacerlo poderoso. Nosotros lo vamos a
lograr. No hay nada que yo no pudiera dar por ti y para ello, necesito también
de tu amor.
Y
seguí hablando, las palabras, a veces tan pobres, brotaban de mí como un
manantial y la ternura se erguía desde ellas. Se fue tranquilizando, hasta
llegó a sonreír, y de pronto, vi otra vez, que ella brillaba, que emitía un
resplandor tímido, pero era ese resplandecer que significaba batallas ganadas.
Sabía yo que esto era una guerra, no sólo unas cuantas batallas, pero sentí
también crecer la esperanza, que fue diluyendo el miedo, aunque este no terminó
de retirarse. Es que soy un escritor y sé que la felicidad no es gratis, que
cada alegría se paga con un dolor. Alicia se quedó dormida sobre mis muslos, y
allí estaba, acurrucada como una niña pequeña que se quedó dormida en un jardín
y que sueña con flores, con toda su vida presente, con todo su ser hecho de luz
y de tinieblas.
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“Mujer de
luz y tinieblas” es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado
de este sitio a simple requerimiento del mismo.
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