Andrés Canedo - Regresar

 

Claro, ella sabía que yo volvía cada año, pero esta vez no le dije cuándo. Tenía la impiadosa pretensión de la sorpresa, como si yo mismo no supiera que el esperar, aunque sea un día probable, cobraba la mágica dimensión de un rito que se va ornando de esperanza, de certezas, que desentristecen el alma, que quitan la aflicción, que eliminan el desconsuelo. El viaje largo, sufrido, eterno como el girar de las ruedas del ómnibus; dos, tres días. Al fin la ciudad, en su hoyo de luces entre montañas gigantescas. La noche que cae, dejar las livianas pilchas que también alivianaron el camino. Entonces, porque no hay dinero para taxi, subir las calles inclementes que castigan a mi corazón llanero, hecho a las dulzuras de las tierras bajas. Jadeante, tuerzo la última esquina y desde los cuarenta metros, la diviso a la luz del farol. Ha salido a la puerta de la verja, impulsada por el aviso insistente de su alma, y allí está, esperándome, sustentada por una inédita fe. Resbalo entre astros y lunas, he cobrado el vigor de un sol, me acelero para alcanzar la patria de mi sentir. Estoy a cinco metros y ella me ve. Allí está, con sus 18 años, bella como las estrellas del cielo infinito. Advierto que tiembla, que levemente todo su cuerpo se agita impulsado por la emoción que la arrebata. Los ojos que se iluminan, los brazos que se abren, que se cierran en torno a los cuerpos, los cuerpos que se ahuecan y comienzan a transmitirse mensajes en sus vibraciones. Su mejilla cálida unida a la mía, su rostro que puedo ver desde ángulos infinitos, aunque sé que es mi espíritu el que la está viendo.  “Amor”, le digo; “amor”, me dice, en medio del abrazo hondo que posibilita que nuestros corazones perciban sus latidos, sus sonidos que vienen preñados de ternuras, de albores inagotables. Y así, desde su latir ella me cuenta raudamente las penas de su larga espera, desde mi latir le hablo de mi cobardía por permitir el largo transcurrir del tiempo y no haber venido antes a buscarla.

 

Así estamos, abrazados, sin decir palabra, abrigándonos en la noche que sabemos fría, pero que no sentimos. Entre mis brazos todos sus 18 años de luz y fuego, entre sus brazos, mi juventud desenfrenada y a ratos horriblemente sumisa. Desde mi cuerpo que en ese momento puede hablar el idioma de mi esencia, le pido perdón. Perdón por no venir antes, perdón por permitir estos enormes espacios de ausencia. Así, abarcándonos con los brazos, siento los efluvios que desde ella me llegan y trato que las emanaciones de mi sentir, la penetren, la inunden. Sé que ese intercambio es el amor. Sé también que ella lo sabe. Son dos, tres minutos intensos, aunque el tiempo se borra. Entiendo, desde el sentimiento, la razón de mi vivir y la del suyo. Somos tan grandes y, a la vez, tan pequeños. Somos todo y, a la vez, un ensueño. Siento, sentimos, la inmensidad y la pequeñez. Y me parece mágico que ese escaso lapso pueda cobijar tantas cosas, tanto lenguaje ajeno a las palabras. Todo se siente, todo se entiende, todo se asimila. Allí estamos, inmóviles, pero iluminando nuestros seres. Y así, hoy, el recuerdo de ese instante, junto a la verja, en la noche joven con su vana amenaza de frío. Ese momento anterior, anterior sí, al día de su partida. Allí, con ella, en ese estrecharse para crecer en estrellas, allí la eternidad en un breve fragmento de tiempo.  Allí, abrazados, somos una luna que pinta con su luminosidad la vereda, antes pálida de noche. Las cabezas se separan, los labios se rozan, las bocas se besan, la luz nos anega, las lágrimas se escapan y, de pronto mi voz, quebrada, mordida por las ganas de llorar que le dice, Rose Marie, Rose Marie. Y la de ella como un canto, como un sonido asentado en la luminiscencia, en los aromas de todas las flores del campo, que pronuncia, Andrés, Andrés, por fin has llegado.

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