Claro,
ella sabía que yo volvía cada año, pero esta vez no le dije cuándo. Tenía la
impiadosa pretensión
de la sorpresa, como si yo mismo no supiera que el esperar, aunque sea un día
probable, cobraba la mágica dimensión de un rito que se va ornando de
esperanza, de certezas, que desentristecen el alma, que quitan la aflicción,
que eliminan el desconsuelo. El viaje largo, sufrido, eterno como el girar de
las ruedas del ómnibus; dos, tres días. Al fin la ciudad, en su hoyo de luces
entre montañas gigantescas. La noche que cae, dejar las livianas pilchas que
también alivianaron el camino. Entonces, porque no hay dinero para taxi, subir
las calles inclementes que castigan a mi corazón llanero, hecho a las dulzuras
de las tierras bajas. Jadeante, tuerzo la última esquina y desde los cuarenta
metros, la diviso a la luz del farol. Ha salido a la puerta de la verja,
impulsada por el aviso insistente de su alma, y allí está, esperándome,
sustentada por una inédita fe. Resbalo entre astros y lunas, he cobrado el
vigor de un sol, me acelero para alcanzar la patria de mi sentir. Estoy a cinco
metros y ella me ve. Allí está, con sus 18 años, bella como las estrellas del
cielo infinito. Advierto que tiembla, que levemente todo su cuerpo se agita
impulsado por la emoción que la arrebata. Los ojos que se iluminan, los brazos
que se abren, que se cierran en torno a los cuerpos, los cuerpos que se ahuecan
y comienzan a transmitirse mensajes en sus vibraciones. Su mejilla cálida unida
a la mía, su rostro que puedo ver desde ángulos infinitos, aunque sé que es mi
espíritu el que la está viendo. “Amor”,
le digo; “amor”, me dice, en medio del abrazo hondo que posibilita que nuestros
corazones perciban sus latidos, sus sonidos que vienen preñados de ternuras, de
albores inagotables. Y así, desde su latir ella me cuenta raudamente las penas
de su larga espera, desde mi latir le hablo de mi cobardía por permitir el
largo transcurrir del tiempo y no haber venido antes a buscarla.
Así
estamos, abrazados, sin decir palabra, abrigándonos en la noche que sabemos
fría, pero que no sentimos. Entre mis brazos todos sus 18 años de luz y fuego,
entre sus brazos, mi juventud desenfrenada y a ratos horriblemente sumisa.
Desde mi cuerpo que en ese momento puede hablar el idioma de mi esencia, le
pido perdón. Perdón por no venir antes, perdón por permitir estos enormes
espacios de ausencia. Así, abarcándonos con los brazos, siento los efluvios que
desde ella me llegan y trato que las emanaciones de mi sentir, la penetren, la
inunden. Sé que ese intercambio es el amor. Sé también que ella lo sabe. Son
dos, tres minutos intensos, aunque el tiempo se borra. Entiendo, desde el
sentimiento, la razón de mi vivir y la del suyo. Somos tan grandes y, a la vez,
tan pequeños. Somos todo y, a la vez, un ensueño. Siento, sentimos, la
inmensidad y la pequeñez. Y me parece mágico que ese escaso lapso pueda cobijar
tantas cosas, tanto lenguaje ajeno a las palabras. Todo se siente, todo se
entiende, todo se asimila. Allí estamos, inmóviles, pero iluminando nuestros
seres. Y así, hoy, el recuerdo de ese instante, junto a la verja, en la noche
joven con su vana amenaza de frío. Ese momento anterior, anterior sí, al día de
su partida. Allí, con ella, en ese estrecharse para crecer en estrellas, allí
la eternidad en un breve fragmento de tiempo.
Allí, abrazados, somos una luna que pinta con su luminosidad la vereda,
antes pálida de noche. Las cabezas se separan, los labios se rozan, las bocas
se besan, la luz nos anega, las lágrimas se escapan y, de pronto mi voz,
quebrada, mordida por las ganas de llorar que le dice, Rose Marie, Rose Marie.
Y la de ella como un canto, como un sonido asentado en la luminiscencia, en los
aromas de todas las flores del campo, que pronuncia, Andrés, Andrés, por fin
has llegado.
*********************************
“Regresar” es publicado con
la autorización del autor, podrá ser retirado de este sitio a simple
requerimiento del mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario