La última creación de la novelista
y periodista Verónica Ormachea Gutiérrez es una biografía de
Pablo Neruda a medio camino entre la ficción propiamente dicha y la
reconstrucción documentada de una vida extraordinariamente interesante.
Verónica dijo una vez que la literatura es “pura satisfacción”, pero esta
expresión, entre lúdica e irónica, oculta la inmensa labor de investigación y
acopio de datos que la autora ha realizado para escribir el libro que hoy se
presenta. En sus novelas anteriores, Los ingenuos y Los
infames,
Ormachea abordó temáticas distorsionadas o acalladas
por la opinión pública mayoritaria del país, lo que muestra su espíritu crítico
e independiente, reacio a incorporarse a las modas intelectuales de los últimos
tiempos, las cuales han estado determinadas por una vigorosa mixtura de
socialismo y provincianismo. La novela Los ingenuos, por ejemplo, otorga voz
y legitimidad a las víctimas de la llamada Revolución Nacional de 1952, la cual
no fue tan benéfica y tan progresista como lo sostiene una dilatada opinión pública
mal informada.
Las partes más interesantes
del libro de Ormachea son aquellas en las cuales la autora explica y analiza el
carácter y la personalidad de Pablo Neruda (1904-1973). El libro de Verónica puede ser visto como un
estudio detallado en torno a la naturaleza ambivalente de una persona: un
análisis de las incongruencias reiterativas del carácter nerudiano. Estas
incongruencias o inconsecuencias resultan ser más aparentes que reales. Son
percibidas así de parte de lo que podemos llamar una opinión pública ingenua,
candorosa y elemental, opinión que es, por supuesto, predominante en cualquier
sociedad. En el fondo las inconsecuencias son signos de un individuo complejo,
enfrentado en todo momento a una realidad social y personal que cambia y se
complica continuamente y dentro de la cual no es posible vivir con el ideal
simplista de una rigidez ética y una moral intachable, que hoy y siempre han
sido ilusiones bienintencionadas. Las personas y las circunstancias de la vida
real de Pablo Neruda están muy bien retratadas por Verónica, precisamente
cuando ella narra detalladamente las dudas recurrentes en las actuaciones del
poeta y cuando nuestra autora reconstruye el camino vital nerudiano tan
enrevesado y por ello tan valioso para la literatura.
Las ambigüedades e
inconsecuencias de los seres humanos representan la sal de la literatura. Esta
última capta los dilemas éticos y los problemas prácticos, que la gente
sencilla no logra comprender a cabalidad. El mérito de la literatura es
tematizar, hacer visibles esas ambivalencias, que conforman el fuego creativo
de escritores y artistas.
Ormachea llega a la conclusión
de que Neruda era un poeta enamorado del amor, de un ente metafísico, de una
ilusión permanente, y no de una mujer en particular. Es el amor de los poetas y
los artistas, sentimiento que siempre está alejado de las personas y las
circunstancias concretas. En la ya larga historia de la literatura aparece esta
constelación en la obra de Dante Alighieri (1265-1321) y en la
figura de su amada Beatriz – la guía a través de porciones de la Divina
Comedia
–, que es la manifestación del eterno amor ideal, que no puede ser corporal y concreto
y que puede coexistir con varias y hasta numerosas relaciones amorosas con
seres de carne y hueso, como fue el caso en la existencia real del gran autor
florentino. Es también el amor descrito cuidadosamente por un contemporáneo de
Neruda, el novelista francés Henry de Montherlant (1895-1972), quien en su
obra cumbre, Les jeunes filles (Las chicas jóvenes),
describe adecuadamente la ilusión de la pasión perfecta y la existencia real de
varios amores secundarios y subalternos, que nunca, pese a todos los esfuerzos
de buena fe y desvelos continuados, llegan a alcanzar la calidad del amor
ideal. Como lo muestra Montherlant, esta situación no es la consecuencia del
egoísmo moderno, sino el resultado previsible de la distancia perenne entre la
prosaica realidad de la vida cotidiana, por un lado, y los sueños irrealizables
de los grandes corazones, por otro. Hago énfasis en mencionar esta constelación
porque una opinión pública convencional, rutinaria y eminentemente hipócrita –
como la boliviana –, se escandaliza en torno a las deslealtades de Neruda y
otros creadores, dejando de lado la posibilidad de otras concepciones sobre el
amor, que vayan más allá de la estricta fidelidad conyugal.
En el corazón y en la mente de
Neruda cabían, por lo tanto, muchos amores; la fidelidad no fue y no podía ser jamás
su virtud distintiva. Como dice Verónica, Neruda quería estar en un estado
mágico de enamoramiento permanente, lo que a menudo significaba también un
sufrimiento incesante, más literario que real. Todo ello se originó por la
ausencia de su madre – ella murió a las pocas semanas del nacimiento de Pablo –,
lo que fue mitigado parcialmente por el inmenso cariño que siempre le prodigó
su madrastra, llamada por él cariñosamente la Mamadre. La autora nos dice que
Neruda nació probablemente para ser amado, sin pausa y sin condiciones, por
innumerables mujeres, todas ellas encandiladas por la magia de su poesía y de
sus dotes de conversador. Esos análisis del carácter de gran poeta conforman
los mejores pasajes de la obra de Ormachea, quien
sobresale también en la descripción de los pasajes trágicos y de los hechos
dolorosos.
Neruda tuvo
una infancia y una juventud muy duras, hasta que en 1927 fue nombrado cónsul de
Chile en Rangún, la capital de Birmania. También ejerció esta función en Ceylán
(hoy Sri Lanka) e Indonesia, donde nunca se sintió bien. La descripción del
ambiente en las tres naciones antes de la independencia y de la modernización,
está muy bien lograda en el libro de Ormachea, precisamente porque no hace
concesiones a la corrección política y al folklore sociológico. Los mercados y
los sitios públicos, nos dice la autora, olían a una mezcla de incienso y
cloaca, o en una versión más poética: una combinación muy habitual de religión
y animalidad. Esta es también mi impresión general de esas regiones del Asia meridional.
La autora describe a Neruda
como un volcán de energías, una máquina de proyectos, lo que perduró hasta una
edad muy avanzada. Nuestra autora se ha basado parcialmente en la autobiografía
Confieso que he vivido, la historia de su propia vida, que Pablo Neruda
escribió poco antes de su muerte. Yo mismo, leyendo esta gran obra literaria,
comprendí que en una autobiografía el autor se construye como personaje: no
falsea la historia, no distorsiona deliberadamente los hechos, pero se describe
a sí mismo como alguien cuyas pequeñas experiencias cotidianas adquieren la
forma de mitos literarios. Desde una perspectiva externa, pero en general muy
favorable a Neruda, Ormachea nos muestra y analiza estos mitos literarios – tan
habituales en la cultura latinoamericana –, que en el fondo nos ilustran acerca
de las carencias reiterativas que sufrió Neruda, empezando por las afectivas. Como
dice el propio Neruda, la vida de cada uno de nosotros resulta antojadiza y
caprichosa en extremo. Y por ello representa un excelente material para
ficciones de todo tipo.
En los ámbitos de la política cotidiana y en
los cenáculos de los literatos lo que realmente vale es la habilidad de los
mediocres de unirse entre sí y establecer una asociación informal para
neutralizar a los inteligentes o a cualquiera que les pueda hacer sombra,
aunque esta sea una amenaza muy hipotética. Neruda era un campeón para estar
siempre con la moda del día, tanto en política como en la farándula. Esta
habilidad se adquiere mediante una larga praxis, en la que sobresalen los astutos
– cualidad nerudiana –, precisamente porque se trata del ámbito informal, cuyo
código paralelo de conducta no necesita una confirmación legal o pública,
puesto que la sociedad acepta esos valores de orientación sin ninguna discusión
racional sobre ellos. Esta es la fuerza, socialmente sancionada, que fomenta y
consolida el accionar de los mediocres, pues representa también el motor y la
guía de la calumnia. En estos círculos Neruda sabía moverse muy bien. Pablo
dijo que la envidia llega a ser una profesión,
es decir: una ocupación bien establecida, y no hay duda de que florece
vigorosamente entre los intelectuales. Ha sido un rasgo de carácter muy
difundido en el ámbito de la cultura hispánica: la “íntima gangrena española”,
como la llamó Miguel de Unamuno. Para evitar un malentendido quiero aclarar que
Pablo Neruda fue uno de los poetas más eminentes que han producido América
Latina y el mundo entero.
En varios pasajes de su obra, Verónica
Ormachea reconstruye el vínculo de Neruda con el Partido Comunista de Chile y,
en general, con el movimiento socialista. Lo hace con gran discreción, sin
ingresar a los detalles escabrosos. Por ello quisiera ampliar este aspecto con
algunas consideraciones en torno al aporte que Neruda realizó en favor del
culto a la personalidad del dictador Iosip Stalin y su posicionamiento ambiguo
frente al proceso de desestalinización, que el propio Partido Comunista de la
Unión Soviética emprendió a partir de 1956. Pablo Neruda, el poeta de la
esperanza y la alegría, percibió el XX Congreso del Partido Comunista de la
Unión Soviética (en febrero de 1956) del siguiente modo. En sus memorias Confieso que he vivido dice a la letra:
“Algunos sentimos nacer, de la angustia engendrada por aquellas duras
revelaciones, el sentimiento de que nacíamos de nuevo. Renacíamos limpios de
tinieblas y del terror, dispuestos a continuar el camino con la verdad en la
mano”. La verdad en la mano es, por
supuesto, una bella ilusión o algo más prosaico. Neruda registró cuidadosamente
todos los actos de discriminación y censura que le tocaron a él, así haya sido
tangencialmente, pero no dijo ni una sílaba en torno a la censura, la cárcel y
cosas aún peores – las tinieblas y el terror – que sufrieron los bardos en la
Unión Soviética y en Cuba.
En sus memorias Neruda incurre en un infantilismo – que se repite insidiosamente a
lo largo de toda la obra – al describir a los grandes líderes comunistas. De
Mao Tse-Tung sólo señala los ojos sonrientes y los cálidos apretones de manos.
De Stalin dice que era un “gran tímido, un hombre prisionero de sí mismo”, y
sin ironía lo compara con Jehová: impredecible y terrible, pero era la voz de
la justicia histórica y divina. Y agrega: “Esta ha sido mi posición: por sobre
las tinieblas, desconocidas para mí, de la época staliniana, surgía ante mis
ojos el primer Stalin, un hombre principista y bonachón, sobrio como un
anacoreta, defensor titánico de la revolución rusa. […] La muerte del cíclope
del Kremlin tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana”. Y en
otro lugar afirma: “Yo había aportado mi dosis de culto a la personalidad en el
caso de Stalin. Pero en aquellos tiempos Stalin se nos aparecía como el
vencedor avasallante de los ejércitos de Hitler, como el salvador del humanismo
mundial. La degeneración de su personalidad fue un proceso misterioso, hasta
ahora enigmático para muchos de nosotros”. Anteriormente, en su celebrada Oda a Stalin, Neruda había cantado:
“Stalin es el mediodía, / la madurez del hombre y de los pueblos”. […] “Era más
sabio que todos los hombres juntos”. Y en el Canto general dijo: “Stalin alza, limpia, construye, fortifica, /
preserva, mira, protege, alimenta, / pero también castiga. / Y esto es cuanto
quería deciros, camaradas: / hace falta el castigo”.
Intercalo estas citas porque las opiniones
de Neruda frente al stalinismo y, en general, ante el desarrollo fáctico del
socialismo en la vida cotidiana de las sociedades sometidas a su mandato,
representan la posición de muchos intelectuales progresistas de América Latina
(y de gran parte del mundo) con respecto a los regímenes socialistas en la
realidad. Conocí y conozco a mucha gente inteligente que comparte esta idea.
Casi todos aducen lo mismo: desconocimiento de la represión bajo Stalin y sus
sucesores, el rol heroico de Stalin en la construcción y defensa del
socialismo, su carácter presuntamente sobrio, bonachón y principista, su
fallecimiento como suceso cósmico. Todos ellos sostienen lo que decía Neruda
sobre la función histórica de la Unión Soviética: “una lección moral para todos
los rincones de la existencia humana”, la “gigantesca verdad” que se elabora
bajo ese régimen para toda la humanidad y otras lindezas que llenan varias
páginas de sus memorias.
Neruda, un poeta excelso, pero un espíritu bastante convencional con
respecto a asuntos políticos, estaba encandilado por la retórica de tonos
revolucionarios y ademanes enérgicos de los líderes comunistas que conoció: los
gestos autoritarios y decididos y la lógica de la acción violenta le parecían
cualidades positivas que encumbraban a estos líderes por encima de los
políticos rutinarios. Como muchos bardos revolucionarios, Neruda estaba también
fascinado por los agasajos de que fue objeto en los países comunistas: los
manjares escogidos, los vinos exquisitos y las mujeres deslumbrantes que
experimentó, le impidieron avizorar la vida de privaciones de los trabajadores,
las restricciones a las libertades más elementales y los campos de
concentración. Hay en sus memorias trozos luminosos sobre la existencia humana,
como el hermoso párrafo donde reconoce que muchos izquierdistas cultivan la
“voracidad por el lujo y el dinero”.
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El presente texto fue leído por el Dr. Mansilla en la presentación del libro "Neruda en su laberinto pasional" (Plural Editores) de Verónica Ormachea Gutierrez, en el mes de enero de 2024.
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