Germán Arauz Crespo - Crónica secreta de la guerra del Pacífico

Crónica secreta de la guerra del Pacífico

Germán Araúz Crespo (La Paz, Bolivia)


    Nadie supo finalmente de qué “muñeca” se valió para ocupar ítem tan importante. Unos lo hacían primo del Ministro. Otros aseguraban que era cuñado del Director. Estas y otras conjeturas sobre sus misteriosas influencias comenzaron a recorrer los pasillos de todo el ministerio. Los “generalogistas”, a quienes llamábamos asó por sus notables conocimientos del árbol genealógico de Su Excelencia, el General, lo emparentaban con él. El segundo misterio era el de su título profesional: le llamábamos indistintamente, don Pacífico, señor Mareño, licenciado y hasta doctor. A ver cómo reaccionaba. Nunca le descubrimos un mínimo gesto, el movimiento de un pelo, que certificara nuestras teorías. El planillero tenía su propia versión: Juraba haberlo visto, no hacía muchos años, en uniforme de coronel de carabineros, lo que dio pie para que la auditora junior se afirme sin réplicas en la teoría del militar jubilado. El despachador de almacenes se burlaba de esta hipótesis: “Si éste fue alguna vez militar lo ha debido ser del Ejército de Salvación”, decía. Me causó mucha gracia imaginarlo vendiendo “Atalayas” los viernes en las Tres Calaveras, comentario que aprovechó la telefonista, experta en toda clase de biblias, para recordarme que Atalaya sólo la vendían los Testigos de Jehová.

 

    A todo esto, el susodicho, quiero decir Pacífico Mareño, mantenía un empecinado silencio que atribuíamos, en principio, a una natural timidez, pero que, al irse prolongando en el tiempo, se transformó de curiosidad en sospecha y, finalmente, en miedo. Esa renuncia al diálogo, aun tratándose de cuestiones inherentes al trabajo, llevó al auditor senior a una lógica conclusión: Se trataba de una triquiñuela para esconder algo. Sea lo que fuere, cualquier acercamiento laboral y/o fraternal chocaba con su mutismo. Con invariable énfasis fue rechazando nuestras invitaciones. Primero, con motivo de un Viernes de Soltero. Aquella vez habíamos preparado un programita súper O.K., todo completo: Desde la generalita en Las Tres Calaveras hasta el baile bautismal pelo a pelo con la Brigitte, en la Ochentita. Después, para ch’allar su primer sueldo, para que “le dure”. Nada lo conmovía; ni siquiera la propuesta de participar de nuestro inocente “pasanaku”. Recuerdo una discusión entre estronguistas y bolivaristas. Le preguntamos por cuál de ellos iba. Respondió lacónicamente que no sabía de fútbol. Colmó nuestra tolerancia el día en que Jaqueline, Jaquipimpollomio, la escultural secretaria-recepcionista del Director, lo invitó, por encargo nuestro, a un picnic en Achocalla. Respondió que no tenía la costumbre de asistir a esa clase de “simpáticos acontecimientos”. Todos estos rechazos, como ya lo dije, derivaron de curiosidad en miedo, y de miedo en una creciente antipatía, agravada por su desleal comportamiento en el desempeño de sus funciones.  Porque resulta que Pacífico Mareño ocupaba el importantísimo cargo de Supervisor de Cotizaciones y estaba en sus manos el hacer “vista gorda” a ciertos pequeños “errores”. Yo vi a más de un gil llenarse de plata en ese puestucho. ¿Qué sucedía con este individuo? Ponía en el cumplimiento de sus funciones tal corrección, tal fanatismo, que su actitud finalmente, redundaba en perjuicio nuestro.

Recapitulemos los hechos:

    Primera agresión (a los quince días de haber asumido funciones): Dos cobradores, que tenían la maldita costumbre de entregar el dinero en caja tal como lo habían recaudado, no pudieron explicar que el total de ingresos fuese considerablemente superior al que constaba en los recibos. Consecuencia: severa llamada de atención a los dos cobradores.

 

    Segunda agresión (una semana después): De tres cotizaciones que personalmente tramité yo para la adquisición de una fotocopiadora, una fue observada porque la firma que la expidió ya no existía. Consecuencia: en vez de una suculenta comisión, me gané un memorándum.

 

    Tercera agresión (a las seis semanas): Ante estas irregularidades y otras que no son del caso mencionar aquí, Mareño, el supervisor, solicitó del director una auditoría. El director, naturalmente, no dio curso al trámite. Consecuencia: a partir de entonces, cuando el director atravesaba la oficina, el supervisor no lo saludaba.

 

  Cuarta agresión (a los tres meses): Atendiendo a denuncias cuya procedencia no se puntualizó, la Contraloría envió dos funcionarios para hacer una minuciosa revisión de los libros. Consecuencia: un inspector fue removido de sus funciones y otros dos trasladados a la sección Archivos.

 

    Como no podía ser de otra manera, esta suma de agresiones se tradujo, para nosotros, en una perniciosa y lenta disminución de nuestros ingresos. Llegamos al humilde extremo de firmar vales en Las Tres Calaveras. Había que hacer algo. Si no actuábamos de inmediato, podríamos correr la misma suerte del inspector. Acordamos, pues, declararle la guerra. Y, para ello, debíamos saber, con absoluta precisión, quién era nuestro enemigo y cuál era su capacidad de fuego. Sabíamos su nombre, pero nada más. En consecuencia. Lo primero que debíamos hacer era escudriñar su pasado. Saber si era político y, en tal caso, a qué grupo (probablemente extremista) pertenecía; si era casado y tenía, al mismo tiempo, una amante, aunque descartamos esa hipótesis en razón de sus hábitos burocráticos. Si le gustaba el fútbol, y qué películas veía: ¿Pornográficas? ¿De pistoleros? Fue una lamentable pérdida de tiempo. Mareño era impenetrable. Nada parecía interesarle. ¿Ante qué clase de espécimen estábamos?

 

    Entonces, propina de por medio, logramos que el mensajero de la Sección Estadística le siguiera los pasos. Tras cinco días (hábiles) de infatigable pesquisa, tuvimos, al fin, un primer informe interesante: almorzaba en “La Zanahoria Mágica”, un restaurante vegetariano frecuentado por hipies. Y ya se sabe que el vegetarianismo viene acompañado de otros hábitos raros. Logramos identificar su domicilio: una modesta habitación en una casa de la calle Catacora. Nada de esto, sin embargo, era algo que pudiéramos utilizar eficazmente en su contra. Había que encontrar algo más sustancioso. A los veinte días, estalló la bomba: ¡Lo vi almorzando con un muchacho! ¿Qué edad? Entre quince y veinte años, no te lo podría decir. ¿Cómo era? Bueno, medio flaco, como un cirio, che. (Mareño y el joven, según la versión del mensajerito, no sólo almorzaban juntos) ¡No me digas, che! Sí, se fueron a su cuarto de la calle Catacora. Y mientras caminaban, Mareño lo abrazaba y lo acariciaba. ¡Es un pediatra! Estalló la telefonista. ¡Pe-de-ras-ta! Me vengué de la bruta.

 

   Así que el tal Pacífico Mareño, el incorruptible homo burocraticus como lo llamaba el director, era un vulgar marica. ¡No podemos mantener a estos elementos en nuestra sagrada institución! ¡Debemos hacer algo! ¡Solicitemos que lo revise un potólogo! ¡Proc-tó-lo-go! Finalmente, el jefe, por algo era el jefe, dijo lo que se debía hacer: sorprenderlo infraganti. ¿Cómo?

 

    No fue fácil convencer al atlético kardixta de contabilidad para que colaborara con nuestra causa. Al fin, guardando la suculenta propina que le dimos, juró que lo que iba a hacer lo haría en defensa de la dignidad humana. ¡Como si no hubiéramos sabido que gastaba sus horas libres en cortejar a dos o tres maricones requeteconocidos!

 

    A las 10 A.M. del día “D”, Pacífico Mareño, que al igual que en todos los actos de su vida, acusaba en el cumplimiento de sus necesidades fisiológicas una rigurosa puntualidad, se quitó los lentes, guardó sus implementos de trabajo en un cajón del escritorio, cerró el cajón con llave y se encaminó al w.c. El kardixta, que había estrenado para la ocasión una camisa de seda, salió en pos de Mareño, y se perdió tras la puerta del baño: Un silencio, casi sólido, se apoderó del ambiente. Poco después, se escucharon gritos, forcejeos; y un golpe seco. Pacífico Mareño salió del baño, imperturbable, como si nada hubiera ocurrido. Se dirigió a su escritorio y reanudó su trabajo. El kardixta, no aparecía, pero nadie se atrevió a entrar al baño a investigar lo que había ocurrido. A los diez minutos, entré yo. El kardixta estaba frente a un lavabo mojándose la cara, cuya nariz mostraba todavía los signos de una reciente hemorragia. Entonces, en un exquisito modelo de síntesis, explicó lo que había ocurrido: “Creo que nos equivocamos”.

 

    Y así fue, nos equivocamos. El coordinador financiero se enteró, a las pocas semanas, que el muchacho que lo visitaba temporalmente era su hijo. Pacífico Mareño, natural de Sucre, había hecho su carrera administrativa en aquella ciudad, donde se casó y se divorció. A partir de aquella batalla, que perdimos sin atenuantes, nuestra posición se hizo más grave. Sus informes, de mortífera regularidad, volaban sobre nuestras cabezas como cañonazos. Nuestra capacidad de respuesta se redujo a una serie de inútiles e inocuas refriegas, como alterar la correlatividad de algunos recibos, manchar con tinta sus minuciosas hojas analíticas, insultarlo por teléfono, regar de plasticola su asiento o cerrar desde fuera, mientras él lo ocupaba, el baño. Sólo conseguimos que aprendiera a no dejar sobre su escritorio ningún documento, a revisar cuidadosamente su silla y a no contestar llamadas telefónicas cuya procedencia no hubiera establecido antes la telefonista. Llegó al extremo de modificar sus hábitos digestivos y casi no ocupaba el baño de la oficina. No decía una palabra, pero sus informes se hacían más y más demoledores.

 

    Había que planear algo distinto, un golpe que fuera capaz de aplastarlo definitivamente. De otro modo, perderíamos la guerra. Se resolvió, por acuerdo unánime, para evitar filtraciones, que el próximo golpe sería planificado y ejecutado por un Grupo Especial.

         

    Aquella tarde, llevado por el interés de hojear tranquilamente, sin intrusos, la revista Goles, llegué a la oficina antes de la hora de costumbre. Me sorprendió que algunos colegas, poseídos por un misterioso exceso de puntualidad, se me hubieran anticipado. Se encontraban, para ser precisos, junto al escritorio de Pacífico Mareño, y había entre ellos un cerrajero. Comprendí al momento que se trataba del Grupo Especial. Una bomba, me dije, y me acerqué a preguntarles lo que habían hecho. Nadie, sin embargo, de acuerdo con lo convenido, satisfizo mi curiosidad. Se limitaron a decirme que no, no se trataba de una bomba y que volviera a mi escritorio. El cerrajero abandonó la oficina y cada uno hizo lo que yo hice: apoltronarse en su butaca, trabajar y esperar.

 

    Mareño llegó a las 14:23 horas, marcó su tarjeta y se dirigió, con helada indiferencia, a su escritorio. Revisó su silla, se sentó y sacó su llavero. Jaló el cajón central y, por primera vez, su rostro, su pétreo rostro de esfinge, se desfiguró. Vio, sin duda, en el centro del cajón, algo. Y ese algo que vio le causó tal impacto que saltó hacia atrás, derribó una silla y corrió al baño, donde vomitó. Vimos cómo vomitaba porque dejó la puerta sin cerrar. Luego, abandonó la oficina. Lo habíamos vencido. Nadie, sin embargo, se atrevió a celebrar el triunfo.

 

    Pasó una semana sin que Pacífico Mareño diera señales de vida. En el Departamento de    Personal no se sabía nada de él. Nuestra incredulidad del principio se fue transformando, poco a poco, en hermosa esperanza. Hicimos discretas averiguaciones en el restaurante vegetariano, donde no volvió a presentarse. Supimos, por boca de un vecino, que había dejado intempestivamente su habitación de la calle Catacora. Se ha ido a Sucre, fue el comentario general. Se trata, sentenció el jefe, de un ostensible abandono de funciones.

 

    A los diez días, llegamos a la conclusión, ya definitiva, de una victoria. Habíamos ganado la guerra e hicimos aprestos para una jubilosa celebración en el Club de La Paz. No era para me   nos. El jefe, que era socio del Club, se ofreció a reservar una mesa donde cupiera todo el personal. Elegimos viernes, para continuar la farra en el Ochentita, pelo a pelo con la Brigitte. Llegó el viernes, entramos en la oficina y Pacífico Mareño estaba ahí, inclinado sobre sus papeles, como si nunca se hubiera movido de su escritorio. Comprendimos entonces que esa guerra, esa terrible guerra que creíamos concluida y ganada, apenas había comenzado.

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"Crónica secreta de la guerra del Pacífico" fue publicado en: 

 

"Taller del Cuento Nuevo

Jorge Suárez, 

Editorial Casa de la Cultura,

Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 1986.

 

Crónica secreta de la guerra del Pacífico

Correveidile

2002

 

Nadie supo finalmente

Cuentos reunidos de Germán Araúz Crespo

Editorial 3600

1ra edición, 2018

La Paz, Bolivia

 

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Germán Araúz Crespo, La Paz, 1941, es periodista, escritor y crítico cultural.


 

 

 

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