Darwin Pinto Cascán - De cómo un pollito me volvió ateo - Segunda parte

 


 

         Aun hoy, cuando imagino a Wilfredo muriendo bajo mi cuerpo, pese a que lo amaba mucho, me estremezco hasta las lágrimas. Tal vez antes de morir el pollito gritó: Piuuu piiiiiuu piiiiuu piiiiuuuu… Lo que en lenguaje de pollos quiere decir: “¡Apartate amarillo de mierda!” y, claro, después me dirigió su último pensamiento pidiéndome que lo vengara. Tal vez, a cientos kilómetros de distancia, en el preciso momento de su muerte, en el árbol del monte en el que dormía, su madre gallina despertó sobresaltada por un escalofrío premonitorio que le congeló el espinazo. Yo no pude decirle: Señora, su hijo fue un héroe. Ya no quiero hablar de Wilfredo…

         Bueno, debo explicar cómo Wilfredo me volvió ateo:

         La mañana en que encontré a Wilfredo aplanado en la cama, mi madre había vuelto a su empleo de enfermera y yo lloraba a moco tendido Fue entonces cuando en medio de mi congoja escuche que empezaba en la TV uno de esos programas de la fe en el cual cientos de personas “en vivo” alaban a su divinidad y cantan y saltan y se besan y se abrazan y se caen de espaldas cuando les tocan la frente y unos piden plata para pelear contra el malvado y otros la dan para sobornar al que cuida las puertas del sitio bonito y extraterrenal que tienen todas las religiones. Un tipo en mangas de camisa, agitando un libro negro, hablaba de la vida eterna y de la resurrección de Lázaro con lepra y de la resurrección de Jesús al tercer día y otras cosas que en ese momento le hacían falta a Wilfredo. Entonces yo, un chico creyente de siete años, pensé que, si la lepra de Lázaro y la paliza de Jesús en la cruz habían sido vencidas fácilmente por Él, entonces resucitar a un pollito aplastado, libre de pecados por su corta edad, no sería problema. Levanté el cuerpo muerto del pollito y lo puse encima de un plato de plaqué delante del aparto de la TV y empecé a orar sabiendo que me estaban viendo desde arriba y tenía que convencerlos.

         Con un fervor que o me conocía, me sumé a los rezos de la gente en el aparato en blanco y negro supliqué a Dios para que reviva a Wilfredo, cerré los ojos con fuerza rogando para que lo devolviera del valle de las sombras (a ratos abría yo un ojo para ver si ya me habían escuchado allá arriba, para ver si Wilfredito estaba de pie, mirándome con sus ojos de pollo niñito). Pero nada, el pollo seguía tendido, planito y aplastado como si fuera de juguete. Aun así, no caí en la desesperación (a estas alturas, ya saben cómo acaba este relato, pero igual lo voy a terminar). Pensé que mis rezos no servían de nada porque Dios, desde el cielo, no podía ver a mi pollo por culpa del maldito techo del cuartito de alquiler donde mi vieja me dejaba encerrado cuando se iba a trabajar. Saqué por la ventana el platito de plaqué con Wilfredo dentro y lo puse en una mesa que había arrimada en la pared, por el lado de afuera.

         Estaba seguro de que allí lo vería la divinidad, que, aguijoneada por mis súplicas inocentes, me haría el favor de darme bola. Seguí orando y al rato miré hacia afuera, pero ya no estaba el pollo. Asumí con alegría que este ya se había levantado y estaba comiendo retoños de pasto en el pato de la casa, pero lo que haba ocurrido era exactamente lo que ustedes están pensando: Un gato hijo de puta corría con Wilfredo en el hocico sin que yo pudiera hacer nada. Ya le había fallado dos veces, por lo que su alma no me dejaría en paz. Había prometido protegerlo, y lo había matado; lo tenía que resucitar y, más bien, lo entregaba para que un gato se lo comiera como si fuera un animal muerto. Wilfredo no era un animal, era mi amigo.

         Entonces me volví con rabia hacia la tele y violentamente cambié el canal en el que predicaban esos comerciantes de los miedos humanos y lo dejé en uno que mostraba un capitulo estúpido de Tom y Jerry, y me reí y lloré y volví a reír.

         Allí fue cuando tuve esa epifanía al revés. Me dije que si el creador del universo no podía revivir a un triste pollo niño por el pedido de un chico libre de todo mal que hasta entonces tenía la convicción de usar su pilín sólo para orinar (o sea, era algo súper fácil ya que Él era Dios pues), entonces yo no podía creer que Él fuera tan gran cosa como lo decían en la tele, como lo decía la vieja de mi abuela y como lo decía la profesora de religión que, a escondidas, me agarraba el pilín y me decía: “esto, estito, esto bonito, esto mismo, ay de suavito y blanquito, esta pistolita es para orinar, para nada más, a ver, quiero verte orinar, porque para eso es esto, aunque a veces sabe a dulce si te portás bien, ¿te portás bien? A ver, dejame probar y te digo”. Aunque claro, tal vez como Él había creado todo y podría darse el lujo de ser bueno o ser malo si le cantaba la voluntad, entonces bien podría no darle la gana de revivir al pollo nomás porque Wilfredito, con sus ideas liberales, le caía gordo. Pero yo fui intransigente, Wilfredo seguía muerto, no había excusas que valieran. Renuncié a Él de plano y me juré a mí mismo que por pura represalia a Su intransigencia, yo no le haría caso en eso de matar a mi madre. Y no lo hice. Creo que estamos a mano.

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De cómo un pollito me volvió ateo – Segunda parte” es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado de este sito a simple requerimiento del mismo.

De cómo un pollito me volvió ateo – Primera parte” forma parte de la colección de cuentos “El colmo de la infamia” de Darwin Pinto Cascán, Grupo Editorial La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2009.

Fotografía: perfil de Facebook del autor

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Biografía del autor: *

Darwin Pinto Cascán (Santa Cruz de la Sierra, 1978) es Comunicador Social, docente universitario de pre y posgrado, periodista, editor de medios escritos, escritor, además de fan de la historia y del mate.

Es autor de las novelas Sabayoneses (2010), La máquina de Aqueronte (2011) y Sayonara Honey (2022) finalista del Premio Azorín de Novela 2020 (España). Estas tres novelas conforman la saga de la familia Drake. Es también autor del libro de cuentos El colmo de la infamia (2009) y es ganador del Premio Nacional de Cuento “Carmelo Cuéllar”.

Darwin Pinto Cascán ha ganado también el Premio Nacional de Periodismo (Bolivia) y ha obtenido menciones especiales en el Premio Internacional de Periodismo “José Martí” (Cuba) y el Premio Nacional de Crónica Periodística “Pedro Rivero Mercado” (Bolivia)

*Extraída de la solapa de su reciente novela. “Sayonara Honey”.


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