El
tiempo de jugar a ser grande se había convertido en una molestia para mí. Quería
entender el mundo de los adultos y vagaba por las habitaciones espiando por los
agujeros de las puertas. Era un juego divertido pero inútil, cansada me tiraba
a la cama tratando de adivinar las frases y las risas que amontonadas cruzaban
mi pared, pero cuando los quejidos llegaban hasta mi puerta, me atemorizaban
tanto, que cerraba los ojos y me quedaba dormida. Cuando le preguntaba a mi
mamá que era todo eso, me respondía que estaba muy chica para comprenderlo.
Tenía unos doce años cuando mamá
decidió llevarme ese verano a la quinta de la tía Elsa. Vi con temor cómo,
desprendiéndose de mi mano, se fue alejando por la senda de los jazmines.
Cuando creí que no iba a voltear para verme, lo hizo agitando la mano, como
previniéndome que no olvidara todas sus recomendaciones.
Tía Elsa me adoptó de inmediato. Luego
de comer, íbamos a la hora de la siesta al cuarto donde mis primos, apretados y
sudorosos, dormían en una sola cama, sin importarles el calor. Cuando ella caía
en sopor, me deslizaba fuera del pesado mosquitero y de un salto ganaba la
cocina. Invariablemente siempre tenía hambre y encontraba a María a esas horas
roncando de bruces sobre la mesa, sin molestarse siguiera en espantar las
moscas de su cara. Era joven y había estado en la quinta desde niña; por eso
disponía de la cocina a su antojo. To entraba en silencio hasta el rincón
opuesto, donde con destreza rodaba un par de salchichas ahumadas que María
colgaba allí; con la boca llena aún salía de la cocina cuidando de no romper la
quietud, ni espantar las moscas y bajaba atragantándome hasta la quebrada. En
el camino veía a Juan bajo la sombra de los naranjos durmiendo o haciéndose el
dormido. Sólo rompía su posición cuando tía Elsa o la sirvienta lo llamaban
para algún recado; terminadas sus faenas jugaba con mis primos fútbol o los acompañaba
a cazar torcazas hasta el anochecer. Yo no tenía el permiso de mamá para
ciertos juegos, es decir, jugaba con mis primos en la quebrada, pero después,
cuando Juan los buscaba para jugar, todos parecían olvidarme, entonces me
entretenía subiendo los árboles o persiguiendo a las gallinas, o simplemente me
tiraba en el pasto para ver pasar las nubes, hasta que llegaba la hora de la
cena donde tía Elsa nos reunía para contarnos historias de fantasmas. Juan y
María terminaban asustados, mis primos se reían de ellos, yo trataba de no reír
porque Juan tampoco lo hacía.
A veces pienso que él sabía que yo
entraba a su casa cuando él dormitaba bajo los árboles. Corría y de varias
zancadas me trepaba por su ventana. Era un mozo estirado para s edad que acataba
las órdenes de mi tía con una sonrisa. Adentro, me entretenía mirando los
recortes de mujeres que tenía pegados a la pared. Nunca había visto a nadie
desnudo y esas mujeres sonrientes no parecían malas, como decía mamá cuando
pasábamos por el quiosco de la esquina.
Una tarde de esas, me dirigí a la
quebrada cuando el chapoteo del agua me sorprendió; era Juan. Cruzaba con
amplias brazadas las orillas ostentando su desnudez. Parecía que él no me había
visto aun cuando salió del arroyo y advertí cómo su cuerpo brillante al sol
estaba cubierto de vellos que sombreaban su piel morena terminando en una mata
junto al sexo. El agua aun corría por su piel cuando comenzó a vestirse. Para
entonces su mirada encontró la mía, que paralizada no podía desprenderme de su
imagen; luego de sonreírme, se alejó. El desasosiego me siguió en todo el
trayecto de vuelta a la casa. Llegué junto con él a la casa, le sonreí porque
creí que ya éramos amigos, pero como siempre, él me hizo poco caso. En los días
que siguieron, la idea de Juan saliendo del agua se repetía una y otra vez en
mi mente, haciéndome sentir un raro cosquilleo que me duraba hasta la noche, ya
en mi cama, cerraba los ojos para evitar recordarlo. Como la cotidianidad de la
vacación no había sido alterada, la pereza y la soledad comenzaron a
fastidiarme; aún no conseguía jugar todos los juegos con mis primos y era peor
cuando Juan los buscaba. Eso me dolía un poco y corretear a las gallinas no me
pareció más interesante.
Una de esas tardes aburridas, volví a
la cocina robarme otra salchicha. Había mucho silencio, aunque el zumbido de las
moscas me advirtió que no todo era quietud. Fui bajando agrandes zancadas la
pendiente que llevaba a la casa de Juan e iba a entrar por la ventana, cuando
el rumor de jadeos atropellados me paralizó. Pegada a la pared y con el corazón
disparado por la curiosidad vi que dos cuerpos desnudos se separaban. Juan me
descubrió enseguida y con una sonrisa cómplice se quedó lánguido sobre su
lecho. No recuerdo si devolví la sonrisa, sólo sé que hui de esa casa después
de ver cómo apoyaba su cabeza en los grandes senos de una de sus figuras de
papel y ella sonreía feliz.
Pasé los días rondando a María al
sentarme en el umbral de la cocina, me moría de ganas de preguntarle qué estaba
haciendo en la casita de abajo, a veces pienso que se había la zonza mientras
molía la yuca y se escudaba en tía Elsa al llamarla a la cocina, eso me
irritaba tanto que necesitaba sentirme cruel con alguien, entonces iba hasta la
orilla de la quebrada a descuartizar sapos o a despedazar hormigas: sólo así
cambiaba de humor. Regresaba con la esperanza de haber descontad los días para
que se terminaran las vacaciones y volver a la ciudad.
La tarde en que creí que todos dormían,
bajé a la quebrada y anduve pateando piedras y rumiando mi soledad y mi
desprecio. La melancolía me dio el valor de meterme al agua, desnuda. Hacía
mucho calor y el contacto con el agua fresa me relajó, me dejé llevar por la
corriente y por mis pensamientos cuando un leve chapaleo me hizo abrir los
ojos. Vi a Juan que se acercaba lentamente y comencé a temblar sin razón
alguna. Sonriendo puso sus manos callosas bajo mi cuerpo y enseguida me hizo
resbalar sobre su cuerpo desnudo. – No tengas miedo, ¿querés jugar? Ahora
seremos amigos- le oí decir al tiempo que me sacaba del agua y me hundía en su
vientre empujándome hacia la playa. Lo que pasó después no sabría contarles,
pero el contacto con la aspereza de sus manos fue mágico. Reaccioné más tarde
con el sol abrazándome el cuerpo. Tenía mucho miedo porque Juan había jadeado
idéntico al ruido que escuchaba en casa. No sé por qué no lloré; me lavé y me
vestí, sintiendo mucha angustia interior.
Al llegar, la sirvienta presintió algo
pues fue a llamar a mi tía, alarmada; ambas me llevaron hasta mi cama
preguntándome qué me había pasado. Cuando iba a responder, tía Elsa comenzó a
regañarme por comer tanto, me dio una palmadita en el vientre y me arropó pues
yo tenía mucho frío. Cuando pregunté por Juan, la sirvienta contestó que se
había ido a jugar con mis primos. Yo sonreí feliz pues ahora todo iba a ser
diferente.
Aquel final de vacaciones disfruté de
los baños en la quebrada, siempre que mi tía los ignorase, y de la compañía de
Juan que ahora sí quería siempre estar conmigo.
Cuando mamá me llevó por la senda de
los jazmines de regreso a casa, volví la cabeza para despedirme de todos, había
disfrutado mis vacaciones y, por fin, Juan también era mi amigo…
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Beatriz Kuramoto: Santa Cruz de la Sierra, Bolivia (1954 – 2004) Cuentista; estudia Odontología en Brasil. Forma parte del Taller del Cuento Nuevo, dirigido por Jorge Suárez. Participa en varias antologías y colecciones de Cuentos tales como “Narrativa del Trópico Boliviano” de Keith John Richards; “Fuego en Los Andes” de Kathy Leonard. Es coautora del libro de poemas “Juego de tiempos” con Amalia Estela Bringas. En vida dictó cursos y talleres literarios.
Biografía de la autora: Taller del Cuento Nuevo, Narrativa del Trópico Boliviano e Internet.
Fotografía de la autora: Blog del Diccionario Cultural Boliviano, de Elías Blanco Mamani, www.elias-blanco.blogspot.com
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"El secreto de la inocencia" pertenece a la colección "Narrativa del Trópico Boliviano" de Keith John Richards. La Hoguera Editorial, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2004.
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