Darwin Pinto Cascán - De cómo un pollito me volvió ateo - Primera parte

 


Yo tenía siete años y un pollito y quería ser veterinario como Noé.

         Yo quería ser veterinario y tener un barco grande como el que tuvo Noé, para navegar por el mundo inundado, sobre montañas submarinas y mucha gente ahogada comida por los peces.

         Entonces yo creía que Dios me hablaba en los pensamientos, pero la primera vez que esa voz celestial en mi cabeza me dijo: “Mata a tu madre”, me asusté mucho y supuse que alguien que le dice eso a un niño que soñaba con ser veterinario, no podía ser Dios. O tal vez sí lo era; total, si Él había creado el universo universal, bien podría hacer lo que le diera la gana y decirle a un chico como yo algo como eso. Ya me encargaría yo de cumplir su mandato.

         A Wilfredo (así se llamaba el pollito) me lo había regalado mi padrastro comunista en uno de los viajes de mi madre al campo para verlo y para hacer chiqui-chiqui con él, mientras a mí me mandaban como si fuera un tarado a sentarme a la orilla del lago donde mataba el tiempo pescando unos bichos que además de feos a la vista, eran feos si uno se los quería comer crudos.

         Wilfredo era un pollito de buenos modales y sentimientos de héroe de revistas; un animal buena gente que quería ser un gallo famoso, con plumas brillantes y cresta roja sin parásitos para impresionar a sus novias que lo haría papá sólo si él las llegaba a querer. Eso, para que las gallinas de su vida no cometan el error de mi mamá que hizo papá a un hombre que no la quiso nunca. Yo le conté eso y él se quedó callado. Por eso, de pollito, Wilfredito no pensaba en chicas, lo haría nomás de grande, cuando cante y camine como una estrella de cine. Eso me dijo la primera vez que lo vi en la estancia de mi padrastro comunista, mientras mi mamá y él hacían chiqui-chiqui gritando groserías que después ella me decía que yo no debía repetir. Wilfredo me dijo eso de que sería actor de cine con su voz de pollito y yo lo alcé con harto cariño entre mis manos, pero, en ese mismo instante, tuve que voltear de una patada con mis zapatos nuevos a la mamá gallina que venía con ojos histéricos a sacarme las tripas para recuperar a su hijo. “Te voy a sacar las tripas si no soltás a mi Wilfredito”, me dijo como loca la gallina, mientras venía hacia mí levantando polvo con paso de ferrocarril y con las plumas del cuello erizadas para verse más grande. Yo la pateé y sentí lo mismo que debía sentir el grandote que siempre me golpeaba en la escuela, pero a mí no me gustó lo que sentí y me dieron ganas de llorar. Yo no le dije después de patearla: “Me vas a dar tu plata del recreo y si le decís a alguien, vas a ver a la salida”. Pensé por un rato si mi mamá hubiera hecho lo mismo que la gallina si Wilfredo fuera un pollito gigante y me levantara entre sus alas para acariciarme la cabeza con alguna de sus plumas. Yo creo que haría lo mismo, pero solo si ese hombre que la hace gritar malas palabras no estuviera cerca. Una vez mamá golpeó mucho a una mujer, que era la dueña de la casa en la que vivíamos, sólo porque esa mujer me gritó algo feo para que yo saliera de la ducha común que compartían los inquilinos de la casa y, tuvo la mala idea de terminar su grito con la frase: “Bastardito de mierda”. Entonces, mamá salió de nuestra pieza y derribó a la mujer de un puñetazo y yo le die que no pelee porque igual yo ya había terminado de bañarme solo por primera vez y no le había dicho nada para darle la sorpresa. Esa misma noche nos echaron y mamá tuvo que irse conmigo a vivir al hospital donde era enfermera suplente y, desde entonces, iba casi todas las semanas a la estancia de este nuevo padrastro para gritar y para dormir con él, todo para ahorrarnos el alquiler y para que la gente de la ciudad no le pregunte por mi papá.

         Después de patear a la gallina, yo acariciaba a Wilfredo casi hipnotizado por esa especie de gamuza amarillita que le cubría su cuerpo de pollito y que, pronto, se convertirían en plumas brillaaaaaantes que lo definirían como un “ave”, según la explicación de un diccionario que mi madre me había regalado con plata de mi padrastro por ser yo un buen estudiante. Era buen estudiante por una cuestión de supervivencia ya que, al mínimo indicio de una mala nota en la escuela, ella me partía la cabeza a palazos en la calle, o donde sea. Exagero un poco, la verdad es que ya no recuerdo esas palizas, pero conservo las cicatrices. “Si en la escuela te preguntan por esa herida en la frente, les vas a decir que te golpeaste en la mesa. Sí, mamá. Y no contés a nadie cómo vivimos. No, mamá. ¿Sabes que te quiero? Sí, mamá. ¿Sabes por qué te dejo encerrado? No mamá. Pues te encierro, no para que llorés hasta quedarte dormido, como suele pasar, sino porque sin mí, el mundo te va a matar. Sí, mamá. ¿Me querés como yo a vos? La quiero como de aquí al cielo, mamá”.

         Wilfredo era amarillito y tenía una bonita raya negra que le subía desde la base del pico entre los ojos, le pasaba por la cabeza y seguía por la espalda hasta casi llegar a la colita, como si esa línea fuera una viborita de peluche sin dientes, pero con boca para besar. Yo quería a Wilfredo porque él dependía de mí para vivir, y yo me sentía bien ayudándolo a crecer mientras yo mismo crecía con él. En la estancia de mi padrastro nuevo corría detrás de mí con sus pasitos cortos, siempre diciendo: Pío, pío, que en lenguaje de pollitos quería decir: “No te hagás el loco y dame de comer”.

         Después de la paliza a la mamá gallina (que renunció a él después de que le dije que yo haría de su hijo un pollo de mundo), me llevé a Wilfredito al cuartito de alquiler que mi madre había conseguido en la ciudad, después de que en el hospital le dijeran que eso era un trabajo y no un lugar de caridad.

         Todo el viaje de vuelta a la ciudad en un camión cisterna que llevaba petróleo, Wilfredo se fue durmiendo entre mis manos, sin molestar a nadie. En el cuartito de alquiler alimenté al pollo, lo cuidé y juré, por la mamá de Bambi, que jamás me alejaría de él.

         La primera noche conmigo, lo acosté en mi cama, junto a mi cabeza, donde se durmió diciendo en mi oído: Pipi pi pi pi… pipi pipi pii… pipi pipi piii. Lo que en lenguaje de pollitos quería decir: “No sé si me cago en tu cama. Soy un pollo y las camas limpias nos vale madres porque no sabemos para qué sirven, ni tenemos letrinas para pollos. No digás que no te avisé”. Qué se yo qué más decía el pollo. Era locuaz y me hacía sentir acompañado.

         A la mañana siguiente, cuando desperté, no vi a Wilfredo. Mi madre me había dejado encerrado de nuevo y se había ido a su empleo de enfermera, de modo que no había a quién preguntarle qué había pasado con el pollito. Desde mi cama lo llamé a gritos, pero cuanto me levanté por completo, vi a Wilfredo muerto, hundido en el colchón justo en el sitio donde había estado mi espalda. El pollito tenía una macabra mueca de terror en sus ojitos abierto y yo creí que su último pensamiento había estado dirigido a mí, y que me había dicho: Pi pi piipipi, o sea: “Vengá mi muerte de alguna forma porque sé que no queriéndome matar, lo hiciste. ¡Ah! Y perdón por cagarte la cama”. Ese había sido su último pensamiento.

         Tenía sus alitas crispadas, como si hubiera luchado con todas sus fuerzas para sacarme de encima de él. Hasta ese momento, yo nunca había sentido un dolor así, pero no fue por eso que me hice ateo, fue por lo que pasó después…

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De cómo un pollito me volvió ateo – Primera parte” es publicado con la autorización del autor. Podrá ser retirado de este sito a simple requerimiento del mismo.

De cómo un pollito me volvió ateo – Primera parte” forma parte de la colección de cuentos “El colmo de la infamia” de Darwin Pinto Cascán, Grupo Editorial La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 2009.

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Biografía del autor: *

Darwin Pinto Cascán (Santa Cruz de la Sierra, 1978) es Comunicador Social, docente universitario de pre y posgrado, periodista, editor de medios escritos, escritor, además de fan de la historia y del mate.

Es autor de las novelas Sabayoneses (2010), La máquina de Aqueronte (2011) y Sayonara Honey (2022) finalista del Premio Azorín de Novela 2020 (España). Estas tres novelas conforman la saga de la familia Drake. Es también autor del libro de cuentos El colmo de la infamia (2009) y es ganador del Premio Nacional de Cuento “Carmelo Cuéllar”.

Darwin Pinto Cascán ha ganado también el Premio Nacional de Periodismo (Bolivia) y ha obtenido menciones especiales en el Premio Internacional de Periodismo “José Martí” (Cuba) y el Premio Nacional de Crónica Periodística “Pedro Rivero Mercado” (Bolivia)

*Extraída de la solapa de su reciente novela. “Sayonara Honey”.

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