Aunque uno
no lo quiera, a veces se enclaustra. Y uno piensa, y uno recuerda, y como
siempre, siente hondamente. Es que, finalmente, es bueno esto de ser
sentipensante. En ese orden, que es el humano. La memoria, esta característica
de los que hemos vivido, se viene con su aluvión de recuerdos: amores, libros,
música, cosas simples. Esas simplezas que tejen la compleja coreografía de la
vida que no se entrega, aunque sus diseños ya no sean tan vigorosos. El peso de
los años que intenta hundirnos, pero el corazón es, todavía, un nadador
magnífico en el río caótico del tiempo. Y así seguimos soñando, seguimos
deseando. El deseo, junto al amor, motores poderosos de la vida, saltos
potentes hacia el futuro, aunque estén enraizados en el pasado.
Y así, en
desorden, me invaden, por ejemplo, melodías. Yo que tanta música escuché, soy
asaltado en este momento por la voz de Mercedes Sosa, poesía que es música. Y
la dejo jugar en mi emoción, aunque por un instante me haya preguntado por qué
no fueron Mozart, Bach, Rachmaninov, Brahms o Perderecki. Así es, así lo quiso
ahora la sed profunda de mi alma, que sabe siempre de qué agua habrá de beber.
Se me viene también un poema de Whitman con su sencillez arrobadora, a pesar de
que me interrogue, a qué se debe que no hayan sido Baudelaire, Rimbaud,
Verlaine, Prévert, o Tejada Gómez, o Vinicius de Moraes, o Jaime Sáenz, o
Alejandra Pizarnik. Por qué no aquellos antaño tan amados, Marcos Ana, Nazim
Hikmet, Guillén, Miguel Hernández, Quevedo, Franz Tamayo, Machado, Goytisolo,
Borges y tantos otros. Pero me invadió Whitman con su alegría, con su
inclaudicable esperanza, y me alegro por ello.
Un amor, de
tantos, se me viene a la cabeza. Es el más humilde, el más desheredado. El que
aguantó en silencio la negación y el infortunio, pero que, como debe ser,
ansiaba la plenitud que no pudo conseguir. Y entonces, se fue. Se evadió como
el globo rojo que se escapa de la mano de un niño, y vuela y asciende, asciende
hasta estallar ardido por el sol negro que posibilita la noche del olvido. Y
queda apenas el contraluz del cielo que habilita la presencia del infinito que
es también la nada, esa nada muy llena de todo, de todo dolor, de la suma
apabullante de los pesares. Y aquí estoy, sumido en el desconsuelo que traté de
esquivar. Su luz, como la de un astro muy lejano, parpadea junto a las
estrellas impávidas y ajenas a todas las congojas. Pero allí está. Yo la veo,
yo la siento, yo la sufro, aunque no lo quiera, en este enclaustramiento. Y el
corazón sigue nadando en el mar inclemente de la vida.
Claro, está
la música de Mercedes Sosa, está Walt Whitman pidiéndome que “no termine el día
sin haber crecido un poco”, asegurándome que yo, también, “puedo aportar una
estrofa”. Es la voz del poeta, de los poetas, lo que viene en mi rescate. Yo lo
sé, yo que intento hilar palabras para delinear la trama de mi historia. Para
contarla y que ilumine a alguien, para que esa luz me salve a mí mismo. Aquí
estoy, escribiendo desde el claustro, contándome y contándoles esta vivencia
íntima, en la pretensión de generar la luz, de obtener una guía para los días
que me restan. Lo demás, tantas otras cosas y circunstancias por las que
atravesé, pueden empezar a ser olvido.
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