Nadie oyó en qué
momento se cayó Bicente. Simplemente apareció ahí, al amanecer, tirado en la
jardinera que dividía en dos la avenida de la Costanera. Cuando aparecieron los
periodistas para cubrir la noticia, todos los vecinos de la zona que fueron
entrevistados juraron no haberse percatado de la mínima señal de enfermedad ni
decaimiento en los días precedentes. Y todos decían la verdad. Lo que no decían
era que, en realidad, habían aprendido a ignorar a Bicente, creyendo ellos, así
como sus padres y sus padres antes que ellos, que también tendrían la
oportunidad de enseñar a sus hijos y nietos a hacer de cuenta que este árbol
centenario no estaba ahí. Es más, no fue sino hasta que se cayó que se
enteraron que tenía un nombre.
Sin embargo, al
verse confrontados con docenas de cámaras y reporteros ansiosos por cumplir con
la cuota requerida de noticias para el día, a los entrevistados no les resultó
muy difícil colocarse sus caras de más genuina consternación ecológica y
compasión por el medioambiente. Tener un micrófono tan cerca de la boca
despertaba al demagogo interior que todos llevan dentro y, así, a improvisar
toda suerte de discursos de indignación en contra de autoridades anónimas que nadie
recordaba haber elegido. Y los reporteros, agradecidos por la gran cantidad de
metraje, testimonios y tomas de distintos ángulos – materia prima de poco valor
noticioso que, con la debida edición, elección de música dramática compuesta
por inteligencia artificial podría parecer un documental de la BBC narrado por
nada más ni nada menos que Sir David Attenborough – se retiraron con la promesa
de hacer seguimiento a la muerte del Gran Bicente, el único testigo documentado
que había visto la fundación de la ciudad dos siglos atrás.
Debo confesar que
yo, a pesar de haber pasado por ahí durante casi dos décadas al ir y regresar
de mi trabajo, antes de ser una de tantas empleadas despedidas en la primera
ola de una masacre blanca proclamada por una junta de varones extranjeros, nunca
le presté atención tampoco.
No fue sino hasta
verlo en el suelo, como un animal atropellado, sus ramas caídas y con su enorme
tronco partido casi al nivel del suelo, sus raíces levantando el césped y sus
racimos de diminutas perlas color rosa furioso esparcidos en el césped de la
jardinera, que me di cuenta de lo que había pasado. Solo me enteré de su nombre
al regresar a casa y verlo en la televisión: pensé que se trataba de un error
de ortografía, como los que suelen aparecer con cada vez más frecuencia en los
programas informativos. Pensándome sola, comenté en voz alta, sin saber que
Agus estaba parado detrás de mí, viendo la noticia.
“No está mal
escrito, mamá, así se llama… llamaba… el arbolito,” me dijo. Su voz
notablemente más tímida que de costumbre. O tal vez era una nota de tristeza,
pensé.
De inmediato me
vinieron fragmentos de memoria: pedazos de noticias entremezcladas con imágenes
de presentadores de televisión anunciando que se había perdido un anciano pero
que habían encontrado un perrito; que se acercaban los carnavales y que hubo
una tragedia en la carretera; reporteros entrevistando a familiares dolientes
en vivo durante un servicio funerario mismos que, segundos después, cambiaban
de noticia y se ponían a bailar salay, meneando frenéticamente las colas de sus
sacos finos mientras zapateaban al ritmo de la música, segundos antes de ir a
un corte publicitario que anunciaba que la esencia de la felicidad se hallaba
en agua carbonatada negra, endulzada con toda suerte de cancerígenos. Sé que,
en algún momento de ese despliegue desinformativo, tal vez mientras yo
preparaba el almuerzo o metía a alguno de mis hijos a la ducha para lavarles
las ocho capas de lodo que habían arrastrado a casa luego de uno de sus
partidos de fútbol, oí que un árbol recibió un reconocimiento por ser el más
antiguo de la ciudad durante una ceremonia que conmemoraba el bicentenario de
la urbe.
Recuerdo haberme
preguntado si tenía algún tipo de sentido condecorar un árbol simplemente por
haber escapado de la tala cruenta que había ayudado a convertir nuestra ciudad
en la tercera más pujante del país. ¿Cómo exactamente se lo galardonó? ¿Se le
clavó una plaqueta que, con el tiempo, dejó el paso abierto para que toda
suerte de hongos corrompieran el tronco? ¿Se le colgó una medalla de latón
dorado y barato en la copa? ¿Se le había entregado una de esas láminas de
acetato vidriado que las autoridades electas suelen intercambiar entre ellas en
cada oportunidad que tienen, como reconocimiento vacío que da la impresión de
que realmente hacen algo útil con su cargo? ¿O habrá bastado una simple palmada
en el hombro y algunas palabras, como “Buen trabajo, Bicente, sigue así otros
dos siglos y te daremos la llave de la ciudad”
Yo había asistido
a suficientes ceremonias de este tipo cuando todavía tenía un trabajo, durante
mis años de mujer soltera y económicamente independiente como para imaginarme
cada detalle de la ceremonia de condecoración del pobre molle que ahora se
encontraba en primera plana de todos los periódicos y era la más sensacional noticia
de los informativos de medio día. Y es que era una noticia segura, que afectaba
a todos sin alterar el status quo y no ofendía a nadie, al menos a nadie en el
poder. Todos temían, por ejemplo, entrar en detalles en el hecho de que un
directorio de europeos podía despedir a más de un centenar de mujeres
profesionales en el país en cuestión de minutos, como había ocurrido
recientemente. Una noticia así podría arruinar el desayuno de miles de familias
locales y nadie quería eso.
Y ahora nos vamos a cámara móvil uno para cubrir el
concurso de tortas en la zona norte. Armando, te escuchamos.
Mi experiencia
laboral no solo me había puesto en el radio interno de la luminaria que
brillaba sobre toda celebridad local y nacional, sino que me había dotado de
una elocuencia casi sobrenatural que me permitía improvisar al vuelo discursos
sentidos capaces de distraer a cualquier público del hecho que la imprenta no
había iniciado siquiera a producir el libro que supuestamente se debía
presentar esa noche o el conferencista no podría llegar porque se hallaba
debajo de la mesa de algún bar en la ciudad, si es que no acababa de ser
discretamente arrestado por alguna malversación que nunca llegaba a mencionarse
en periódico alguno. Así, no solo conocía en persona a todos los periodistas y
aspirantes a periodistas en el medio, sino, también, todas las fórmulas de
protocolo, las palabras claves que predeciblemente aparecían y reaparecían en
todas las alocuciones como recaídas de malaria, así como los 43 músculos
faciales que debían movilizarse al inicio, medio y final de cada perorata
interminable, cuando la gente decidía, por reacción colectiva espontánea,
aplaudir por si acaso alguien había dicho algo relevante, cosa que rara vez
sucedía.
Además, mi trabajo
había creado en mí una suerte de piloto automático que se activaba en el
momento en que presentía el inicio de un flujo de verborrea, una reacción tan
instintiva y veloz como la que me permitió, durante décadas, bloquear
exitosamente la mano reumática más atrevida del ginebrino decrépito que estuvo
a cargo de despedir a 155 mujeres a nivel nacional con tan solo un movimiento
de bolígrafo. Y yo encabezaba la lista, claro. Yo y mis malditos reflejos
ninja.
Una pequeña mano
pegajosa me jaló de la falda, interrumpiendo mi cadena de pensamiento y
arruinándome de forma permanente mi falda, el último recuerdo institucional que
me había quedado de lo que parecían décadas atrás. Agustín había aprovechado
que estaba concentrada en las noticias y mis recuerdos de cuando tenía un
sueldo fijo, y vaciado medio tarro de mermelada de frutilla a mano limpia. Reprimí
el regaño al ver los ojos llorosos de mi hijo. Le tomé del mentón para mirarlo
más de cerca. Había momentos en que no necesitábamos hablar, él y yo, instantes
que frecuentemente asustaban a los que nos veían coordinar movimientos y
respuestas como si fuéramos bailarines en una compleja coreografía ensayada
durante años.
¿Quieres ir a verlo, verdad? Le pregunté con
la mente.
Sí, Ahora, por favor. Me respondió con los ojos.
“Me cambio y voy”,
le dije, con mi voz más calmada.
Perdón por tu falda, mami.
Me di le vuelta antes
de entrar a mi dormitorio y señalé a la indeleble marca que había dejado en mi
último pantalón fino.
Me diste el motivo perfecto para deshacerme de este
trapo. ¡Gracias!
Cuando llegamos,
la jardinera se había convertido en una feria inconcebible.
Varios vendedores
habían aparecido por generación espontánea, tal como se solía creer en el
medioevo que las larvas de mosca surgían milagrosamente sobre la carne podrida.
Estos comerciantes se habían apoderado de cada centímetro de la jardinera y
calles aledañas. No les importaba que sus aparadores se hallaran encima de las
camas de flores. Incluso llegaron a instalarse en medio de la calle, donde
bloqueaban el tráfico haciéndose a la vista gorda ante los conductores
furibundos. Sus mesas y estantes de venesta y calamina exhibían toda suerte de recuerdos
centrados en Bicente: remeras impresas; tazones con fotografías en blanco y
negro del molle en sus años más mozos; llaveros baratos; CDs con fotos del
árbol y un millón de luces LED, capaces de inducir un ataque de epilepsia a
cinco cuadras; mercadería creada en tiempo récord. Incluso había fotógrafos que
ofrecían a los visitantes tomarles fotos al lado del tronco partido del único
árbol que recordaba la fundación de la ciudad.
Un vecino armado
de motosierra, guantes de cuero y gafas protectoras en la frente hablaba con un
reportero, recontándole la infame parábola del árbol generoso:
-
“… y cuando se hizo viejo aquel muchacho que había tomado sombra bajo sus
ramas, volvió a visitar a su amigo árbol. Años atrás el arbolito también se
había sacrificado para regalarle toda su madera para que el muchacho pudiera construirse
su casa, así que ahora no era más que un tronco muerto. El árbol le dijo
entonces que le daba pena que no le quedaba nada más que regalarle, así que el
viejito usó su tronco como banquito para sentarse. Así que eso voy a hacer, voy
a cortar sus ramas más gruesas y construiré bancos para toda mi familia para
recordar a Bicente…”
Agustín y yo
quedamos absolutamente paralizados ante la escena, pero lo que más nos
horrorizó fue el descaro de aquel hombre listo para hacer madera de lo que,
para él, no era más que un árbol caído cualquiera.
Sin siquiera
mirarnos, mi hijo y yo nos tomamos de la mano y nos dirigimos directamente
hacia donde se encontraba el entrevistado. Algo habría tenido la expresión de
mi cara que hizo que el vecino con la motosierra palideciera cuatro tonos y se
quedara a media palabra, con la quijada abierta.
El reportero se
dio la vuelta y también me vio. Como poseída de vista de rayos X, pude ver cómo
los engranajes de su diminuto cerebro empezaban a girar y levantar –
metafóricamente, claro-, una nube de polvo acumulado por años de desuso.
Conocía al reportero, un regordete hombrecillo hirsuto de piernas cortas y
rostro decididamente bovino que todavía vivía con su madre – a pesar de odiarla
con cada fibra de su corazón, como solía confesar mientras se tambaleaba luego
de haber vaciado varios vasos de vino barato de vernissage–, pues acostumbraba
a frecuentar todas y cada una de las ceremonias y presentaciones que yo solía
organizar hace años, cuando todavía tenía trabajo. En ese entonces, el pobre
andaba pendiente de cada paso mío y demostraba una deferencia desmedida pues
creía que eso le garantizaría un puesto en la mesa de mis eventos, aunque fuera
una que estuviera más cerca del baño que del podio. Desde mi despido, el
hirsuto dejó de saludarme siquiera. Sin embargo, ahora, al encontrarnos ante el
árbol caída, noté en su mirada que me reconoció. Tal vez por eso cometió el
error de ofrecerme el micrófono.
De repente, sentí
aflorar mis viejos instintos. Cuadré los hombros, saqué el pecho, levanté el
mentón y me sacudí el pelo. Iba a enseñarles a todos estos oportunistas de lo
que yo era capaz. Tenía en la mano, al fin, luego de tantos años, la
oportunidad de verbalizar todo lo que tuve que reprimir: la humillación del
despido repentino, la escolta innecesaria de los guardias a mi oficina para
supervisar que no me llevara nada que le perteneciera a la institución, la
amenaza nada velada de utilizar sus extensos recursos financieros si yo llegaba
a provocar el mínimo disturbio. Tomé el micrófono. Miré alrededor mío. No
cantaba ni un pájaro. Vi a Bicente ahí, en el medio. Sentí en mi mano la mano
aún pegajosa de mi Agustín. Sus ojos, yo sabía, estaban al borde del llanto, al
igual que los míos. Aclaré mi voz y dije, de la forma más articulada y
elocuente posible:
“Quiero
presentarles a uno de los amigos más cercanos de Bicente, mi hijo Agustín. Él
tiene mucho que decirles y creo que todos ustedes deben escuchar con mucha
atención.”
Le puse el
micrófono en la mano todavía cubierta de mermelada y me hice a un lado.
****************************************
Jackelinne
Scarlett Mejía Arias
Licenciada en
Ciencias de la Educación en la Universidad Mayor de San Simón. Cuenta con
Diplomado en Docencia en educación universitaria, con Maestría en Literatura
Comparada Boliviana y Latinoamericana y formación en Bibliotecología. Trabaja
en la gestión, promoción, difusión y enseñanza de la literatura desde 1998.
Ganadora del Premio Municipal de Ensayo 2021 "Sara Ugarte de
Salamanca" convocado por la Honorable Alcaldía Municipal de Cochabamba.
Docente universitaria, mediadora de la lectura para fomentar el hábito lector,
la escritura, el análisis y el pensamiento crítico a través
de la literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario