Ariel Flores - La negación del mal

 

Pocas cosas viajan grandes distancias solo para demostrarnos lo vulnerable y frágil de nuestra condición humana, las demás las encontramos al paso.

 

Cuando el virus nació en algún lugar lejano y extraño al otro lado del mundo, los habientes de una de las ciudades más altas de esta parte de la región andina, estaban afanadas con los preparativos para las fiestas de navidad y año nuevo.

 

Cuando la mayoría se recuperaba de la reseca que dejaron las fiestas de carnavales, la enfermedad llegó inevitablemente a este inhóspito país y entró por la pequeña y fría terminal del aeropuerto internacional. Desde luego nadie la esperaba, era el tipo de visita indeseada e inoportuna, como aquella que se presenta en la puerta de entrada, con una sonrisa fingida y una biblia en las manos.

 

Pero finalmente llegó y, en poco tiempo, se propagó vertiginosamente por todo el país de forma expedita y silenciosa. Las primeras en sentir sus efectos fueron las ciudades, aunque fue cuestión de tiempo para que también las comunidades se contagiaran, ninguna sería discriminada, el virus era el gran igualador.

 

En las ciudades se hablaba de la pandemia, desde las grandes oficinas burocráticas hasta el rincón más íntimo de un motel. Sin embargo, había una diferencia claramente marcada: el mal estaba enquistado en la cabeza de los citadinos con una curiosidad cercana al miedo y, en algunos casos, hundidas en el terror.

Vivían cotidianamente bajo el convencimiento de un final al estilo de una telenovela, con un final feliz y con una lección aprendida, pero, conforme pasaban los días, el virus se devoraba los pocos momentos de certidumbre y esperanza. La ciudad se movía pendularmente entre la desesperación y el pánico.

 

En cambio, en las comunidades rurales el virus llegó como rumor malagüero, se expandió como chisme, y finalmente, terminó en noticias tediosas y odiosas.

 

En un pequeño cantón llamado Chiarumani, la mayoría de los comunarios y pobladores gustaba de hablar sobre lo que pasaba en las ciudades, con ese tono entre resentido y burlón que tienen aquellos que hablan de un familiar despreciable con el que se aprende a convivir. Siempre empezaban por la cantidad de contagios, las curiosas medidas de seguridad, el miedo generalizado, la invisibilidad de los muertos; para terminar, hablando, porfiadamente de la invulnerabilidad de la raza, las bondades de la medicina tradicional, la distancia que los separaba de los males de la ciudad, entre otras alucinantes razones.

 

Por muchos días y noches, fueron los temas que reunieron a las familias alrededor de una cálida cena, en una reunión comunal, en las ferias campesinas, en la plaza central o en la tienda de la esquina. El tema del virus estaba en todo. En tanto que los citadinos padecían y veían crecer el mal a cada día, en la mayoría de las comunidades el mal, simplemente, era negado.

 

Se trataba de una cuestión cultural en la forma de concebir y comprender la vida y sus problemas. La pandemia los llevó a una simplificación que solo admitía dos posibilidades como únicas opciones inmediatas y fáciles ante esa situación desconocida: la aceptación o la negación.

 

Aceptar la existencia de un peligroso virus implicaba una serie de obligaciones que debían seguirse estrictamente: cuarentena, confinamiento forzado, salidas restringidas, prohibiciones para trabajar, festejar, reunirse, transitar, en suma, un cambio radical en la “normalidad”. En cambio, negar la existencia de aquella enfermedad era más fácil, cómodo y conveniente. Consistía en hacer nada. Vegetar y seguir la rutina: despertar, comer, trabajar, fornicar, dormir. Al unísono y sin ningún sobresalto.

 

Las comunidades no creían en aquella rara y desconocida enfermedad. Como no creyeron en la influenza o en el sida, a menos que la padecieran en primera persona o la vieran devorando poco a poco la vida de un ser querido y cercano. No creían en la cantidad de enfermos y contagiados, aunque muchas autoridades y funcionarios policiales y médicos ya formaban parte de las frías estadísticas. No creían en los muertos que saturaban los hornos crematorios y las morgues, a pesar que los cadáveres se apilaban en las calles, en las entradas de los hospitales y cementerios.

 

Las comunidades adoptaban una lógica prematura frente a la pandemia: lo que no se podía ver, no existía; lo que no se podía sentir, no existía; lo que estaba lejos, no existía. La negación del mal dominaba en las comunidades, no por egoísmo, ignorancia o falta de empatía. La cultura andina era reacia y hasta desconfiada de la modernidad y sus consecuencias. Salvo por dos eventos que representaban una breve, aunque significativa diferencia: la llegada de las lluvias y las fiestas patronales.

 

La familia Riolobos (un apellido curioso para una familia originaria), era una de las más polémicas de la comunidad. Después de una generación nadie recordaba las verdaderas razones por las que cambiaron de apellido. A nadie importó tampoco, Era una familia tradicionalmente dedicada a la agricultura, pero también a otras actividades comerciales que, sin haberlo pretendido, las vinculó directa o indirectamente con el contrabando.

 

Los ingresos de aquella familia crecían, al igual que los rumores. Las mejoras materiales eran evidentes, al igual que las sospechas. El trabajo en el campo se redujo a su mínima expresión, el comercio ocupaba a casi todos sus miembros. Solo los ancianos se ocuparon de la tierra, los más jóvenes compraban mercadería y abrían tiendas. Como el dinero, el poder o la fuerza son los factores maximizantes de todos los vicios, no tardaron mucho en presumir que podrían ofrecer la más espectacular y recordada de las fiestas en honor al santo de la comunidad (desde luego un santo heredado de la colonia).

 

Como fue prometido, esta familia organizó una fiesta espectacular. Se construyó un galpón grande para los invitados y se habilitaron muchos cuartos para los residentes. La plaza central fue refaccionada, al igual que la iglesia y la casa el corregidor (otras dos herencias coloniales). Arreglaron el accidentado camino de tierra hacia la comunidad, limpiaron las calles principales y construyeron un baño público.

 

Se contrataron músicos y bandas de otras comunidades lejanas. Cocineras, meseros, personal de seguridad y ayudantes de diferentes lugares. Debido a restricciones en las ciudades, los camiones de cerveza nunca llegaron, pero los organizadores recolectaron lo suficiente de todas las agencias cercanas. La familia dispuso de vacas, ovejas y cerdos para la comida de los invitados y para todo el pueblo. No se reparó en gastos.

 

Asistió mucha gente. Toda la población estuvo presente, invitados de comunidades aledañas, autoridades comunarias, hasta el alcalde del municipio estuvo presente y muchos otros curiosos.  

 

Por cinco días de excesos y despilfarros, nadie mencionó absolutamente nada sobre la pandemia, el virus o la rara enfermedad. Ni siquiera les preocupó chocar con gente absolutamente desconocida. Brindar de la misma copa con las personas alrededor, estrecharse codo a codo en medio de bailes y gritos. La enfermedad no fue mencionada. Todos olvidaron lo que pasaba en el mundo y en las principales ciudades. Si hubo alguien que lo recordó, no lo dijo. Era un tema menor, insignificante, además de incómodo.  

 

Como dijo un filósofo español “el vino dio brillantez a las campiñas, exaltó los corazones, encendió las pupilas y enseñó a los pies la danza”. Después de cinco días de fiesta pagana, el vino había sido cambiado por cerveza y singani barato; las pupilas rojas y cargadas de cansancio; los pies llenos de barro y mugre. La fama de los Riolobos estaba garantizada, nunca los pobladores y las comunidades aledañas olvidarían ese apellido y a esa familia.

 

Pero no los recordarían por la fiesta que organizaron, por las bulliciosas bandas y orquestas, tampoco por la comida grasosa que los engordó durante cinco días, ni por la cantidad de alcohol que vaciaron en sus gargantas secas. Tampoco los recordarían por las risas, la alegría, las anécdotas o las atenciones que pudieron esforzar durante esos días. Después de la festividad, la familia Riolobos sería desdeñada y repudiada como la gente que propagó el contagio comunitario del virus y como la responsable de los lamentables decesos que se produjeron los siguientes días.        

 

La fiesta fue una invitación a la muerte. En cinco días el contagio abrazó a la mayoría de los que asistieron y con su aliento mortal llegó hasta los pulmones de los incautos. Adultos, jóvenes y niños fueron infectados por igual. La borrachera solo evitó una acción inmediata cuando empezaron a mostrar los primeros síntomas. La insuficiencia respiratoria fue confundida con un fuerte resfrío. El dolor de cabeza con la resaca. La fiebre con infección estomacal. Finalmente, el mal se impuso y comenzó a cobrar a sus primeras víctimas.

 

Muchos pobladores de la comunidad murieron en sus propias casas, cubiertos por diferentes hierbas y remedios caseros. Otros murieron en manos de yatiris y brujos que hacían su mejor esfuerzo para salvar sus almas de las garras de aquella malignidad. Algunos más afortunados despertaron en camillas improvisadas en una clínica privada de la ciudad, con un tubo que les raspaba el esófago y aguijaba los pulmones.

 

La tragedia llegó a su punto más alto cuando comunicaron la muerte de su principal autoridad municipal y la familia entera de este. Varios miembros de la familia que organizó la fiesta también murieron. A diferencia de la ciudad, en la que los hospitales y los cementerios no abastecían, en las comunidades el campo servía tanto para gran cosecha como para la cantidad de difuntos que se apilaban en su entrada.

 

Una tarde de noviembre, después de varios meses de confinamiento, empezó a llover y de los campos eriales solo se levantó una polvareda que, con ayuda del viento, se convertían en grandes sábanas de arena que se marchaban de aquella desolada comunidad. Tejados y calaminas viejas exhalaban vapores que desaparecían sutilmente en el aire. Las lluvias habían llegado y a las afueras de la comunidad, a no más de dos kilómetros de la plaza central, el nuevo cementerio de la comunidad empezaba a tomar forma.

 

Con la torrencial lluvia, se formaron pequeñas y numerosas corrientes de agua que desaparecían por entre los promontorios de tierra extendidos uniformemente a lo largo del camposanto. Poco a poco la tierra cedía y se asentaba, descubriendo la forma rectangular de cada una las fosas que guardaba en su interior los cadáveres de cientos de comunarios incrédulos.  

 

Más tarde, cuando la cura fue creada en otro lugar igual de lejano y extraño en el mundo, ciudades y comunidades ya habían aprendido a morir y a convivir con el mal. Porque de la misma forma que se acepta dócilmente la muerte, negarla no la impedía, solo la postergaba de forma inevitable.

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