Los reflejos de la memoria©
Andrés Canedo
Antes del episodio del cutuchi, tendría yo diez años,
me enamoré de una vecina rubia y de ojos celestes, con la que vivimos casi dos
años de amor primigenio, con la entrega absoluta e inocente a esos besos y
primeras caricias. Unos quince años después, ella fue muerta en combate con las
“fuerzas de seguridad”, pues tuvo el coraje y la certidumbre para comprometerse
en las luchas por los humildes. Pero eso, yo no lo supe hasta tiempo después,
cuando de regreso de la universidad, la muerte de mi primer amor era
comentario, en voz baja, en el pueblo.
Pero también, en los primeros años de la universidad, vivía yo en la
misma casa que “el tano”, que tenía pinta de querubín, que era hijo de un
anarquista, que se comprometió en la lucha, que me pedía que escribiera algunos
artículos para la revista de su partido, que se fue alejando, sin que yo
entendiera por qué (aunque lo sospechaba) y se cambió de domicilio, que a veces
volvía de visita a la casa, acompañado de una compañera que era más bella que
el sol. Como ambos éramos estudiantes de medicina, habíamos estado juntos en la
toma del hospital donde realizábamos prácticas. Cuando ingresó la policía,
logramos escapar por una de las paredes posteriores del nosocomio, y, una vez
afuera, él decidió volver a ingresar al mismo, trepando la misma pared, y allí
quedó por primera vez detenido. Un tiempo después, me entregó una valija para
que se la guardara (yo también ya vivía en otra casa) y más tarde murió, luego
de haber sido torturado, en un campo de detención. Pero eso lo supe mucho
después. Sin embargo, lo vi antes de su muerte, nos encontramos por casualidad
en una calle, intercambiamos pocas palabras, pues él dijo que no quería
comprometernos (yo estaba con otro amigo común, Luis) y nos dio un fuerte
abrazo, de esos que se dan sólo en las despedidas verdaderas. Entre sus medias
palabras, nos contó que había escapado de un centro de detención en la
Patagonia. La historia de la valija que me entregó el tano, que tuvo sus
consecuencias, es otra y la conté en mi libro Pasaje a la nostalgia.
Por esas vueltas de la vida, cuando salí bachiller, en
vez de ir directamente a la universidad, decidí ir a estudiar francés en La
Paz, Bolivia, con la intención de conseguir una beca a Suiza. Allí, con un
compañero de la Alianza Francesa, una noche de bohemia él me pidió que le
lleváramos una serenata a su novia y nos trasladamos, (yo supuestamente era el
artista, aunque tocaba la guitarra muy mal y cantaba peor), hasta la casa de la
muchacha. A pesar de lo malo del espectáculo, un racimo de muchachas, todas
bellas, salió a la ventana y la agasajada agradeció emocionada el gesto de
amor. Al día siguiente, mi amigo me pidió que lo acompañara a la casa de la
noche anterior, y me dijo, que como había visto, allí vivían un montón de
muchachas bonitas. Fuimos, la empleada doméstica nos dejó pasar, quedamos de
pie en un vestíbulo al que descendían las escaleras del primer piso, por donde
bajarían las chicas. En ese lugar, con el ángulo limitado que me permitía la
disposición arquitectónica de la casa, pude ver descender unas maravillosas
piernas de mujer y, a medida que continuaba el descenso, el cuerpo todo y
finalmente el rostro radiante y quinceañero que me reveló, en una deslumbrante
epifanía, el sentido de mi vida y mi razón de ser en el mundo. Allí se
manifestaba, entre resplandores de luz, el ser que amaría intensamente y que
sería mi compañera hasta que la muerte nos separe.
No sé por qué, pero esas imágenes y parte de sus
historias, han estado persiguiéndome estos días de pandemia en los que el
tiempo se estira. Así, desordenadas, sin relación una con la otra. Entonces me
pregunto por los misterios de la memoria. Algunos de los recuerdos que he
citado, se me presentan más bien como fotos y no como una película, la víbora
del baño, por ejemplo. Los otros sí, al estar influidos por la emoción, en
parte recuperada, discurren como un film, pero que, en esta circunstancia,
tiene cortes abruptos y también olvidos. Si me recuerdo viendo el descender por
la escalera a la mujer que amé, no recuerdo si mi amigo, estaba parado a mi derecha
o a mi izquierda. Recuerdo su rostro, sí, pero es el de la suma de una serie de
recuerdos, es su rostro en general, ese es él, pero no precisamente él en ese
momento. Este olvido, esas eliminaciones, tal vez, son lo que me permite
recordar con nitidez el rostro de la amada, su sonrisa, la intensa luz de sus
ojos, la expresión en su cara en el momento en que nos vimos por primera vez,
la sabiduría que, a partir de ese instante, se instaló en mi alma y que me hizo
saber que la amaría para toda la vida. Y no sé, si en esos instantes, pilotaba
yo mi alma u otra fuerza era la que me introducía en ese mar desconocido. Pero
sí sé, y desde entonces lo recuerdo, que, a partir de ese momento, sus ojos
guiaron el timón de mi vida, todo el tiempo que duró su presencia a mi lado. He
recordado esa escena centenares de veces a través de los años y, no obstante,
no estoy seguro, más que en sus hechos esenciales, de que mi recuerdo de hoy
sea precisamente igual, al de hace algunos años. Pero sí, la esencia se
mantiene, porque desde aquella luz de sus formas y de sus gestos, de esa
revelación progresiva en el curso de pocos segundos, sé que nació el amor.
Cosas similares podría posiblemente colegir de los
otros recuerdos que cité. En ellos hay memoria y olvido. Puedo recordar y
“ver”, la supuesta serpiente hamacándose a través de la ventana, pero no me
recuerdo a mí mismo, en esas noches, en ese tiempo. Sólo recuerdo la sensación
en mí. O sea, que la emoción permanece más que las formas, que los rostros, que
fragmentos de la biografía. No tengo tampoco ninguna idea del porqué esas
memorias me han venido persiguiendo estos días. He intentado, con muy poco
esmero, el resolver su causa y he abandonado ese propósito. Pero allí están y
así las cuento. Tal vez sean los breves tiempos muertos de este encierro de
meses, los que, por algún mecanismo misterioso, me las trajeron de ese modo.
Además, en el caso del “tano”, yo agregué datos desde otros lugares del
recuerdo para intentar pintar y pintarme, su historia más completa. Allí están,
danzando en mi mente, esos cascajos del pasado, dispersos pero vibrantes, que
aclaran en algo la oscuridad de estos días. Simultáneamente, otras
preocupaciones pugnan en mi mente. Mi nueva novela, por ejemplo, que debe
presentarse dentro de poco más de un mes. También un amigo, que me llamó esta
mañana para avisarme de su disposición para terminar un trabajo que tenemos en
conjunto, pendiente desde hace largo tiempo. Y todo esto, en que se mezclan la
memoria y el presente, va haciendo mis días, este transitar en medio de la
pandemia que, aunque pretenda ignorarla aquí está. Luz y sombras, en esta
realidad, esperanza que no me dejo arrebatar. Pero es la memoria la que me
parece misteriosa. Sé que muchos han indagado sobre su naturaleza y sus formas:
Proust, desde luego, en su Busca del tiempo perdido; Borges, en sus juegos
fantásticos sobre el tiempo y los hombres, los científicos, que sin duda
tendrán palabras más certeras, los escritores todos, que en sus ficciones o no,
han recurrido a su propia memoria para incrustar partes de ellos mismos en sus
creaciones. Uno es, finalmente, su memoria; desde allí se fue construyendo,
sumando hechos y presentes que se vuelven recuerdo, a la arquitectura de su
vida para ir elaborando el edificio, sin final, de su propio ser. Así resulta
que yo, como ustedes, hoy soy un poco más que ayer y menos que mañana. Claro
que hay mucha hojarasca, y que como tal, será arrastrada por los vientos del
olvido, pero que, en definitiva, es la adición de todas esas cosas, aun las de
las hojas sueltas, la que me constituyó en lo que soy hoy, la que me conformará
en lo que seré luego.
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Reseña literaria
Podrá ser retirado del Blog a simple solicitud del mismo.
Fotografía: Andrés Canedo
Biografía: Andrés Canedo - Maestro de las Artes, en Bolivia
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