Amor y otros enredos©
Andrés
Canedo
Oscar, algunas veces no
sabía si lo que en realidad lo impulsaba era el amor o el sexo. Claro, que sus
enamoramientos habían empezado cuando era niño, de diez u once años. Aquellos
amores primeros despojados de lascivia, en los que tomar la mano de la niña
amada colmaba su alma de delicias, le producía un verdadero sacudimiento
espiritual y físico, lo impulsaba a la certidumbre de que ella y él estaban
unidos de verdad, se correspondían, se pertenecían. El calor irradiado desde la
mano de ella, lo inundaba de una sensación de plenitud, tal vez mayor que la de
los inocentes besos dados al amparo de la impunidad de algún rincón oculto a
los ojos de los demás. La mano femenina enlazada con la suya, eso era la
culminación de sus sueños, el momento sublime en que su espíritu se lanzaba al
esplender de la dicha, en aquellos atardeceres de cobre y de oro; en que ambas
manos tomadas y ocultas a las miradas ajenas, lo hacían sentirse con la
grandeza de un Dios, o al menos, con el poder casi omnímodo de un héroe griego,
de aquellos que leía en los libros que le regalaban sus padres. Pero estaban la
plaza del pueblo, el colegio, las calles tímidas, en las que las miradas debían
reemplazar a la caricia verdadera de las manos o de los besos subrepticios.
Pero, claro, los ojos también hablaban su lenguaje de amor, y él (y ella) en el
amor creían.
Con el correr del tiempo y
la maduración de los años, las pulsiones fueron desplazándose hacia zonas más
tórridas, en las que ya no eran las manos ni los labios de la adolescente a su
lado, los que llenaban sus impulsos, sino ya era el cuerpo todo: la tersura de
los muslos femeninos, la boca y sus fluidos, el misterio de la encrucijada
secreta que latía entre las piernas de la pareja. Y entonces, se fue trasladando
el destino de las caricias y los estremecimientos primigenios se fueron
transformando en ardores inéditos que exigían ser exacerbados y saciados. Por
eso, cuando conoció el resplandecer del sexo por primera vez, fue para él, la
revelación abismal e infinita de las dulzuras alcanzables, de los sacudimientos
transformadores y esplendentes. Claro, que el amor y toda su carga de entregas,
seguía siendo lo predominante en él y el origen de la poesía que se manifestaba
en sus lugares más recónditos al pensar en su pareja, en su compañera de
ocultos placeres y de anhelos compartidos. Eran los libros que seguía leyendo,
los que le permitían mezclar en su mente sus propias aventuras con las de
heroínas de las historias que encontraba en aquellos textos. Entonces solía
escribirle a la compañera de ese sueño, cartas que tenían algo de música, y la
belleza que podía extraer, pobremente, de sus sentimientos.
Los amores, como suele
suceder en esa época de la vida, aunque no muchos, fueron efímeros, pero
mientras duraron, él se mantuvo fiel a cada una de sus parejas porque cada una
de ellas completaba totalmente las aspiraciones de su alma, y más aún, cada una
de ellas le parecía que sería la mujer destinada a acompañarlo toda la vida. Y
cuando no era así, cuando el romance se cortaba, solía caer en hondas
decepciones, en desgarradores episodios de angustia. Pero, es cierto que él
abandonó, así como sufrió abandonos, y en consecuencia lloró en los anocheceres
callados, y sufrió en esas primeras manifestaciones que le hacían pensar en lo
mutilados que le parecían su cuerpo y su alma ante aquellas pérdidas y al
sentir esos esbozos de la soledad.
Ya en la juventud, aunque
se seguía entregando íntegramente a la mujer que lo acompañaba, descubrió con
estupor, que otros cuerpos lo llamaban y no tardó en disfrutarlos. Y eso que
podría haberlo colmado de arrepentimientos, se le reveló, también con sorpresa,
que no lo experimentaba como una traición. Algún mecanismo de su espíritu le
inculcaba que su amor era uno solo, el que sentía por la mujer, la verdadera, y
que lo demás, las otras, no podrían mancillar ese sentimiento ni esa relación.
Por supuesto, que ocultaba esas escapadas, esos deslices. Y en los tiempos en
que no tenía un amor estable, aunque su alma lo ansiaba, se entregaba a
conquistas (o rendiciones, porque así también suele suceder) sin número.
Sentía, no lo sabía si absurdamente, que debía poseer a toda mujer bella que
estuviera a su alcance, y, que tal vez, por un perverso componente de su mente,
llegó a convencerse de que ese era su destino en la vida: dar y tomar placer.
No obstante, aunque la vida pudiera ser un jolgorio permanente, todo hombre
busca un amor verdadero en el cual reposar y con el cual crear algo más
importante que la fiesta de las noches innumerables. Y ese amor apareció, con
cabellos castaños, con ojos de trigo, con boca deslumbrante, con cuerpo de
Venus del Renacimiento.
Ana, era todo eso, y
además la ternura, la inteligencia, la sorpresa cotidiana y el arrebato
completo para sus sentidos. No empleó él sus trucos habituales; ella no se
entregó fácilmente. Volvieron el significado gigantesco de las manos
entrelazadas, de los besos auténticamente sentidos, de la poesía que surgía en
sus visiones cargadas de esperanzas. Volvió, finalmente, el sentido de hacer el
amor, el amor y no simplemente el sexo. Él, al sumergirse en ella, sintió que
quería llegar a la sima de su misterio, a la luz que la movilizaba desde la
oquedad más abismal, al origen verdadero que generaba todos sus sentimientos e
impulsos. Y consideró que llegó a esa esencia y que él, también le entregó la
suya. Conjunción íntegra, entrega y revelación absolutas. Cuerpos y espíritus
vinculados en un estallar de luz, en una explosión de estrellas al juntarse y
partirse en una explosión de soles.
Se fueron a vivir juntos.
Oscar, con 25 años, experimentó por primera vez la aventura infinita de vivir
con la persona que amaba. Ana, de 24, se entregaba una vez más a la promesa de
darse íntegra, pero esta vez lo hacía desde las raíces de su convicción más
profunda, y también para ella, era el estreno de la vida en pareja. Él, que no
había terminado la universidad, tenía, sin embargo, un buen trabajo que les
permitiría vivir sin grandes sobresaltos. Ella, se había graduado en
Comunicación Social y leía noticias en uno de los canales de televisión de la
ciudad. Él, seguía leyendo libros, aunque con menos ímpetu que antes; libros
más intensos, más complicados, en los que intentaba encontrar respuestas para
sí mismo. Ella, lo acompañaba en las lecturas, a veces sorprendentes,
agradables y reveladoras, aunque otras que le producían un cierto rechazo, pues
su espíritu, a pesar de lo vivido, conservaba mucho de la pureza de la
infancia. Disfrutaba Ana, enormemente sí, cuando luego de hacer el amor, él le
leía poemas de Prévert, de Neruda, de Sabines, que sentía describían los
sentimientos y el acto de entrega de ambos. Los primeros seis meses, fueron de
una intensidad y de una entrega sin límites, en los que los dos, a pesar de que
sabían que el cielo, ni la tierra, ni el mar les pertenecían, no obstante que
entendían y sabían de la inequidad del mundo, sentían que con la mutua
pertenencia, rozaban la por todos ansiada felicidad. Oscar, ya no miraba a las
otras mujeres como antes, casi degustando la futura posesión, sino que eran
para él, bellas o no, seres humanos a los que sólo podía tener acceso por medio
del conocimiento o la amistad. Ana, únicamente entendía que ella, aunque sin
dejar de ser ella, le pertenecía a Oscar, y los otros hombres, por guapos que fueran,
eran algo en lo que no deseaba fijarse, porque ya, todo lo que sus ojos podían
desear, lo tenía en casa. Las almas, los cuerpos, la casa, la ciudad, el mundo
y el universo entero, todo se conjugaba en una paz y belleza cósmicas, en una
concertación perfecta. El sexo, aunque no la frecuencia desenfrenada de los
primeros meses, seguía siendo perfecto y el camino seguro por el que se
lanzaban no sólo a gozar de sus cuerpos conquistadores y conquistados, anudados
en la amalgama suprema de orgasmos compartidos, sino al diálogo profundo e
intenso, con la esencia del otro.
Por supuesto, que Oscar la
conocía, la veía todos los días, pero en ese momento le pareció como si nunca
la hubiera visto. Y ahora la veía, por primera vez. Algo se activó y se abrió
paso por los arcanos senderos del espíritu y del cuerpo, y reavivó esos otros
ojos que por tanto tiempo había mantenido cerrados, y entonces él vio lo que no
había percibido hasta ese momento. Ese refulgir casi oculto en sus ojos, los
labios turgentes e insaciables, el cuerpo todo que se mecía como abanicando el
aire y llenándolo del llamado atrevido de su sangre, su cabello negro y largo
que oscilaba mientras caminaba contaminando todo de los avisos urgentes e
impiadosos de su anatomía. Era una de las secretarias de la empresa en la que
trabajaba. Al rato volvió a pasar junto a él, que, a pesar de haberse
reprochado por su actitud anterior, ya estaba preparado para verla, y esta vez
tuvo casi la certeza de que ella lo llamaba con el lenguaje secreto de su piel,
y él, se sorprendió después de mucho tiempo, imaginándose cómo la cogería, no
cómo le haría el amor. El amor, se lo hacía a Ana, eso se dijo; a esta otra,
simplemente le haría el sexo. Y no se equivocó. El proceso fue simple, el
acuerdo también. Pocas palabras, algunos halagos y la aceptación mutua (ella
sabía que él vivía con su pareja), de que únicamente se gozarían el uno al
otro, de que no habría nada más ni tampoco otras veces más. Y así, se fueron a
un motel al salir de la oficina, se anudaron en una paroxística sesión de goces
y de exaltaciones, y media hora después se despedían como simples colegas de
trabajo, aunque ella se atrevió a decirle: estuviste muy bien. Oscar descubrió,
con un horror que se le fue disipando rápidamente, que aunque amaba sin
vacilaciones a Ana, que ella era su verdad y su todo, su arrinconada vocación
de deleitarse con los cuerpos femeninos, había salido de las sombras y
comandaba nuevamente el motor de su vida. Al llegar a la casa, no dejó de
sentir algún temor de que un gesto, de que alguna inseguridad en el hablar lo
delataran (le dijo, que exigencias del trabajo lo habían demorado) y Ana,
pareció no percatarse de nada irregular. Luego, siguió otra de las secretarias,
no tan agraciada como la primera, pero nada despreciable. Después, un par de
muchachas de la sección de ventas, más tarde, una bella señora diez años mayor
que él, que vino a hacer unas compras. Él sentía, como si mágicamente, todo su
ser anunciara que era una máquina de dar y tomar placer. No necesitaba siquiera
buscar, por lo general ellas lo buscaban. Al volver a casa, ya no sentía los
temores de la primera vez, y si tenía que dar alguna explicación por el
retraso, su ejecución le resultaba más simple. Su relación con Ana, no decayó
ni en las noches intensas, ni en el compartir sueños, ni en el disfrutar las
horas juntos. Él, sabía de su amor por ella, y lo demás, con las excusas
perfectas de su mente, era apenas el cumplir el ejercicio de aquello a lo que
se creía destinado.
Pero claro, la vida entre
sus enredos suele tender trampas, y cuando Oscar se acostó con una de las
amigas de Ana, alguien que los vio entrando en un taxi al hotel para parejas,
tomó una fotografía y se la envió a Ana. El dolor y la decepción de ella fueron
abismales; el enfrentamiento entre ambos fue más doloroso porque fue manso,
casi humilde, despojado de violencias. “No voy a hablar de esa traidora porque
ya la he eliminado de mi vida. Pero tú, ¿por qué lo hiciste? ¿Es que mi cuerpo
es menos que el de ella? ¿Y yo, además, no te doy el alma y todo eso que
constituye el amor? No te voy a dejar, no te voy a pedir que te vayas, y lo que
voy a decirte no es una amenaza, pero sí una advertencia. Si lo vuelves a
hacer, no sólo yo me voy a acostar con el primero que tenga a mi alcance, sino
que nunca más te voy a aceptar a mi lado”. Oscar la oyó, bajó la cabeza,
entendió toda su verdad, y le prometió que nunca lo volvería a hacer, y le
reafirmó que la amaba. De alguna manera, la palabra “hybris”, aquel elemento de
la tragedia, resonó en su pensamiento.
No fue fácil rehacer la
normalidad. Muchos días pasaron hasta que ella aceptara volver a hacer el amor
con él. Y cuando eso sucedió, él advirtió que ella se reservaba (o tal vez se
preservaba) y que, esa vez, ya no había podido llegar al núcleo de sus
emociones y que el diálogo verdadero, aquel en que sus almas se abrazaban para
comunicarse lo más profundo, estaba roto. Pero con el tiempo, y sobre todo
porque Oscar se había despojado del anuncio que parecía colgar de su cuerpo y
que lo hacía codiciable para todas y, principalmente, porque no había siquiera
intentado ninguna otra infidelidad, las cosas fueron mejorando, aunque él,
nunca más sintió alcanzar el espacio sublime en el que sus espíritus
conversaban. Aceptó, con algo de resignación, que las cosas debían ser así, que
tal vez, la suma del tiempo curaría las heridas, pero ese tiempo se alargaba y
parecía no llegar nunca.
La mansa pasividad de Ana,
sus silencios largos, generaron en Oscar una especie de rebeldía y esa actitud
no siempre es buena consejera. Ya, sin sensación de impunidad y sabiendo que
estaba haciendo mal, él se acostó con otras dos mujeres y los ardides del
destino, hicieron que un anochecer, en que Ana buscando también renovarse,
porque ya lo había perdonado, decidió salir a dar unas vueltas en su auto para
buscar la paz y acoger, en adelante, de mejor manera al hombre que amaba. Pero,
en el cruce de una calle vio, porque lo tenía que ver, a Oscar con una mujer en
un taxi y entonces los siguió hasta que los vio entrar a un motel. Ella, tan
serena, tan dócil, tan dulce, supo qué es lo que tenía que hacer. Cuando Oscar
llegó a la casa, no la encontró y empezó a inquietarse. Al cabo de poco más de
una hora ella regresó y se dirigió a él que la esperaba sentado en la sala. Sin
prolegómenos, sin exaltarse, con helada calma y con parquedad le anunció,
haciéndole saber, desde el fuego de sus ojos, que no habría derecho a réplica:
“Vengo de acostarme con otro. Lo que a ti te toca es irte, mañana al mediodía
puedes venir a recoger tus cosas. Yo no estaré. Te ruego que, una vez las hayas
recogido, dejes la llave sobre la mesa”. Eso fue todo y fueron también las
últimas palabras que él oyó de ella. No tuvo la ocasión ni el coraje de
replicar ni de preguntar tantas cosas que empezaban a amontonársele en el
pecho. Salió de allí en silencio y con la muerte en el alma. No sabía que, en
realidad, recién estaba empezando a morir.
Ana, se fue reconstruyendo
de a poco, fue borrando su propia humillación y vergüenza de haberse entregado
a un extraño que recogió en la calle. Supo que en aquellas dos o tres horas
fatídicas, había crecido, cruelmente, muchos años y que la amargura que la
sobrepasaba, no sería nunca buena compañera en el tiempo que le tocaría
afrontar. Cuando pudo perdonarse, volvió tímidamente a sonreír e intentó
recuperar algo de aquella niña que se le había extraviado esa noche final con
Oscar. No le fue fácil, no lo sería tampoco en el futuro. En cuanto a su amor
por Oscar, que por unas semanas se le pegó como una mácula en el alma, lo fue
lavando con lágrimas nocturnas hasta que la mancha desapareció y encontró, al
menos, algo de sosiego.
En cuanto a Oscar, acosado
por preguntas sin respuesta, aunque se sabía culpable, los celos y la
impotencia lo asolaron al pensar el cuerpo de su amada siendo poseído por otro
hombre. Intentó buscar consuelo en el alcohol, pero él no estaba hecho para eso
y la destrucción ya se ahondaba al pensar en su amor perdido. Intentó también
procurar el alivio en los otros cuerpos que se le seguían ofreciendo, pero que
él, cada vez más, dejaba de disfrutar. Y sentía que aquello que debería
consolarlo, en realidad le iba vaciando el alma y por eso lo dejó. Los libros
tampoco le ayudaban, porque siempre aparecía en ellos alguna historia de amor y
eso, lo llevaba a su propia realidad con Ana. Se azoró al saber que, ese amor
suyo, en vez de resquebrajarse en las imágenes de ella que lo avasallaban al
imaginarla tomada por otro cuerpo que no era el suyo, no hacía sino crecer y
exacerbarse. Poco a poco, con dificultad y con desesperación, intentó escribir
y lo fue logrando. Eso lo fue apaciguando. Con los años, escribió una larga
novela de amor en la que Ana y él eran protagonistas y que se parecía mucho a
los meses felices que ambos habían vivido. Mientras la escribía, imaginaba que
Ana leería esos textos, que, al menos, así sabría de la inmensidad del amor que
él le profesaba. Pero Oscar, que había leído algunas de las tragedias griegas,
no pudo dejar de desgarrarse el día en que se enteró que, en un accidente de
auto, Ana había muerto y que ya ni siquiera habría posibilidad de que ella
leyera la historia que él, durante esos años de soledad y desasosiego había
escrito.
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Amor y otros enredos es publicado con la autorización del autor; podrá ser removido de este sitio a simple requerimiento del mismo.
maravilloso,una delicia despertar un domingo con una lectura de donde vine!Bravo!
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