Su automóvil
era un deportivo, al menos de aspecto, ya que, salvo su audaz diseño exterior,
en todas las otras prestaciones era similar a las de sus homólogos de diseño
normal, pero también de elevado costo. Sin embargo, tenía, de todas maneras, un
motor poderoso que, a él, que no le gustaba correr y que criticaba a los
adolescentes que conducían a gran velocidad y haciendo rugir los motores, le
daba una cierta sensación de seguridad y de poder. El hecho es que desde que compró
ese auto, le tomó enorme cariño y lo cuidaba en consecuencia: lavado
meticuloso, encerado, cuidado con los kilometrajes de los aceites. Además, como
todavía era joven, cuarenta años, no dejaba de sonreír cuando se le venía a la
cabeza aquella consigna tan repetida, de que el auto es el tercer testículo del
hombre. Pero eso no pasaba de ser una frase graciosa, pues si bien a alguna
mujer había levantado, la cantidad de sus conquistas no se había incrementado,
porque él, que era un empedernido solterón y cazador de buena pinta y
abundantes medios, solía seducir mujeres con cierta facilidad y regularidad.
Además, claro, en el presente, casi todas las damas conducían preciosos
vehículos, muchos de ellos mejores que el suyo propio.
El amor de
Aníbal por su auto, era mayor y más prolongado que el que prodigaba a sus
ocasionales conquistas. Inclusive, no dejaba de sonreír, un poco avergonzado,
cuando se sorprendía diciéndole a su motorizado: “¡Qué lindo eres!” o, “Buenos
días, transporte de mi corazón”. No obstante, con el correr de las semanas, sus
expresiones hacia el vehículo se hacían más frecuentes, prolongadas y hasta
llegó a contarle sus pesadumbres mínimas, sus crucifixiones nimias. “La perra
esa de anoche, tuvo la desfachatez de decirme que no la había satisfecho, que
ella esperaba más de mí. Es una maldita ninfomaníaca que no se conformaría ni
conque un regimiento se la tire en una sola jornada. Pero tú, compañero, sabes
que en esto del sexo soy muy bueno. ¿No es así?” Por todo ese cariño que sentía
por su auto, consideró como si fuera una declaración de amor, cuando para
azoramiento e incomodidad de la mujer de turno, le hizo el amor en el asiento
del acompañante, quedando él mismo bastante descalabrado y ella, por ese
milagro paradójico de la novedad, incomodidad y el peligro, alcanzó un orgasmo
intenso y súbito, y terminó diciéndole “mi vida”, “mi vida”.
Repitió esa
hazaña algunas veces con otras, pero terminó abandonándola, pidiéndole perdón
al vehículo por ese obligado abandono, y porque ellas, carentes de la
imaginación de la primera, no habían disfrutado como se lo hace en una buena
cama, y porque no faltó una que lo acusara de tacaño, por no llevarla a un
motel para coger como dios manda. “Perdóname carro querido, por tener que
quitarte esa parte de placer que te corresponde, pero las mujeres, ya se sabe,
además de incapaces de la fantasía y mal pagadoras, suelen ser egoístas. Mañana
te haré lavar en el lugar más caro, y además pediré que te laven el motor y los
asientos. Y, aunque faltan mil kilómetros para hacerlo, te haré cambiar el
aceite, para que todo en ti se desplace con la suavidad y el placer de lo
nuevo”.
Aníbal solía
hacer cada día el recorrido hasta su empresa, siguiendo las mismas calles y
ostentando su orgullo inalterado, por el coche que conducía. Sin embargo, en
los últimos tres viajes, el auto se había detenido suavemente, sin que él
pisara el freno, en el mismo lugar, frente a un pub que a esas horas estaba
cerrado. Él se alarmó, llevó el coche a revisar, y los mecánicos le dijeron que
todo estaba perfecto, que no había ninguna falla, y hasta lo miraron raro
cuando insistió que el vehículo frenaba solo, en el mismo lugar. Salió de allí,
puteando contra los mecánicos bolivianos y los trabajadores en general,
diciéndose que eran demasiado ignorantes. Esa noche, al regresar de la oficina
repitiendo, a la inversa, el camino de ida, el auto volvió a detenerse frente
al pub, mientras la voz del navegador satelital de la pantalla multipropósito,
le indicaba: “Su lugar de destino está a la izquierda”. Aunque en principio su
sorpresa fue mayúscula, una súbita avalancha de amor le hizo entender que el
vehículo de sus amores le estaba hablando, que debía escucharlo.
Salió del
coche, cruzó hacia el pub y entró. Entonces supo que todas las potencialidades
de la magia y de la maravilla estaban con él, cuando vio a la escultural fémina
rubia y de piel morena que atendía detrás de la barra, y percibió que ella
clavó los ojos en el rostro de él y le sugirió una tenue sonrisa de bienvenida.
Desde el fondo de su corazón, Aníbal sintió dos cosas simultáneamente: que ella
era la mujer más bella que había visto en su vida, y una ola intensa de
agradecido calor hacia su auto, que lo había llevado hasta ella. Y, mientras
tomaba unas copas que le iban caldeando el alma y oscureciendo el cerebro,
entendió que el coche deportivo era el instrumento de su destino y el artífice
de su próxima felicidad. Se quedó bebiendo e intercambiando palabras con ella,
en el intento de seducirla, hasta ser el último cliente. Supo así, que ella era
divorciada y que provenía de Oranjestad en Aruba, la isla caribeña, y que,
luego de su divorcio había recalado en dos o tres países, antes de decidirse
por Bolivia, donde abrió ese su negocio. Conoció, asimismo, cuando le preguntó por
su extraña belleza, que ella descendía de holandeses y que, perdida entre las
sombras del tiempo, tenía una bisabuela negra. En cuanto a su manejo del
español, ella le hizo saber que, en la lejana isla de atardeceres dorados, se
hablaban comúnmente español, neerlandés, inglés y papiamento, y que ella
dominaba las cuatro lenguas. Al salir, mientras ella cerraba el local, la
invitó a subir a su auto de maravillas, pero ella, cordialmente, rechazó la
invitación.
Al día
siguiente, Aníbal, que había percibido por primera vez la lentitud del tiempo
durante las infinitas horas en el trabajo, las que se resolvieron entre sus
imperiosas ensoñaciones con Catharina, la arubeña, y algunas indicaciones
contradictorias que había dado a sus desconcertados colaboradores, cuando
terminó la jornada decidió ir al pub, lo que, en realidad, había sido su
impulso y obsesión durante todo el día. Cenó en un restaurante del centro, y al
subir a su coche prodigioso, pensó: “Ahora vamos donde Catharina”. En ese
momento el auto encendió el motor sin que él hiciera nada, y lo llevó a destino
también sin su participación. Aunque por un instante eso le pareció raro, lo
aceptó como normal, como un hecho natural que la complicidad del auto con él
hacía posible. Sus manos, apoyadas en el volante, no dirigían el vehículo, sino
simplemente se dejaban llevar. Al bajar, frente al local, acarició el techo del
vehículo y le dijo, “gracias, amigo”.
Esa noche
bebió menos y desplegó todas sus habilidades de seducción. Catharina fue
sometiéndose a todas esas técnicas de encantamiento, y al cerrar el pub, aceptó
subir con él al deslumbrante automóvil, que esperaba afuera bello e
indiferente. Cuando ella se sentó en el asiento del acompañante, a él le
pareció oír que el auto pronunciaba un “ah” de satisfacción, pero se dio cuenta
de que ella no había notado nada, y entonces aceptó que él y el vehículo,
tenían un lenguaje secreto, sólo percibido por ellos. En un acto de irreflexión
procuró que la orden mental cuando pensó, “ahora vamos a casa”, funcionara como
durante la venida al local, pero el coche permaneció impasible. Entonces, debió
conducir como cualquier habitante normal de este mundo, que le parecía
maravilloso. Esa noche aprendió que nunca, hasta entonces, había hecho de
verdad el amor, porque la belleza de ella, convertida en fuego que no duele,
sino que exalta y sublima, lo llevó por todos los caminos del delirio
liberador. Las aprehensiones de sus muslos infinitos, los movimientos
diferentes y prodigiosos de su pelvis, los cálidos espasmos de su vagina, desde
las sensaciones libres y recién incorporadas, le hicieron entender que nunca
podría separarse de esa mujer mientras estuviera vivo.
Catharina se
entregó a Juan tres veces más, y en las tres oportunidades, durante el viaje de
ida a su local, el auto era autónomo y lo llevaba a destino sin que él
participara. Esas tres oportunidades tampoco bajaron en intensidad, pero
Aníbal, casi inconscientemente, percibió que la conexión espiritual de parte de
ella, había descendido. No le importó hasta que ella le negó la cuarta ocasión
y las siguientes. Es que Catharina, pasados los momentos de deslumbramiento,
empezó a darse cuenta de que estaba frente a un hombre no del todo coherente,
que tenía algunas expresiones incomprensibles y, lo que realmente la sacó de su
apasionamiento, fue el comprobar, en gestos mínimos, en palabras que se le
escapaban de la boca a Aníbal, la relación casi patológica que tenía con su
automóvil.
Aníbal la
persiguió insistentemente, hasta el agotamiento. Pasaba las horas de la noche
en el pub, suplicando amor y no entendiendo las explicaciones, siempre amables
de ella. Llegó el momento en que Aníbal se emborrachaba noche tras noche y, en
más de una ocasión, ella tuvo que subirlo a un taxi para que lo llevara a su
casa. Entonces, el auto quedaba solo, abandonado en la intemperie de la calle,
hasta que él lo rescataba al día siguiente, admirándose del milagro reiterado
de que no se lo hubieran robado. Mientras tanto, durante el día, el coche
seguía cumpliendo su función prodigiosa de trasladarlo a donde fuera sin
necesidad de que él intervenga. Pero cada vez que se embriagaba, el vehículo
quedaba frente al local de Catharina y a Aníbal ya no le importaba su auto,
sólo la tenía a ella en sus pensamientos y alucinaciones. El sol intenso de esa
mujer, alumbraba todas las regiones de su alma y de su deseo, y no había lugar
para nada más.
Una noche,
como ya era habitual, Aníbal solo, que tuvo el reflejo de recuperar su
dignidad, no bebió como de costumbre y le dijo a Catharina que había entendido,
que la dejaría continuar con su vida y que él haría lo mismo con la suya. El
dolor le corroía el alma como una solución ácida que deshace la materia humana
en su transcurrir inexorable, esa complementariedad humana hecha de cuerpo y
alma. Subió al vehículo y le dio la orden, primero mentalmente y luego con
palabras dichas desde su aparato fonador, que lo llevara a casa, pero el carro
no respondió. Permaneció inerte, impasible. Aníbal tomó los controles y, por
primera vez, se le ocurrió preguntarse si no había estado o permanecía estando
un poco loco, no solamente por su relación enfermiza con Catharina, sino por lo
que le había ocurrido con el vehículo, y empezó a dudar de que todo aquello
hubiera sido verdad, si, en realidad, no había imaginado todas esas funciones
misteriosas de su vehículo que lo trasladaba sin necesidad de su intervención.
Eso le sumaba dolor al dolor, oscuridad a la noche que lo aplastaba como el
peso de la soledad. Sabía que se había degradado, que durante ese último par de
meses ya no sólo había descuidado su aspecto, con la barba crecida, con el
insomnio acumulado, sino que había descuidado a su empresa y confundido a sus
asistentes dándoles órdenes disparatadas.
Con la
conciencia de todo esto abordó una avenida de doble mano y sintió que de
pronto, el auto se hizo otra vez autónomo, que los comandos no le respondían y
que el vehículo se hacía cargo de todas las acciones. Vio así las señales de
luz que un enorme camión le hacía desde lejos. Se dio cuenta de que estaba sobre
la vía que correspondía los vehículos que venían en sentido contrario. Trató de
girar el volante para salir de la misma, pero el carro no respondió. Retiró el
pie del acelerador y pisó el freno, pero igualmente no hubo respuesta, sino
que, por el contrario, el auto empezó a acelerar más. Las luces del camión se
hicieron más intensas y él, desesperadamente trataba de esquivarlas. Sintió que
el tiempo, era ahora tremendamente veloz, inaplazable. Su mente torcida, llegó
a pensar que estaba pagando la infidelidad con el auto de sus sueños, y que eso
lo había hecho debido a la obsesión por aquella mujer llamada Catharina. Vio el
cuerpo de ella debajo del suyo conmocionándose en los momentos previos al
orgasmo, lo sintió estallar en un aullido de placer en el momento culminante, y
logró escuchar su propio aullido de dolor, cuando el impacto del coche lo
aplastó contra el volante rompiendo las bolsas de aire, y cercenándole el
cuello con la guillotina implacable de la muerte.
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"El auto de sus sueños" es publicado con la autorización del autor; podrá ser retirado de este sitio a simple requerimiento del mismo.
Al fin pude leer un cuento completo. Me gusto mucho.lLo disfrute
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